14 de agosto de 2008

Alfred Hitchcock: "Cuan­to más sencillo y hogareño sea el suspenso, más auténtico resulta el peligro"

El director cinematográfico inglés Alfred Hitch­cock (1899-1980), famoso como narrador de histo­rias de suspenso, se hizo célebre en todo el mundo con películas como "Strangers on a train" (Extraños en un tren), "Rear window" (La ventana indiscreta), "Psycho" (Psicosis) y "The birds" (los pájaros). Verdadero maestro de cineastas, Hitchcock conmocionó también a varias generaciones de espectadores con tramas perfectas de crí­menes imperfectos en su programa televisivo "Alfred Hitchcock presents". Irónico y bromista, Hitchcock explicó en esta entevista concedida al famoso periodista Pete Martin publi­cada en "The Saturday Evening Post" el 27 de julio de 1957, la clave de su mayor secreto: mantener al público atado a la butaca du­rante noventa minutos.Según me han contado, ha tenido usted que pasar por el quirófano más de una vez. Ha debido de ser una auténtica conmoción sufrir una operación tras otra...

Un médico de Nueva York me dijo en una ocasión que pertenezco al tipo adrenalínico. Al parecer, eso significa que soy todo tronco y que mis piernas son poco más que vestigiales. Aun así, dado que no soy corredor de fondo ni bailarín, y que lo que me interesa de mi cuerpo se encuentra de la cintura para arriba, no puedo decir que me preocupe demasiado.

¿Quién es el autor de esa caricatura suya que sale en la televisión? La que está hecha con dos o tres trazos que gradualmente se convierten en su cara.

La dibujé yo mismo. Comencé a esbozarla hace años, cuando era director artístico. Salvo por un deta­lle, ha experimentado pocos cambios desde entonces. En mis tiempos tenía más pelo. Y los tres que tenía eran ondulados.

Es curioso lo que ocurre con los televidentes. Se habrá dado cuenta de que una de las cosas que más parece impresionarlos de usted es que cuando aparece en pantalla, les dirige una mirada desdeñosa. Pero aún más que su arrogancia, parece fascinarles su falta de respeto por el patrocinador del programa.

Recuerde el viejo dicho: "Que hablen de uno aunque sea mal". Sospe­cho que a los patrocinadores les gusta que no me muestre obsequioso, aunque al prin­cipio les costara habituarse a ello y se sintieran ofendidos por algunos de mis comentarios menos respetuosos. En cuan­to se dieron cuenta, tras echar un vistazo a sus cifras de ventas, de la repercusión comer­cial de mi menosprecio, dejaron de cuestionar mis ironías. El humor que quiero emplear en la televisión es el mis­mo que utilicé en la pe­lícula "The trouble with Harry". Harry era un cadáver que cons­tituía un incordio para los que estaban vivos. La embarazosa pregunta "¿Qué vamos a hacer con Harry?" se plantea­ba una y otra vez. A mucha gente la idea le resultó siniestramente divertida, así que me dije a mí mismo que si la falta de respeto por un difunto era graciosa, también debería serlo la falta de respeto hacia un patrocina­dor vivo.

¿Qué criterio utiliza para elegir las historias para el programa de televisión?

Cuando selecciono historias para mi programa televisivo, intento que sean tan sustanciosas como estén dispuestos a tole­rar el anunciante y la cadena de televisión. Intento compensar toda propensión hacia lo macabro por medio del humor. Se trata de un tipo de humor típicamente londinen­se. Es la clase de humor inglés que hace chistes como el del hombre al que llevan a la horca para colgarlo. El hombre mira hacia la trampilla de la horca, sólidamente construida, y pregunta alarmado: "Oigan, ¿estará eso seguro?". Otro ejemplo de la misma cuerda, es una anécdota que cuentan acerca de Charles Coborn. El actor asistía duran­te la guerra al funeral de otro actor llamado Harry Tate, muerto al ser alcanzado por la metralla de un proyec­til antiaéreo. El viejo Charles era tan ancia­no que ya se había re­tirado de la profesión y, mientras bajaban el ataúd al interior de la tumba, un joven se le acercó y le preguntó: "¿Qué edad tienes, Charlie?". "Ochenta y nueve", respondió Co­born. "Entonces casi no vale la pena que vuelvas acasa", dijo el joven. Voy acontarle otra historia. Dos cria­das que habían salido a pasar su día libre en un parque de diversiones se encontra­ban en una caseta contemplando a un hombre que entretenía al público arran­cando la cabeza a mordiscos a ratas y pollos vivos. Una de ellas no pudo resis­tir la tentación de hacer un comentario jocoso y exclamó a gritos: "¿No le apete­cería acompañarlo con un poco de pan?".

