31 de julio de 2021

Del Medioevo al Renacimiento. La mesa está servida

Antiguamente no se tenían en cuenta, o ni siquiera existían, los manuales de urbanidad. A los reyes medievales, los corteses caballeros y las gentiles damas que eran objeto de su amor, había que repetirles una y otra vez que no escupieran sobre la mesa, no se limpiaran los dientes con un cuchillo y -una vez dejado a un lado el cuchillo- no continuaran con el mantel la operación de bruñir los dientes. También existía la costumbre de tomar la comida con ambas manos al mismo tiempo. El procedimiento correcto exigía que la carne se desgarrase con sólo tres dedos, por lo que se introducía en la boca un trozo demasiado grande y el sobrante había que escupirlo discretamente en el suelo, no sobre la mesa ni -como al parecer era frecuente- en la fuente de servir.
Este tipo de conductas persistió hasta muy avanzado el Renacimiento, y en gran parte se debía a la carencia de una herramienta de tres o cuatro puntas cuya existencia es actualmente indispensable: el tenedor. Incluso en Italia, y hasta mediados del siglo XVI, se desconocían los tenedores como instrumento para comer en la mesa -no aparecen en la "Ultima Cena" pintada por Leonardo da Vinci (1452-1519)-, y empezaron a difundirse en las tierras septentrionales, como por ejemplo Gran Bretaña y Prusia, a finales del siglo XVII. Durante el período de transición se plantearon ciertos problemas en las clases altas inglesas; a veces la comida se tomaba con la mano, siguiendo la antigua y cómoda usanza, y sólo cuando había sido agarrada con solidez se la ensartaba en el tenedor para realizar la travesía final hasta la boca.


Las clases altas exigían pulcritud y elegancia a la hora de comer. No se aceptaba chuparse los dedos y lo adecuado era limpiarse las manos en los aguamaniles después de cada plato o como mínimo al finalizar la comida. Un primer código de buenas maneras para los comensales se le debe al rey de Castilla y León Alfonso X (1221-1284) -llamado "el Sabio"-, quien entre 1256 y 1265 redactó "Las siete Partidas", una obra de carácter lírico, jurídico, histórico, científico y recreativo en la que, en uno de sus capítulos, aconsejaba cómo educar a los hijos de los reyes y los nobles para mantener la apostura y la limpieza propias de su clase: "No les deben consentir que tomen el bocado con todos los cinco dedos de la mano, y que no coman feamente con toda la boca, más con una parte. Y limpiar las manos deben a las toallas y no a otra cosa como los vestidos, así como hacen algunas gentes que no saben de limpiedad ni de apostura".
Tiempo después, el fraile franciscano Francesc Eiximenis (1327-1409) escribió en catalán "Lo Crestià" (El Cristiano), una enciclopedia en la que, entre otras muchas cosas, decía: "Si has escupido o te has sonado la nariz, nunca te limpies las manos en el mantel. Siempre que tengas que escupir durante la comida, hazlo detrás de ti y en ningún caso, por encima de la mesa o de nadie". El filósofo holandés Erasmo de Rotterdam (1466-1536) aportó lo suyo en 1530 en "De civilitate morum puerilium" (De la urbanidad en la infancia), un tratado de buenos modales en el que aconsejaba: "No hay que meter la mano en la bandeja nada más sentarse, eso es cosa de lobos y glotones. No se hunden los dedos en la salsa. En guisos caldosos sumergir los dedos es de pueblerinos. No hay que llevar las dos manos a la fuente sino utilizar sólo tres dedos de la derecha. En vez de chuparse los dedos o de limpiárselos en la ropa después de comer, será más honesto secarlos en el mantel o la servilleta". Además sugería que, en caso de vomitar, "retírate a otro sitio" y "si es dado ventosearse, hágalo así a solas; pero si no, de acuerdo con el viejísimo proverbio, disimule el ruido con una tos".


El tenedor llegó a Europa procedente de Constantinopla a principios del siglo XI de la mano de Theodora, la hija del emperador de Bizancio Constantino Ducas (1006-1067). Fue ella quien lo llevó a Venecia al contraer matrimonio con Doménico Selvo (1013-1087), el Dux de aquella república. Sin embargo, no tuvo mucha aceptación ya que era "harto difícil comer espagueti, macarrones o tallarines con semejante instrumento", tal como lo relató un cronista veneciano, quien agregó: "Se causaban heridas con ellos, pinchándose con sus afiladas púas los labios, las encías y la lengua, y no faltaban, sobre todo las damas, que elegantemente y con gracia lo usaban para limpiar sus dientes a modo de los populares mondadientes".
El tenedor, que por aquel entonces constaba de dos dientes y un mango puntiagudo, despertó la inquietud de los italianos pero, dado que provenía del discordante Oriente, el cardenal benedictino de la Iglesia católica Pier Damiani (1007-1072), representante del Vaticano, lo etiquetó como" instrumentum diaboli" (instrumento diabólico). Esto no impidió que su uso fuera extendiéndose a otros países. Así, ya con tres dientes, en España se encuentran referencias al tenedor en "El arte cisoria", un tratado gastronómico de carácter alegórico y didáctico escrito en 1423 por el teólogo castellano Enrique de Villena (1384-1424) -conocido como "el Astrólogo" o "el Nigromante" dado su gusto por la magia y la hechicería-, en el que detalló la técnica de cortar la comida con un cuchillo, considerándola como indispensable para una buena digestión, y también definió al tenedor: "Dícenle tridente, porque tiene tres puntas; ésta sirve a tener la carne que se ha de cortar o cosa que ha de tomarse".
Ya en el siglo XVI, el tenedor se conoció en Francia gracias a Catalina de Médici (1519-1589), quien habiendo nacido en Florencia, lo introdujo en la corte francesa al casarse con el rey Enrique II (1519-1559), utilizándolo no sólo para comer sino también para rascarse la espalda. No obstante, la fama de ostentoso que tenía este utensilio de mesa lo hizo quedar en un segundo plano frente a comer con las manos por un largo tiempo. Es más, el rey Enrique III (1551-1589), perteneciente también a la Casa de Valois, la dinastía que reinó en Francia entre 1328 y 1589, al que se le atribuye la introducción de la servilleta en su país, escribió un código de buenas maneras para los comensales en el que recomendaba: "Toma la carne con tres dedos y no la lleves a la boca en grandes pedazos. No tengas demasiado tiempo las manos en el plato".


