12 de agosto de 2008

Conversaciones (III). Jorge Luis Borges - Juan José Saer. Sobre novelas y política

En la noche del 15 de junio de 1968, Jorge Luis Borges (1899-1986) dio en la ciudad de Santa Fé una conferencia sobre el "Ulises" de James Joyce (1882-1941). Unas horas antes se reunió con el escritor santafecino Juan José Saer (1937-2005) -quien estaba a punto de radicarse definitivamente en París- para charlar sobre literatura y política. El memorable diálogo se reprodujo veinte años después en la revista "Crisis" nº 63 de agosto de 1988.


J.J.S.: Ha dicho que lee pocas novelas y que sólo un sentido del deber lo lleva hasta su última página.

J.L.B.: Yo he sido un devoto de Baudelaire. Podría citar indefinida y casi infinitamente "Las flores del mal". Y luego me he apartado de él porque he sen­tido -quizá mi ascendencia protestante tenga al­go que ver- que era un escritor que me hacía mal, que era un escritor muy preocupado de su destino personal, de su ventura o desventura per­sonal. Y esa es la razón de que yo me aparte de la novela. Creo que los lectores de novelas tienden a identificarse con los protagonistas y finalmente se ven a sí mismos como héroes de novela. En una novela es muy importante que el héroe sea amado, que ame sin ser amado, que su amor sea corres­pondido... y quizá si suprimiéramos esas circuns­tancias, desaparecería buena parte de las buenas novelas del mundo. Y creo que para vivir -no di­ré con felicidad porque eso es bastante difícil- si­no con cierta serenidad, conviene pensar lo menos posible en las circunstancias personales. Y en el caso de Baudelaire -como en el de Poe, su maestro- son escritores que realmente perjudican; en el sentido en que el lector tiende a parecerse a ellos, a verse como personaje patético. Y no creo que convenga verse como personaje patético. Lo que convendría en la vida -desde luego yo no lo he logrado del todo- es verse más bien... bueno, como decía Pitágoras, como un personaje lateral ¿no?, como un espectador. Y no creo que la lectu­ra de "Las flores del mal", de las poesías de Poe o, en general, los poetas y novelistas románticos, pueda ayudarnos en ese sentido. Creo en lo que decía Stevenson: un escritor gana poco, puede no ser célebre -generalmente no lo es- pero tiene el privilegio de influir en muchas personas. Y yo rato de influir de un modo que sea benéfico.

J.J.S.: ¿Esto puede entroncar con aquellos pri­meros ensayos suyos acerca de la literatura de la felicidad? ¿Se acuerda del ensayo sobre Fray Luis de León?

J.L.B.: La verdad es que la literatura de la felicidad es muy rara.

J.J.S.: Exactamente esa es la tesis de aquellos ensayos.

J.L.B.: Tanto que una de las razones de mi admira­ción a Jorge Guillen es que él es un poeta de la felicidad. Cuando escribe, por ejemplo, "todo en el ave es pájaro"... Realmente, la felicidad se canta en el sentido de "todo tiempo pasado fue mejor". En cambio, una de las virtudes de Whalt Whitman es que se siente a veces una felicidad presente, aunque haya quizás una insistencia un poco sos­pechosa, se ve que él se impuso el deber de ser fe­liz. Pero creo que es mejor imponerse el deber de ser feliz que imponerse el deber de ser desdicha­do o interesante ¿no?, y digno de lástima, porque me parece muy triste que le tengan lástima a uno ¿no?... aunque uno la merezca.

J.J.S.: Entonces, ese rechazo hacia Poe y Bau­delaire podría ser...

J.L.B.: Dictado por un prejuicio, por un afán ético. Y posiblemente de origen protestante ¿no? Usted ha visto que en los países protestantes es muy im­portante la ética. Entre nosotros se entiende que alguien es o no un caballero, pero en general aquí no se discuten escrúpulos éticos. Desde ya, no creo que sean moralmente superiores en los Esta­dos Unidos, pero creo que al mismo tiempo lo pri­mero que alguien se pregunta sobre algo es si es éticamente justificable. Desde luego, esta pregun­ta puede llevar a un sofisma o a justificaciones in­teresadas, pero no importa, es lo primero que sur­ge en una discusión cualquiera ¿no?

J.J.S.: Pero eso no tiene nada que ver con el valor estético de las obras. Usted cree que Baudelaire es un gran poeta y Poe un gran na­rrador...

J.L.B.: Desde luego. Aunque yo creo que para sen­tir la grandeza de Poe uno tiene que recordarlo. Es decir que uno tiene que verlo en conjunto. Que es un poco lo que ocurre con Lugones. Si uno piensa en toda su obra, es un gran escritor. Pero si uno lo considera página por página o -peor aún- línea por línea, uno encuentra muchas mediocridades. Pero quizá lo más importante en la obra de un es­critor es la imagen final que él deja.

J.J.S.: ¿Y de Dostoievsky, Borges? ¿Cuál es la imagen que usted tiene?

J.L.B.: Yo lo creí alguna vez el único. Y releí mu­chas veces "Crimen y castigo" y "Los poseídos". Luego, en medio de mi entusiasmo, comprendí que me costaba mucho distinguir un personaje de otro. Que todos se parecían bastante a Dos­toievsky y que eran personas que parecían gozar en la desventura ¿no?, y eso me desagradó. Enton­ces dejé de leerlo y no me sentí desmejorado por esa ausencia.