Tengo entendido que su padre era criador de pollos.

Así es. Hay quien dice que la ocupa­ción de mi padre es la causa de que no me gusten los huevos. Para mí, no hay en el mundo olor más repulsivo que el que des­prenden los huevos cocidos. Pero el trabajo de mi padre no tiene nada que ver con mi reacción. Los huevos me parecen tan repugnantes que siempre que puedo los introduzco en mis películas negativamente con el único fin de cubrirlos de la infamia que merecen. Por ejemplo, en "To catch a thief" hice que una mujer apagara la colilla de su cigarrillo en una yema de huevo. En "Shadow of a doubt", hay un momento en el que deseaba que un hombre se sintiera conmocionado por algo que decía alguien. Su cuchillo se dirigía hacia un huevo frito y, en el momento mismo en que escuchaba el comentario, éste perforaba la yema, e inmediatamente su viscoso color amarillo se extendía por todo el plato. En mi opinión resultaba mucho más eficaz que ver manar la sangre.

¿Porqué le interesa tanto el crimen?

La gente no hace más que preguntar­me por qué me interesa tanto el crimen. Sólo me importa en la medida en que afecta a mi profesión. Me aterrorizan los policías. Les tengo tanto miedo que, en 1939, cuan­do llegué por primera vez a los Estados Unidos, me negué a conducir por miedo a que me detuvieran y me multasen. La mera idea de exponerme a semejante situación me horrorizaba. No soporto el suspenso.

¿No lo soporta?

Lo que quiero decir es que me resulta insoportable cuando me afecta a mí. La gente me decía que tal vez pudiera superar el miedo a la policía abriendo la puerta de mi subconsciente tras la que se ocultaba una psicosis adquirida durante la niñez. Recordé que siendo un mocoso, mi padre me envió un día al comisario local con una nota. Este la leyó, se echó a reír y me encerró en una celda durante un par de minutos diciendo: "Para que veas lo que les pasa a los niños malos". Esa era la idea que mi padre tenía de cómo darme una lección. Todo el mundo dijo: "¡Por supuesto! Por eso es por lo que temes a la policía". Desgraciadamente, el hecho de sacar el incidente a la luz no ha servido para aliviar mis temores. Los polis siguen poniéndome la piel de gallina.

¿Qué es el suspenso para usted?

Nunca he buscado el típico suspenso en puertas que rechinan. Me re­sulta más interesante un asesinato come­tido junto a un arroyo cantarín a plena luz del sol que el cometido en una calle­juela oscura y hedionda alfombrada de basura, desperdicios y gatos muertos. Mi héroe es siempre un hombre corriente al que le ocurren cosas asombrosas, y no al revés. Por esa misma razón hago que los malos sean encantadores y educados. Es un error pensar que todo delincuente que aparezca en pantalla debe hacer muecas de desprecio, atusarse un bigote negro o darle patadas en el estómago a los perros. Algunos de los asesinos más famosos de la historia de la criminología -hombres para los que el arsénico era un recurso tan repugnantemente compasivo que agredían a las mujeres con instrumentos contundentes- tenían que comportarse como auténticos caballeros para conse­guir relacionarse con aquellas a las que pretendían asesinar. Lo verdaderamente aterrador de los malvados es su atractivo superficial, su apariencia amistosa. No hace mucho escribí un artículo para" The New York Times Sunday Magazine" en el que describía el atractivo de un asesinato real en comparación con el de uno ficticio. Una vez más hice hincapié en que parte de la fascinación que ejerce el criminal auténtico reside en el hecho de que, en la vida real, la mayoría de los asesinos son gente corriente, educada, incluso encantadora. He oído a la gente quejarse de que un asesinato de verdad carece de misterio. No creo que sea un inconveniente. El suspenso es infinita­mente más poderoso que el misterio, y tener que leer entera la narración de un asesinato ficticio para enterarme de lo que ha pasado me irrita. Nunca he recurrido a la técnica de las novelas policiales, dado que tiene mucho de impostura, lo que desvirtúa y diluye el suspenso. Es posible alcanzar un nivel de tensión casi insoportable en una película aunque el público sepa en todo momento quién es el asesino y esté deseando gritarle al resto de los persona­jes que participan en la trama "¡Ojo con ése! ¡Es un asesino!". Ahí sí que existe auténtica expectación y un deseo irresis­tible de saber qué va a suceder, en vez de un grupo de personajes desplegados en una especie de partida de ajedrez huma­na. Por ese motivo creo que es bueno poner al espectador al corriente de los hechos lo antes posible.

