4 de mayo de 2008

La cultura del "jean"

La ropa que se utiliza para ir al trabajo es incómoda, se pega al cuerpo, aprisiona, tira, inhibe. Hay prendas de ropa que determina­das personas, por motivos de trabajo, están obligadas a usar. Para los antiguos romanos esta situación era aún peor, ya que durante la jornada tenían que soportar grandes togas envolventes, horribles vestiduras que -como señalaron los historiadores romanos Tito Livio (59 a.C.-17 d.C.) y Tertuliano (155-230)- eran difíci­les de poner, imposibles de mantener alrededor de uno, y demasia­do pesadas para que una estructura humana normal las soportara a lo largo de todo el día.
Los emperadores Claudio Augusto Germánico (10 a.C.-54 d.C.), y más tarde Tito Flavio Domiciano (51-96), decretaron la obligatoriedad del uso de la toga. No obstante, los romanos, a pe­sar de ser orgullosos herederos de un pasado independiente, trata­ron de sustituirla por una túnica, un manto, o un manto con capu­cha. Cualquier cosa, menos la insoportable toga.
Rara vez se elige una túnica o un manto cuando hay que vestirse de manera formal. Por supuesto, actualmente se utiliza como alter­nativa a este tipo de ropa los pantalones llamados jeans, una prenda tan atractiva y tan prometedora de comodidad que nadie se pregunta cómo fue que esta prenda en particular se ha convertido en símbolo de ropa cómoda e informal, así como el por qué de su color azul. La historia del colorante que caracteriza a los jeans comienza con una planta crucífera de flores amarillas en racimo y fruto en vainilla elíptica con una semilla comprimida: el glasto.
El glasto es un arbusto de un metro de altura que crece en los bosques de la Europa septentrional cuyas hojas, cuando se las pone en contacto con un montón de abono, producen un líquido amarillo. Si se frotan las ropas o el cuerpo con este líquido, y se exponen al aire, pasado un rato cambian de color y adquieren un azul brillante. Así se obtiene el añil, el tinte azul más generalizado, que se utilizó a lo largo de más de 2.500 años de historia documentada.
Los druidas (la clase social más alta de los celtas) empleaban el color azul procedente del glasto, y también se usó más adelante en la ropa interior de los romanos y en las medias de los bárbaros; luego, en la Edad Media, sirvió para teñir jubones, calzas, túnicas, tocas, justillos y casi todo aquello en que podía emplearse el color azul. Los uniformes militares azules, que tantos países continúan utilizando, comenzaron entonces a extender­se, ya que ése era el único color que, gracias al añil, podía produ­cirse a bajo costo en grandes cantidades.
A partir de entonces, la historia de la tintura azul ha estado ligada principalmente a la historia de hombres adultos que actuaron como niños.
En el año 1200 los tejedores ingleses comenzaron a teñir con glasto (antes sólo los tintoreros estaban autorizados para hacerlo). Los tintoreros oficiales, en represalia, empezaron a tejer. Los tejedo­res, entonces, se negaron a vender telas a los tintoreros que tejían. El comercio se detuvo por completo, y el azul del país se desvaneció hasta que el rey Juan Sin Tierra (1166-1216) normalizó la situación.
Unos cuantos siglos más tarde surgió un problema de mayor re­percusión a nivel económico. Como en Europa habían aumentado tanto las ventas del color azul fabricado a partir del glasto, los comer­ciantes de otras regiones se dieron cuenta de que resultaría muy lu­crativo conseguir algo comparable a ese azul. Los mercaderes holan­deses que viajaban a Oriente sabían que podían encontrarlo en las zonas subtropicales y húmedas de la India donde crece una planta que produce el mismo tinte añil que el glasto europeo, y que, al tra­tarse de una planta subtropical, crece más rápido y a menor costo que el raquítico arbusto de Europa. Muy pronto empezaron a llegar al Viejo Continente, y sobre todo a Gran Bretaña, cantidades consi­derables de añil de la India - de allí el "índigo"- a bajo precio.
