2 de febrero de 2022

Ecosocialismo y democracia participativa

En la asamblea llevada a cabo en febrero de 2021, los integrantes del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) -portavoz del medio ambiente dentro de la Organización de las Naciones Unidas (ONU)- emitieron un informe en el que advirtieron que la humanidad está incumpliendo sus compromisos de protección medioambiental y alertaron sobre una triple crisis: calentamiento global, pérdida de biodiversidad y contaminación ambiental. Las conclusiones de dicho informe son muy negativas: la expansión económica ha traído una prosperidad desigual a una población mundial en rápido crecimiento y, como resultado de este proceso, 1.300 millones de personas viven en la pobreza mientras que la extracción de recursos naturales ha alcanzado niveles dañinos al punto de crear una emergencia planetaria.
A pesar de la disminución temporal de las emisiones debido a la pandemia, el planeta se dirige a un aumento de la temperatura global de al menos 3° C en este siglo. Más de un millón de las aproximadamente ocho millones de especies de plantas y animales que existen corren un riesgo de extinción sustancialmente elevado, mientras que las enfermedades causadas por la contaminación matan cada año a unas nueve millones de personas. La degradación ambiental está impidiendo el progreso hacia la erradicación de la pobreza y el hambre, la reducción de las desigualdades y la promoción del crecimiento económico sostenible.
En un artículo publicado en la revista “El viejo topo” en noviembre de 2020, Michael Löwy (1938) pedía una transformación cualitativa del desarrollo. “Esto supone -decía el destacado sociólogo y antropólogo franco-brasileño- poner fin al monstruoso despilfarro de recursos, propio del capitalismo, basado en la producción a gran escala de productos inútiles y/o dañinos: la industria de armamentos es un buen ejemplo, pero gran parte de los bienes producidos en el capitalismo, con su obsolescencia intrínseca, no tienen otra utilidad que generar beneficios para las grandes empresas”. Añadía más adelante: “El problema no es el consumo excesivo en abstracto sino el tipo de consumo que prevalece, basado como está en la adquisición ostentativa, los desperdicios masivos, la alienación mercantil, la acumulación obsesiva de bienes y la compra compulsiva de supuestas novedades impuestas por la moda. Una sociedad de nuevo tipo orientaría la producción a la satisfacción de las verdaderas necesidades, empezando por las que podrían calificarse de bíblicas -agua, alimentos, ropa, viviendas-, pero incluyendo asimismo los servicios básicos: salud, educación, transporte, cultura”.
También explicaba: “¿Cómo distinguir lo auténtico de las necesidades artificiales, ficticias (creadas artificialmente) e improvisadas? Estas últimas se inducen a través de la manipulación mental, es decir, la publicidad. El sistema publicitario ha invadido todas las esferas de la vida humana en las sociedades capitalistas modernas: no sólo los alimentos y la ropa, sino también el deporte, la cultura, la religión y la política se configuran de conformidad con sus reglas. Ha invadido nuestras calles, buzones, pantallas de televisión, periódicos y paisajes de una manera permanente, agresiva e insidiosa, y contribuye decisivamente a la creación de hábitos de consumo ostentativo y compulsivo. Además, malgasta cantidades enormes de petróleo, electricidad, tiempo de trabajo, papel, productos químicos y otras materias primas -todo ello pagado por los consumidores- en un sector productivo que no sólo es inútil desde un punto de vista humano, sino que está directamente en contradicción con las necesidades sociales reales”.
Ya en agosto de 2007 Löwy, coautor del Manifiesto Ecosocialista Internacional junto al psiquiatra estadounidense Joel Kovel (1936-2018), publicó un extenso artículo en la “Revista de América” sobre la planificación ecológica en un sistema socialista y democrático. Para el crecimiento exponencial de los ataques al medio ambiente con su implícita amenaza de romper el equilibrio ecológico, apuntó a un escenario catastrófico que pone en peligro la misma supervivencia de la especie humana.