¿Cómo resolvería la posible explo­sión de una bomba en una de sus histo­rias?

El secreto está en decirle al especta­dor dónde está la bomba, pero no permi­tir que los personajes de la historia lo sepan. Imagine, por ejemplo, que usted y yo estamos aquí sentados charlando. No tenemos por qué estar hablando sobre ningún tema trascendente, pero si los espectadores saben que hay una bomba a punto de explotar bajo mi mesa, la ten­sión les resultará insoportable. Por otra parte, si no le contamos al público nada de la bomba que hace tictac bajo mi mesa y ésta explota y nos hace fosfatina, lo único que sentirá es una fuerte impre­sión. Y lo que es peor, no será más que un susto de un segundo en lugar de sesenta a noventa minutos de ansiosa expectación y respi­ración contenida.

Una de las cosas que más nervioso me ponen de las que usted hace es incor­porar en ocasiones algún mecanismo, como un simple cesto o una caja, que se va abriendo lentamente mientras espe­ro comiéndome las uñas sentado en el borde de mi asiento a que surja el horror que oculta. Entonces aparece algo tan peligroso como un gatito negro. Ha he­cho que me prepare para una catástrofe inminente, y resulta que ocurre algo inofensivo.

Mediante una ocultación inteligen­te es posible conseguir que el público atribuya contenidos devastadores a las cosas más inofensivas. Aunque hay que tener cuidado de no defraudarlo por completo. Los especta­dores reaccionan con un gratificante es­calofrío ante cosas que no resultan tan malas como esperaban, pero sólo si al final se les hiela la sangre en las venas. En caso contrario se sentirán decepcio­nados y saldrán del cine pensando que eres un maldito tramposo.

He notado que en algunos de sus programas de media hora en televisión permite que el público llegue a sus pro­pias conclusiones. Es una técnica nueva para mí.

Es todo un desafío rodar treinta y nueve programas al año, cada uno con un giro inesperado al final. Así que a veces dejamos que uste­des aporten uno de su propia cosecha, basado, por supuesto, en lo que acaban de ver y de oír.

Tengo entendido que está usted pre­parando algo diferente en televisión, aunque no estoy muy seguro de qué se trata.

Voy a rodar diez programas de una hora de duración. En ellos dispondré de más tiempo para desarrollar los persona­jes de las historias. Una de las primeras será un relato de Cornell Woolrich, "Three o'clock". Trata de un hombre que fabrica una bomba casera porque sospecha que su mujer tiene un amante y ha decidido matarlos a ambos, aunque hacerlo su­ponga volar su propia casa. Nada más poner en marcha el mecanismo de relo­jería de la bomba, irrumpen dos ladrones en la casa. Lo atan de pies y manos y lo bajan al sótano mientras roban la vivien­da. Después se marchan. Él se queda desamparado, oyendo el tictac de su bomba activada y en una situación total­mente imprevista. De hecho, duda mu­cho que le resulte posible salir de ella.

¿Y bien?

Si cree que le voy a contar lo que ocurre al final está usted muy equivoca­do. Le sugiero que sintoni­ce su aparato en otoño y lo descubra por sí mismo.

¿Tiene algún condicionamiento para realizar su trabajo?