De inmedia­to, los productores británicos de añil reclamaron un impuesto sobre este azul extranjero para impedir la competencia. Por supuesto, no exigieron el impuesto basándose en la desaparición de las ganancias de los productores locales de glasto, sino que adujeron una hipotéti­ca amenaza a la salud, ya que se había analizado solemnemente la sustancia tropical y se había descubierto (como afirma un documento londinense de 1577) que era "dañosa, funestamente devoradora, perniciosa, engañadora, consuntiva y corrosiva". La Marina Real se esforzó lo mejor que pudo para colaborar, decretando que sus efecti­vos sólo podrían utilizar uniformes teñidos mediante el antiguo y magnífico añil de glasto nacional, pero el problema no acabó ahí.
Los antes quejosos productores británicos de añil establecieron plan­taciones en la India y en el Caribe para cosechar por cuenta propia las plantas productoras de índigo en su versión subtropical. El teólogo reformista Martin Lutero (1483-1546) proclamó que la decadencia en el comercio del glasto se de­bía al pecado del hombre, pero no se había percatado de las diferen­cias entre los costos comparados. A principios del siglo XVII entró en bancarrota el último de los productores de glasto.
Aquellas plantaciones dominaron el mercado durante varios si­glos, hasta que, una vez más, la competencia extranjera enturbió la situación. En 1885 un químico alemán halló la manera de fabricar azul índigo en una probeta, mediante el empleo de unas cuantas sus­tancias químicas. Adolf von Baeyer (1835-1917) era un chico de sólo trece años cuando inició sus experimentos en torno a la fabricación de índigo artificial, y ya contaba con sesenta años cuando acabó por lograr un método práctico para elaborarlo. Afortunadamente, alcanzó una edad supe­rior a los ochenta años, lo cual le permitió recibir el premio Nobel de Química en 1905 por sus desvelos. También inventó unas drogas que tenían la capacidad de actuar como sedantes del sistema nervioso central, a las cuales bautizó con el nombre de la novia que tenía en aquel momento, Barbara (de allí el nombre de "barbitúricos").
Muy pronto una sola fábrica alemana podía producir tanto índigo como 100.000 hectáreas de plantación subtropical inglesa. Y en Alemania existía más de una fábrica. Los propietarios de plantaciones reclama­ron un impuesto sobre este pernicioso índigo sintético, y, una vez más, la Armada Real hizo todo lo que pudo para ayudar, decretando que sus hombres sólo podrían utilizar uniformes teñidos con el anti­guo y magnífico índigo procedente de las plantaciones subtropicales, pero tampoco terminó todo aquí. Los antes quejosos propietarios bri­tánicos de plantaciones establecieron fábricas para cosechar por cuenta propia esta versión sintética del añil. En 1912 entró en banca­rrota la última de las plantaciones.
Al principio el azul índigo sintético se vendió muchísimo -en lo que contribuyeron enormemente las lucrativas batallas de ambas guerras mundiales, que destrozaron muchos uniformes-, pero al comienzo de la década de 1950 surgió un problema realmente grave. El mayor consumidor mundial de índigo era el nuevo Estado de la China comunista, don­de se teñían con él los mamelucos de los obreros, el uniforme obligatorio para todos. En 1953, Mao Tse Tung (1893-1976) declaró que sólo se permitiría el empleo de tinturas nacionales, por lo que el 30% del mercado mundial del índigo se vino a pique. Contra este colapso en la demanda ni siquiera la Mari­na Real inglesa parecía capaz de ayudar. Y para empeorar las cosas, estaban saliendo al mercado tinturas sintéticas con un nuevo estilo, que facilita­ban el empleo de colores brillantes y baratos. Estos colorantes habían permanecido fuera del mercado durante decenios, porque la empre­sa suiza CIBA -que poseía las patentes exclusivas para crearlos- se hallaba en situación de punto muerto con relación a la multinacional británica ICI, que poseía las patentes exclusivas para transformarlos en un producto final. CIBA podía demandar a ICI para evitar que ésta fabricase dichos colorantes, e ICI podía demandar a CIBA para impe­dir que ésta los vendiese. A mediados de los años 50, cuando menos lo necesitaban los fabricantes de añil, las dos empresas concertaron una licencia conjunta mediante la cual compartirían la fabricación y la venta de las nuevas sustancias. El triunfo de los colores brillantes en las prendas de algodón, que tuvo lugar en los años 60, fue conse­cuencia de este acuerdo de licencia compartida.