Sabido es que, ante esta tremenda crisis de la civilización, han comenzado a surgir novedosas ideas que intentan proporcionar una alternativa basada en los argumentos básicos del movimiento ecologista y en la crítica de la economía política con fundamentos basados en la filosofía del materialismo histórico. Esta síntesis dialéctica -a la que se denomina Socialismo Ecológico- intentada por un amplio espectro de economistas y sociólogos de la talla de James O' Connor (1930-2017), Joel Kovel (1936-2018) y John Bellamy Foster (1953) entre otros, se opone al progreso destructivo del capitalismo a la vez que defiende una economía fundada en un criterio no-monetario y extra-económico, en las necesidades sociales y en el equilibrio ecológico. El objetivo del Socialismo Ecológico es -según Löwy- crear una nueva sociedad que planifique y defina democráticamente las metas de inversión y producción, basadas en la racionalidad ecológica, la igualdad social y el predominio del valor de uso, y cuyos medios de producción sean de propiedad pública, cooperativa y comunitaria, de modo tal que se genere una nueva estructura tecnológica de las fuerzas productivas.
Para los socialistas ecológicos, el problema con las corrientes de la ecología política -representadas en su mayoría por los Partidos Verdes- es que éstas no toman en cuenta la contradicción intrínseca existente entre la dinámica capitalista de expansión ilimitada del capital y la acumulación de ganancias por un lado, y la preservación del medio ambiente por el otro. La lógica del crecimiento insaciable se construye dentro de la naturaleza misma del sistema porque cada corporación actúa racionalmente buscando aumentar al máximo su propio interés tomando decisiones individualmente racionales, pero el resultado es que la suma de esas decisiones racionales en lo individual, son masivamente irracionales y catastróficas.
Por su parte, las tendencias dominantes de la izquierda durante el siglo XX (la socialdemocracia europea y el “socialismo real” soviético), no hicieron más que aceptar el modelo existente de las fuerzas productivas. Mientras la primera se limitó a retocar la versión del sistema capitalista de producción, el segundo desarrolló otra colectivista y estatal, pero ninguna de las dos se ocupó de los problemas medioambientales. Los propios Karl Marx (1818-1883) y Friedrich  Engels (1820-1895), a pesar de aseverar que el socialismo iba a permitir el desarrollo de las fuerzas productivas más allá de los límites impuestos por el sistema capitalista y que la apropiación social de las mismas se pondría al servicio de los trabajadores, fueron indiferentes a las consecuencias destructivas del medio ambiente propiciadas por el modo capitalista de producción. En varios escritos afirmaron que el objetivo del socialismo no era producir cada vez más artículos, sino dar tiempo libre a los seres humanos para desarrollar totalmente sus potencialidades, apartando la idea de que la expansión ilimitada de la producción es un fin en sí mismo.
La experiencia de la Unión Soviética resultó ilustrativa en cuanto a las consecuencias de la apropiación colectivista del aparato productivo capitalista. Si bien durante los primeros años posteriores a la Revolución de Octubre se desarrolló tibiamente una corriente ecológica y se tomaron algunas medidas proteccionistas muy limitadas, con el subsiguiente proceso de burocratización estalinista se impusieron con métodos totalitarios las tendencias productivistas, tanto en la industria como en la agricultura, mientras los ecologistas eran marginados o eliminados. Si el cambio en las formas de propiedad de los medios de producción no es seguido por una dirección democrática y una reorganización del sistema productivo sólo puede concluir en un punto muerto. Ya en la década de 1930 el filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940) hizo una crítica de la ideología productivista del progreso y de la idea de una explotación socialista de la naturaleza tal como la promovida por el estalinismo en la Unión Soviética.
“Los socialistas -aconseja Löwy- deberían inspirarse en los comentarios de Marx sobre la Comuna de París cuando dijo que los obreros no podían tomar posesión del aparato estatal capitalista y ponerlo a funcionar a su servicio, sino que tenían que desmontarlo y reemplazarlo por una forma de poder político radicalmente diferente, democrático y no estatista”. El mismo concepto se puede aplicar al aparato productivo ya que, por su naturaleza, por su estructura, no es neutral porque está al servicio de la acumulación del capital y a la expansión ilimitada del mercado, por lo que se contradice con las necesidades de la protección del medio ambiente y con la salud de la población.