Nunca he pensado que mis películas fueran productos comerciales. No obstante, normalmente he tenido que enfrentarme a la firme insistencia por parte de los responsables de que la historia terminase bien. En esta comunidad si uno no concluye las pelí­culas con un final feliz, incurre en un pecado imperdonable, se convierte en lo que en Hollywood llaman "un aguafies­tas". Si bien en círculos cinematográfi­cos se niega que el espectador medio tenga una inteligencia equivalente a la de un quinceañero, y aunque se dé por supuesto que la televisión es sólo para retrasados mentales, la verdad es que a los que hacemos películas para televi­sión se nos permite indistintamente ter­minar o no las historias con un final feliz. Así, a pesar de las quejas de algu­nos guionistas televisivos, disponemos de más libertad en la televisión que en el cine. Quizás esto sólo demuestre que la gente está dispuesta a aceptar un tipo de entretenimiento más maduro cuando no tiene que pagar por él y que cuando paga por ver una película ha comprado el derecho a salir satisfecha.

¿Inscribiría usted a sus películas en el género melodramático?

En más de una ocasión me han co­mentado que si filmase "La Cenicienta", los espectadores se dedicarían a buscar un cadáver en la carroza en forma de calabaza. No les falta razón, pero mi obra no es esencial­mente melodramática. Aunque en una ocasión probé a hacer una comedia de mala estrella con Carole Lombard, no tiene sentido negar que estoy totalmente encasillado. Si mis películas no produje­ran estremecimientos, el público se sen­tiría profundamente defraudado.

¿Recuerda a Robert Vogeler? Era aquel hombre de nego­cios norteamericano que fue misteriosamente secuestrado en un viaje entre Budapest y Viena. Desapa­reció como si se lo hubiese traga­do la tierra. Apareció en una prisión tras la cortina de hierro y finalmente fue liberado. Cuando leí su historia, pensé: "¿Cómo puede Alfred Hitchcock seguir haciendo cine si ahora suceden en la vida real cosas que antes sólo ocurrían en sus películas?".

Efectivamente es un proble­ma. No soy capaz de imaginar un episodio más es­calofriante que el vuelo de Rudolf Hess a Escocia durante la Segun­da Guerra Mundial. Lo gracioso del asunto es que si hubiese in­cluido eso en una película antes de que tuviese lugar, nadie lo habría creído. Tan es así que la gente que lleva una vida arriesga­da y repleta de improbables aven­turas empieza a copiar los recur­sos que empleo en mis películas.

¿A qué se refiere?

A casos como el de "Foreign correspondant". En esa película un hombre muere asesinado de un disparo realizado con una pistola oculta en una cámara fotográfica. En mi historia un fotógrafo aborda a un diplomático en la escalinata de un gran edificio y le dice: "Un momento, por favor". A continua­ción le apunta con la cámara y le dispara. Me impresionó mucho saber que un año más tarde había ocurrido lo mismo en Teherán. Al principio pensé que había sugerido un "modus operandi" para come­ter un asesinato real. Pero comprendí que no había sido más que una coincidencia. No obstante, he de tener cuidado para que la presión de la competitividad en la vida real no me haga ir demasiado lejos en mis películas a la hora de idear situaciones sorprendentes. La clave para que el sus­penso funcione es su credibilidad. Cuan­to más sencillo y hogareño sea, más auténtico resulta el peligro.

¿Leyó el comen­tario que Ernest Havermann, de "Theater Arts", ha escrito acerca de usted?: "Prácticamente cualquier director es capaz de rodar una buena película épica de carácter histórico o de llevar a la pantalla una obra de éxito en Broadway; pero tomar una sencilla idea para un melodrama y darle un trata­miento capaz de mantener al espec­tador medio muerto de miedo y, a la vez, a punto de caerse del asiento de risa es algo muy diferente".

El secreto está en el modo en que se articula la historia. En mi caso, cada fragmento y situación de la obra han de estar planeados y decididos antes de empezar el rodaje. A veces planifico más de seiscientas posi­ciones para la cámara antes de que ésta comience a rodar. Si intentase improvi­sar una estructura para la trama sobre la marcha, no lograría los efectos ni las reacciones que deseo conseguir.