A menos que rápidamente se encontrase la forma de vender grandes cantidades del antiguo índigo, muchas fábricas de añil sintético tendrían que cerrar sus puertas. Entonces, un genio anónimo -un ingeniero químico injusta­mente olvidado- sugirió teñir de azul los pantalones.
La idea no fue apoyada porque se pensó que nadie se atrevería a usar pantalones de color azul brillante. Todos los expertos en marketing coincidieron en afirmar que emplear el índigo en los pantalones era una idea estú­pida. El ingeniero permaneció en el anonimato, y nadie animó su iniciativa química.
A principios de los años 60 sólo quedaban cuatro fá­bricas de añil fuera de las fronteras de China, y también éstas iban a cerrar a menos que se encontrase algún nuevo mercado. Fue en este momento cuando otro químico efectuó una observación intere­sante. El algodón teñido por completo con el índigo era demasiado azul para que resultase un color adecuado para pantalones de vestir. Sin embargo, si sólo la mitad de las fibras del tejido fuesen azules, si los hilos verticales de la trama se tiñesen de índigo, pero los hilos horizontales de la urdimbre continuasen de color blanco, el resultado sería mucho menos llamativo. Se descubrió que una pequeña em­presa textil de California poseía precisamente este tipo de diseño en su catálogo. Se llamaba Levi Strauss, y fabricaba los pantalones teja­nos de marca Levi's.
Originario de Bavaria, Oscar Levi Strauss (1829-1902) se trasladó con su familia a Estados Unidos, a Nueva York primero y luego a la costa oeste. Allí, se dedicó a fabricar pantalones resistentes, al darse cuenta de que los mineros –en plena fiebre del oro- necesitaban ropa fuerte para trabajar en las minas. Para lograrlo, diseñó un overol con tela para fabricar carpas. Al principio era marrón, pero luego optaron por el azul. Perfeccionando los pantalones con ribetes metálicos y bolsillos resistentes para cargarlos con pepitas de oro, registró el "invento" en la Oficina de Patentes y Marcas de Estados Unidos el 20 de mayo de 1873.
Cuando cortó su primer pantalón, Levi Strauss tomó como modelo un pantalón de marinero genovés. En inglés, Génova se pronuncia "yinoa", de allí el nombre de jean (se pronuncia "yin"). Hacia 1876, la prenda se vendía a 1,46 dólares. No era barato, pero duraba para siempre. El mercado de compradores de jeans surgió en los años 30, cuando estrellas de Hollywood como Gary Cooper (1901-1961) y John Wayne (1907-1979) comenzaron a lucirlos en sus películas. Luego Elvis Presley (1935-1977), Marlon Brando (1924-2004) y James Dean (1931-1955) utilizaron el jean como símbolo de rebeldía. En los años 60 prácticamente todas las prendas se fabricaron con la misma tela: camperas, chaquetas, polleras, camisas y hasta zapatillas.
El éxito de ventas de los jeans Levi's no supuso la creación de nuevas fábricas de índigo. Las cuatro antiguas plantas de producción que habían so­brevivido precariamente al hundimiento de los años 50 -situadas en Inglaterra, Francia, Alemania y Japón- habían sido amortizadas por completo desde el punto de vista fiscal. En consecuencia, su producto era tan barato que ninguna fábrica nueva podía competir con ellas. Desde mediados de los años 60, du­rante el boom de los jeans, todos habían sido te­ñidos con índigo procedente de alguna de estas cuatro antiguas fábricas, una de las cuales, la situada en Inglaterra, existía desde 1908.