Este aparato productivo, por consiguiente, debe ser transformado radicalmente hasta el punto que, inclusive, algunas ramas de producción sean discontinuadas (las centrales nucleares, ciertos métodos masivos e industriales de pesca, el proceso destructivo de los bosques tropicales, etc.). Las fuerzas productivas deben ser transformadas profundamente, empezando con una revolución en el sistema de energía, con el reemplazo de las fuentes actuales -esencialmente fósiles, responsables de la contaminación y el envenenamiento del ambiente- por fuerzas de energía renovables como el agua, el viento y el sol.
Por supuesto, muchos logros científicos y tecnológicos de la modernidad son valiosos, pero el conjunto del sistema productivo debe transformarse a través de una planificación democrática de la economía que tome en cuenta la preservación del equilibrio ecológico. En este contexto, el problema de la energía es decisivo: la energía generada a partir del petróleo y el carbón es la responsable de gran parte de la polución del planeta, así como del desastroso cambio climático. La energía nuclear, por su parte, constituye una falsa alternativa, no sólo por el peligro de nuevos desastres del tipo Chernobyl, sino también porque nadie sabe qué hacer con las miles de toneladas de desperdicios radiactivos que serán tóxicos por centenares, miles y en algunos casos hasta millones de años.
La energía solar -que nunca despertó mucho interés en las sociedades capitalistas- debería ser objeto de una intensa investigación para lograr su desarrollo y posterior utilización en un sistema energético alternativo. “Sectores enteros del sistema productivo serán suprimidos o reestructurados -explica Löwy-, mientras los nuevos tendrán que ser desarrollados bajo la condición necesaria del pleno empleo para toda la fuerza de trabajo, en condiciones igualitarias de trabajo y sueldo. Esta condición es esencial, no sólo porque es un requisito de justicia social, sino para asegurar que los obreros apoyen el proceso de una transformación estructural de las fuerzas productivas”.
Este proceso es imposible sin el control público sobre los medios de producción y sobre la planificación, es decir, sobre las decisiones públicas en la inversión y el cambio tecnológico que deben llevarse a cabo en los bancos y las empresas para servir al bien común social. El sociólogo norteamericano Richard Smith (1950) dice en “The engine of eco collapse” (El motor del colapso ecológico, 2005): “Si el capitalismo no puede ser reformado para subordinar la búsqueda de ganancias a la supervivencia humana, ¿qué alternativa existe para moverse a una cierta clase de economía nacional y globalmente planificada? Problemas como el cambio climático requieren de una 'mano visible' de planificación directa. Nuestros líderes capitalistas corporativos no pueden ayudarse, no tienen otra alternativa que la de equivocarse de manera sistemática, irracional y finalmente -dada la tecnología que utilizan- con decisiones globales suicidas sobre la economía y el entorno natural”.
En “Das Kapital” (El Capital), Marx definió al socialismo como una sociedad en la que “los productores asociados organizan racionalmente su intercambio con la naturaleza”. En otro tramo de su obra aclaraba que el socialismo se concibe como “una asociación de seres humanos libres que trabajan en común los medios de producción”. “Esta segunda lectura -opina Löwy- es mucho más apropiada: la organización racional de la producción y el consumo tiene que ser no sólo tarea de los productores sino también de los consumidores; de hecho, de la sociedad entera, con su población productiva e improductiva, que incluye a los estudiantes, los jóvenes, las amas de casa, los pensionados, etc.”.
Siguiendo la idea del economista alemán Ernest Mandel (1923-1995) en este sentido, la sociedad entera -y no una pequeña oligarquía de propietarios ni una élite de burócratas- podrá elegir, democráticamente, qué líneas productivas serán privilegiadas y cuántos recursos serán invertidos en la educación, la salud o la cultura. Los precios de los bienes no quedarían a expensas de las leyes de la oferta y la demanda sino, en cierta medida, serían determinados de acuerdo a las elecciones sociales y políticas así como al criterio ecológico, imponiendo impuestos en ciertos productos y subvencionando los precios de otros. A medida que este proceso vaya evolucionando, cada vez más se distribuirían los productos y los servicios libres de cargas impositivas, de acuerdo a la voluntad de los ciudadanos.