Debe desperdiciar poca película y tiempo.

Prácticamente no sobra ni un metro de película rodada. Se ha dicho que mis historias están tan firmemente tramadas que todo depende de todo lo demás, y que si alguna vez hiciese un cambio sobre la marcha sería como tirar del hilo suelto de un pulóver. Es muy cierto.

¿Es uno de sus problemas dar una explicación a todo lo que ocurre en sus historias, al caos y los criminales? En otras palabras, ¿no deben andar tras algo los malos?

Eso es lo que yo llamo el McGuffin. La trampa, el truco, la parte más excitante. Es una historia de espionaje, el McGuffin es aquello que persiguen los espías. En "The 39 steps", los espías buscan los planos del motor de un avión. Lo curioso es que el McGuffin nunca tiene demasiada importancia. Aunque faltaba todavía un año para lo de Hiroshima, dije: "Hagamos que sean unas muestras de uranio". Tenía el presentimiento de que, en alguna parte, algún espía de algún país debía andar tras una bomba ató­mica, o tras la información nece­saria para fabricarla. Fui con Ben Hecht, el autor del guión cinema­tográfico, a visitar al doctor Mi­llikan al Instituto Tecnológico de California para averiguar algo que, para nosotros, era una pre­gunta natural y nada sorprendente: ¿Qué tamaño tiene una bomba atómica? A Millikan casi se le desencaja la mandíbula. "¿Quie­ren que nos detengan?", balbu­ceó. Sin embargo, después reco­bró la compostura y dedicó toda una hora a explicarnos hasta qué punto era imposible fabricar una bomba atómica. Nosotros no lo sabíamos, pero el proyecto Manhattan estaba ya en marcha y el doctor Millikan era parte esencial del engranaje. Debió de experimentar una extraña sensación cuando le formulamos aquella pregunta, pero hizo lo posible por mantener en secreto sus conocimien­tos explicándonos lo ridícula que resulta­ba nuestra idea. No obstante, cuando nos marchábamos le dije a Hecht: "De todos modos pienso seguir adelante con el McGuffin del uranio". Hicimos una pelí­cula que recaudó siete millones. En la actualidad recaudaría dos o tres veces más.

¿Puede aclarar el origen del término McGuffin?

Utilizo el McGuffin para referir­me a los papeles, las joyas, o lo que quiera que busquen los espías. Es mi propia adaptación de la palabra. El término procede de un chiste de "music hall". Van dos hombres en un tren y uno de ellos le dice al otro: "¿Qué es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza?". El otro le contesta: "Ah, eso es un McGuffin". El primero insiste: "¿Qué es un McGuffin?", y su compañero de viaje le responde: "Un McGuffin es un aparato para cazar leones en los Adirondacks". "Pero si en los Adirondacks no hay leones", le espeta el primer hombre. "En­tonces eso de ahí no es un McGuffin".

Tiene usted la reputación de gustarle hacer bromas pesadas.

Eso es algo que he dejado atrás, aunque aún me divierto. A veces, cuando un ascensor va lleno de gente me vuelvo hacia alguien que va con­migo y le digo: "Por supuesto, no sabía que el arma estuviera cargada, pero cuando se me disparó le hizo un gran boquete en el cuello. Le voló un trozo de carne y dejó al descubierto un montón de ligamentos blancos. Noté humedad en los pies. Resulta que es­taba en medio de un gran charco de sangre". Todo el mundo se pone rígido. Entonces salgo del ascensor y les dejo allí plantados. En una ocasión una mujer imploró al ascensorista: "Déjeme salir de aquí, por favor", y se bajó. En otra oca­sión le dije a un joven actor que se mostraba muy nervioso ante la cámara: "No entiendo a qué viene tanto desaso­siego. Lo único que depende de esta interpretación es su carrera". Sabrá disculparme, pero llego con quince minutos de retraso a las pruebas de cámara de varias actrices que estoy considerando para mi próxima película. Resulta que la chica que había elegido para el papel tenía un compromiso previo con un pájaro que tiene la nariz aún más larga que yo... la cigüeña.