Los hippies norteamericanos y los abogados ingleses en sus casas, los manifestantes parisinos y los adolescentes moscovitas de clase alta, todos llevaban el pantalón teñido con esta tintura, química­mente idéntica al que los antiguos druidas empleaban con arcanos propósitos, y que se extraía de las hojas del glasto sagrado.
El extendido uso del jean no debe llevar al engaño de creer que la aceptación por el público facilitó las ventas y moderó la competencia entre los fabricantes. Al contrario, una vez aceptada esta moda como un producto ideal para los consumidores, aumentó la pugna entre las marcas para conseguir mayores ventas.
El jean que había nacido como ropa de trabajo y luego se extendió por todo el mundo sin distinción de edad, sexo, profesión, credo político, raza o clase social, se convirtió en un símbolo universal del sistema consumista.
Su aparente condición igualitaria sólo es real en parte, pues dentro de la uniforme moda del jean coexisten productos muy distintos en calidad y precio. Hay, como en cualquier otro producto, marcas que tienen mucho prestigio, otras que no tienen tanto y otras, ninguno. También se los consigue con marcas locales o sin marca pero con la confección imitada o directamente calcada, lo cual permite a los usuarios disfrutar -u ostentar tal vez- del prestigio de una afamada marca por el precio de un pantalón de marca desconocida. Esto supone un pequeño triunfo de las clases subalternas, puesto que las capas altas de la sociedad siempre han demostrado, a través del consumo de prendas de ciertas marcas, su deseo de conservar sus signos de distinción.
El uso generalizado del jean como expresión de la globalización, nos remite al aspecto más desagradable de este fenómeno. La lucha contra la competencia, la necesidad de abaratar los costos de producción y la tendencia a dedicar cada vez más atención a las campañas de promoción y ventas, decidieron a los principales fabricantes a desmantelar los grandes talleres de confección situados en los centros fabriles de los países desarrollados y sustituirlos por unidades más operativas, a través de un proceso que incluye la división de las grandes fábricas en secciones que son ubicadas en aquella parte del mundo en donde los costos de producción sean sensiblemente menores, o directamente se confía la fabricación del producto a empresas locales subcontratadas, que, a su vez contratan al personal. De este modo, la marca alude, sobre todo, a su comercialización, pues con frecuencia es sólo una pantalla que sirve para vender artículos fabricados, en uno o varios lugares muy distantes de la casa matriz, por personas que no tienen con la empresa ninguna relación contractual. Por el carácter inestable de este sistema productivo, poco exigente en infraestructuras y en legislación laboral, la apariencia volátil de sus instalaciones y la facilidad para trasladarse de un lugar a otro, a estas empresas se las conoce con el nombre de "golondrinas".
En estas zonas francas de impuestos y de derechos laborales, se reproducen las condiciones laborales del capitalismo manchesteriano: los trabajadores, en su mayoría mujeres e incluso niños, son sometidos a jornadas extenuantes a cambio de salarios muy bajos. Así, por ejemplo, una trabajadora turca percibe un salario mensual de 200 euros por fabricar jeans que luego se venden en París a 80 euros la unidad, o una trabajadora de Indonesia -algo mejor- percibe 65 euros al mes por fabricar pantalones Levi’s, que se venden en Yakarta por un importe similar. Ni que hablar de los talleres clandestinos de Buenos Aires, en donde se pagan centavos de peso -no de dólar- por cada prenda confeccionada.
Esta es, una vez más, la zona oscura del consumo: en una economía globalizada, el disfrute de unos pocos afortunados humanos se sustenta en las más evidentes carencias de otros.