Para el sociólogo alemán Max Weber (1864-1920), lejos de ser despótica en sí misma, “la planificación es el ejercicio, por parte de una sociedad entera, de su propia libertad: libertad de decisión y liberación de las alienadas y cosificadas leyes económicas del sistema capitalista, las cuales determinan la vida y la muerte de los individuos, así como su encierro en la ‘jaula de hierro’ económica”. La planificación y la reducción del tiempo de trabajo son los dos pasos decisivos de la humanidad hacia lo que Marx llamó “el reino de libertad”. El incremento significativo del tiempo libre es una condición necesaria para la participación de los trabajadores en la discusión democrática y la administración de la economía y de la sociedad.
La concepción socialista de la planificación consiste en la democratización radical de la economía, ya que, así como las decisiones políticas no son dejadas en manos de una pequeña élite de gobernantes, tampoco la esfera económica escapa a ese sistema. Obviamente, durante las primeras fases de una nueva sociedad, los mercados tendrían todavía un lugar importante porque la transición requiere la primacía de la planificación sobre el mercado, pero no la supresión de las variables del mercado. Para el economista argentino Claudio Katz (1954), “la combinación entre ambas debe adaptarse a cada caso y a cada país”. Sin embargo -sostiene en “El porvenir del Socialismo” (2004)- “el objetivo del proceso socialista no es guardar un equilibrio inalterado entre el plan y el mercado, sino promover una desaparición progresiva de la posición del mercado”.
En “Herr Eugen Dührings umwälzung der wissenschaft” (La revolución de la ciencia del Sr. Eugen Dühring), más conocido simplemente como “Anti Dühring” (1878), Engels ya había insistido en que una sociedad socialista “tendrá que establecer el plan de producción atendiendo a los medios de producción, entre los cuales se encuentran señaladamente las fuerzas de trabajo. El plan quedará finalmente determinado por la comparación de los efectos útiles de los diversos objetos de uso entre ellos y las cantidades de trabajo necesarias para su producción”. Para Löwy, mientras que en el capitalismo el valor de uso es sólo un medio y, a menudo, un truco al servicio del valor de cambio y la ganancia -lo que explica por qué tantos productos en la sociedad actual son sustancialmente inútiles-, en una economía socialista planificada el valor de uso es el único criterio para la producción de bienes y servicios, considerando las consecuencias económicas, sociales y ecológicas a largo plazo”. De esta manera, tal como observó el antes mencionado académico norteamericano Joel Kovel en “The enemy of nature” (El enemigo de la naturaleza, 2004): “El perfeccionamiento de los valores de uso y la restructuración correspondiente de necesidades se vuelve el regulador social de la tecnología en lugar de, como bajo el sistema capitalista de producción, la conversión de tiempo en plusvalor y dinero”.
Las propuestas del ecosocialismo, por supuesto, han puesto nerviosas a las grandes corporaciones que manejan la economía mundial, las que, aprovechando su poder sobre gran parte de los medios de comunicación masivos, a raíz de la pandemia de la Covid-19 han hecho ganar terreno con fuerza una aberrante falsedad: no se puede luchar contra el cambio climático porque hay que elegir entre cuidar el planeta y cuidar la economía. Más absurda es la explicación dada por el ex senador republicano de Estados Unidos -dos veces presidente de la Comisión de Medio Ambiente y Obras Públicas del Senado- Jim Inhofe (1934) en su libro "The greatest hoax: how the global warming conspiracy threatens your future” (La más grande de las mentiras: cómo la conspiración del calentamiento global amenaza su futuro).
En él, partiendo de un párrafo del “Génesis”, primer libro del Antiguo Testamento de la “Biblia”, aquel que dice que “mientras la tierra permanezca, habrá tiempo de siembra y cosecha, frío y calor, invierno y verano, día y noche”, se atrevió a afirmar: “Dios está todavía allí arriba. La arrogancia de la gente que piensa que nosotros, los seres humanos, podríamos cambiar el clima me resulta indignante”. Existe un consenso científico abrumador de que el calentamiento global está mayoritariamente causado por el ser humano: el 97% de los científicos especialistas en la materia han llegado a esa conclusión. Sería interesante saber qué piensa Dios al respecto.