27 de junio de 2008

Apostillas justicialistas (II). El esplendor de los asesinos

A fines de los años '60 y principios de los '70, el movimiento estudiantil representó un papel importante como agita­dor de las propuestas contestatarias, comprometiéndose con los problemas y las esperanzas de los sectores populares e impulsando el crecimiento de la izquierda. Esta nueva izquierda -tanto peronista como no peronista- convocó, ade­más, a una fracción significativa aunque no mayoritaria, de los intelectuales, la clase media en general y sectores obreros combativos, so­bre todo los que se habían orientado hacia el clasismo.
En un amplio sector del peronismo se afianzó una tendencia que propo­nía la vía revolucionaria y la lucha armada. La Juventud Peronista (JP) y otras organizaciones que podrían encuadrarse en el peronismo de izquier­da, crecieron considerablemente y adhirieron a posiciones estratégicas como la lucha popular revolucionaria, la pretensión de acceder a la conducción del Partido y la solidaridad con las organiza­ciones armadas peronistas.
Este sector definía la contradicción central en tor­no a liberación nacional versus dependencia colonial, por lo que la liberación era la primera tarea de la revolución socialista nacional. Para esa etapa consideraron indispensable el protagonismo de Perón por su liderazgo sobre los sectores populares -con un grosero desconocimiento de la historia personal del líder-, quien desde su exilio en España, mezquinamente estimulaba su desarrollo expresando posiciones afines, sin desautorizar en ningún momento a la vieja dirigencia sin­dical ni a la derecha peronista.
Fuera del peronismo se conformaron corrientes de izquierda menores, nuevas o procedentes de las escisiones de los partidos tradicionales. En estas corrientes que expresaban diferentes visiones del marxismo, las dis­cusiones principales pasaban por definir si estaban dadas las condiciones para un cambio revolucionario con los sectores obreros y populares como protagonistas mediante la vía insurreccional, o si antes había que transitar una etapa de alianza entre esos sectores y la burguesía nacional mediante canales institucionales.
Dentro de este contexto se produjo el auge de las organizaciones guerrilleras -consolidadas durante la dictadura militar de la autodenominada Revolución Argentina- que comenzaron a operar en áreas urbanas. Tres procedían del peronismo y la derecha católica: Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), Fuerzas Ar­madas Revolucionarias (FAR) y Montoneros, con un bagaje ideológico híbrido y confuso; y dos eran marxistas: Fuerzas Armadas de Liberación (FAL) y Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) con una ideología sólida y explícita.
La Iglesia Católica también sufrió un proceso de izquierdización al fundarse el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, que buscaba redefinir el papel del cristiano y de la Iglesia, vinculándolos a las luchas populares y distanciándose de la jerarquía eclesiástica tradicional.
En el ámbito sindical la situación era mucho más compleja ya que existía un proceso de desmovilización obrera y de burocratización y corrupción de la dirigencia. A fines de los '60 había dos líneas dentro del sindicalismo peronista. Una intransigente y combativa nucleada en la CGT de los Argentinos, y otra participacionista y negociadora nucleada en la CGT tradicional.
El 11 de marzo de 1973 se celebraron las elecciones y el Frente Justicialista de Liberación (el nombre adoptado por la coalición encabezada por el peronismo) obtuvo la mayoría. El breve gobierno de Héctor Cámpora contó con el respaldo importante de la izquierda peronista y de las clases populares e hizo un primer inten­to de recomposición del mercado interno impulsando un progra­ma de alianza entre la fracción de la burguesía orientada al consumo local y el movimiento obrero. Sin embargo, fuerzas de diverso origen confluyeron para hacer fracasar esas políticas. La crisis desatada en el interior del gobierno y el movimien­to peronista, que incluía sectores de muy distinto signo ideológico, perjudi­caron la credibilidad del modelo propuesto. Se incrementó la oposición de los sectores más poderosos de la burguesía industrial, preocupados por el recrudecimiento de la conflictividad social, mientras el frente externo también comenzó a enviar señales preocupantes. El gran ciclo expansivo de la economía capitalista mundial iniciado después de la Se­gunda Guerra había finalizado: una nueva crisis motivada por el aumento del precio del petróleo, afectó a todo el mundo capitalista desde 1973. Para la Argentina implicó un incremento en el valor de las importaciones, suba que coincidió con el cierre de algunos mercados tradicionales para las carnes argentinas. Esta combinación puso límites al ingreso de divisas, a la vez que encareció los costos internos.
Tras el nuevo llamado a elecciones que ganó la fórmula Juan D. Perón-María Estela Martínez de Perón, la inflación se redujo y los salarios reales aumentaron por un breve tiempo. La suba de los precios internacionales de productos agropecuarios (cereales y carnes en primer lugar) se combinó con excelen­tes cosechas que hicieron crecer las exportaciones de manera notable. Perón, que en el exilio había practicado una política pendular entre sus alas izquierda y derecha, ahora en el gobierno estaba forzado a eliminar ese margen de ambigüedad. Si antes había predicado la guerra popular revolucionaria y la liberación nacional y social, ahora privilegiaba la participación organi­zada, la unidad nacional y la normalización institucional. Esto lo alejó de la izquierda y lo acercó al ala ortodoxa sindical así como a la ultraderecha peronista.
Así, en poco tiempo, un decrépito y senil presidente delegó gran parte del poder a manos de sus adláteres más sanguinarios: José López Rega, José Ignacio Rucci, Lorenzo Miguel y Alberto Villar entre otros, quienes al mando de siniestras bandas de asesinos, comenzaron la brutal represión de los mismos grupos armados revolucionarios que el propio líder había propiciado y alentado desde su exilio dorado en Madrid, dando comienzo a las acciones represivas que culminarían con miles de desaparecidos cuando el gobierno pasó a manos de las fuerzas armadas, que perfeccionaron y extendieron el sistema represivo.
Muchos trabajadores -que habían depositado grandes expectativas en el gobierno peronista- vieron que sus ingresos no mejora­ban, o aun disminuían por los aumentos de precios. A pesar de ello, la lucha de los trabajadores por mejoras en sus condiciones de vida, se postergó gracias al liderazgo ejercido por Perón. Su muerte en julio de 1974 dejó sin sustento político al programa del gobierno, por lo que se inició una etapa de gran inestabilidad. Crecieron los conflictos de los trabajadores y las tradicionales conduc­ciones gremiales burocráticas fueron muchas veces superadas por la ac­ción de dirigencias clasistas y más combativas. Algunos sectores de la burguesía contribuyeron con acciones especulativas, desabastecimiento de productos, ventas en negro y sobreprecios. Carente de liderazgo y con el frente interno fracturado, el gobierno de la viuda de Perón se mostró impotente para recomponer los acuerdos sociales. En­frentó también la mayor inflación que se había registrado hasta entonces: más del 300% en 1975, motivada, entre otras cosas, por una devaluación del 100% decidida por el entonces ministro de economía Celestino Rodrigo. Las movilizaciones populares recrudecieron en particular por el cuestionamiento que plantearon los dirigentes sindicales hacia las políti­cas del gobierno. Pero también se vieron empujadas por la pérdida de poder adquisitivo de los salarios: las medidas macroeconómicas habían licuado las mejoras salariales obtenidas en negociaciones con el gobierno. El mie­do de los sectores dominantes ante el conflicto social hizo el resto. Las Fuerzas Armadas derrocaron al gobierno el 24 marzo de 1976 e instauraron una de las más sangrientas dictaduras que recuerda la historia argentina. La gran revolución socialista nacional pasó a convertirse en recuerdo.