Hubo que esperar hasta el siglo XVII para que el tenedor eliminase la costumbre de comer con las manos. Poco a poco su uso se regularizó en las penínsulas Itálica e Ibérica y luego llegó a las Islas británicas llevado por Thomas Coryat (1577-1617), un empedernido viajero -a menudo a pie-, a través de Europa y partes de Asia. En uno de sus diarios de viaje escribió: "Muchos italianos se sirven de un pincho para no tocar los alimentos, para comer los espaguetis, la carne... No es nada refinado comer con las manos, pues aseguran que no todas las personas tienen las manos limpias".
Ya en el siglo XVIII, en Alemania se inventó el tenedor curvo de cuatro puntas y,  en el Reino de las Dos Sicilias, bajo el reinado de Ferdinando IV di Borbone (1751-1825), se adoptó un modelo más corto también de cuatro puntas por obra del cortesano napolitano Gennaro Spadaccini(1750-1816). En realidad, la noción de tenedor representó en sí misma una toma de distancia inducida mecánicamente entre el cuerpo y el ambiente externo, y se generalizó al mismo tiempo que otros famosos elementos que imponían esa separación, como por ejemplo, el pañuelo y la servilleta.
La mesa -como herramienta para sentarse a comer- es también un invento sorprendentemente reciente. El motivo de su invención proviene de su peso: en la antigüedad la gente -incluidos los "grandes señores"- se desplazaban con tanta frecuencia que les resultaba imposible llevar consigo objetos tan pesados. Una posible solución a este problema era la mesa individual plegable, algo similar al objeto que reapareció en los hogares norteamericanos hacia 1960, para cenar delante del televisor. Estos dispositivos poseen un noble linaje, ya que las crónicas de la época demuestran que los aristócratas franceses e ingleses casi siempre recogían sus piernas bajo estas mesas individuales a la hora de comer en sus castillos.
Si tenían que ofrecer un gran banquete a muchos invitados, una vez que hubiesen llegado los huéspedes, montaban una endeble estructura de tablones sobre caballetes. Era imposible organizar dicha estructura antes de la llegada de los invitados, ya que eran muy escasos los nobles lo bastante ricos como para disponer de caballetes y tablones adicionales. Los huéspedes que querían comer se veían obligados a llevar consigo su propia mesa. En torno a esta improvisada construcción, todos los comensales se sentaban en pequeños asientos plegables, fáciles de transportar, parecidos a las actuales sillas utilizadas por un director cinematográfico, pero sin el cómodo tejido que las caracteriza. El único lugar donde se utilizaban muebles sólidos era en la iglesia, e incluso allí lo más frecuente era que hubiese una única mesa de roble donde celebrar la misa. Las grandes catedrales eran demasiado pobres para ofrecer sillas a todos los asistentes en las partes del ritual en que éstos no tenían que estar arrodillados.


En esas épocas, poner la mesa requería un arte especial, que fundamentalmente consistía en tratar que todos los comensales se alineasen en fila, a un solo lado de la mesa. Así sus espaldas podían apoyarse en la pared, precaución que evitaba ahogamientos, estrangulaciones y otras frecuentes mutilaciones. Tal precaución era imprescindible dada la gran cantidad de visitantes que entraban y salían, además de los sirvientes que traían los visitantes y las familias que traían los sirvientes. El rey de Inglaterra Eduardo IV de York (1442-1483) dictó órdenes estrictas según las cuales por la mañana había que guardar de inmediato bajo llave la ropa de cama del rey, ya que eran muy frecuentes los robos. Tales cosas ocurrían en el castillo de mayor envergadura de Gran Bretaña.
Probablemente el único vestigio actual que queda de esta disposición de los asientos consiste en la fila única de políticos que ocupan una tarima más elevada en un banquete oficial. La disposición que se emplea generalmente en ocasiones menos solemnes, con las personas sentadas una frente a otra, sin que a todos se les garantice que van a estar de espaldas a la pared, proviene del caótico amontonamiento que tenía lugar en el lugar destinado a los sirvientes.
Queda claro que los buenos modales en la mesa son indisociables del estatus social. Ya en el siglo XIX, la burguesía aspiraba a cumplir con las reglas protocolares en aras de conseguir una mejor posición social y, por ello, los manuales de buenos modales proliferaron buscando siempre la distinción y el alejamiento del "vulgo". Obras como "Arte de escribir por reglas y con muestras para la formación y enseñanza de los principales caracteres que se usan en Europa" de Torquato Torío de la Riva y Herrero (1759-1820), "La joven bien educada. Lecciones de urbanidad para niñas y adultas" María Orbera y Carrión (1829-1901) o el "Manual de urbanidad y buenas maneras para jóvenes de ambos sexos" de Manuel Antonio Carreño (1812-1874) se convirtieron en éxitos editoriales.