J.J.S.: ¿Y no habrá allí, de su parte, una elec­ción inconsciente acerca de lo que debe ser la tarea de un escritor en el momento en que es­cribe? Es decir que en este país...

J.L.B.: No. No. Yo creo que hay otra cosa, que no comprendí entonces y que comprendo ahora. Y es que de los diversos sabores de la literatura, el sa­bor que yo siento más profundamente es el sabor épico. Cuando pienso en el cinematógrafo, por ejemplo, instintivamente pienso en algún "western". Cuando pienso en la poesía, pienso en mo­mentos épicos: ahora estoy estudiando la antigua poesía de los sajones. Lo que más me conmueve es lo épico. Hay una frasede Lugones -una frase que yo daría mucho por haberla escrito, pero la he leído, lo cual también es una virtud ¿no?- que dice un personaje de una novela bastante medio­cre, "La guerra gaucha", dice: "... y lloró de glo­ria". Yo siento eso muy profundamente. Cuando yo he llorado por un motivo estético ha sido no porque me refirieran una desventura, sino por es­tar ante una frase que significara coraje. Claro, puede influir también una ascendencia militar, el hecho de sentir nostalgia de esa vida que me ha si­do prohibida, y eso quizá sea típico de los hom­bres de letras, el pensar que otro estilo de vida es superior al que les tocó en suerte; y posiblemente, ese sabor épico no lo sienten los héroes de la epo­peya sino los escritores ¿no?

J.J.S.: Pero esa apoteosis del coraje que hay en sus obras -y usted lo dijo en otros mo­mentos- ¿no es más bien un sentimiento es­tético? Quiero decir que detrás de la violencia y el coraje hay un caos humano y un dolor muy terribles...

J.L.B.: Sí, creo que hay eso y que, además, lo épico está en el hecho de que un hombre, por una causa cualquiera -no importa si es justa o injusta porque a la larga todas las causas son justas o injustas- se olvide de su destino personal.

J.J.S.: Borges, hay un artículo suyo, "El arte na­rrativo y la magia", en el cual...

J.L.B.: Lo recuerdo muy vagamente.

J.J.S.: Yo también en este momento, pero su tesis es que...

J.L.B.: Ah, sí. Ya sé. La tesis de ese artículo es que, de igual modo que la magia ejecuta actos que influyen en la realidad, así en el arte narrativo hay circunstancias más o menos imperceptibles que luego prefiguran lo que sucede después ¿no?

J.J.S.: Sí. Y hay una teoría acerca del nomina­lismo y el realismo.

J.L.B.: Yo no recuerdo eso. Usted recuerda mi obra mejor que yo.

J.J.S.: Creo que es uno de los artículos más in­teresantes que usted ha escrito, Borges, o por lo menos de los que a mí más me gustan.

J.L.B.: Yo recuerdo muy vagamente esa nota. Que­ría decir que lo que sucede en una obra narrativa tiene que estar preparado. Y entonces, esas cir­cunstancias vendrían a ser como pequeñas operaciones mágicas ¿no? Creo que así era...

J.J.S.: ¿Usted no recuerda que habla de una traducción de Chaucer sobre un asesinato, en la que se habla de clavar un cuchillo, y hace un análisis de un modo indirecto de expresión que Chaucer traduce de una manera más di­recta...?

J.L.B.: No. Ahora recuerdo. Yo digo que hay un momento en el que se pasó de la alegoría a la no­vela. Es decir, del realismo al nominalismo. Y que si quisiéramos fijar una fecha, deberíamos buscar­la en aquel momento en el que Chaucer traduce esa línea que dice "con los hierros ocultos, las traiciones" como "el que sonríe con el cuchillo bajo la capa". Y que podríamos fijar ese momento ideal -desde luego- como el momento en que se pasa de la alegoría, en que lo real son las ficciones, a la novela, en que lo real es, por ejemplo, no el asesinato o el crimen, sino Raskolnikov.

J.J.S.: Claro. Yo quería empezar por ahí para referirme a la estructura de la novela, de la no­vela moderna sobre todo. Usted que es un gran traductor de Faulkner, que conoce tan a fondo el "Ulises" de Joyce, Proust y toda la na­rrativa moderna...

J.L.B.: Yo creo poder plagiar -o deber plagiar- a Shaw, cuando dijo de O'Neill que no había nada nuevo en él salvo sus novedades. Creo que en el caso de Faulkner -y quizás en el caso de Proust, aunque yo hablo con más respeto de él que de Faulkner, respetándolos a los dos- esos artificios acabarán por cansar. Creo que volveremos a: "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...". Y creo además que un jo­ven escritor debiera empezar por la sencillez y no por la complejidad.

J.J.S.: ¿No piensa que esto se parece un poco a aquello que decía Valéry, acerca de que Baudelaire decidió ser clásico porque debía oponerse a un romanticismo anterior? Es de­cir, que todas estas innovaciones son necesa­rias para que después aparezca un nuevo cla­sicismo en la novela, que hay una dialéctica interna -valga la expresión- de la historia de la literatura...

J.L.B.: Bueno, pero llevando esto a una "reductio de absurdum", significaría que Faulkner, Virgina Woolf y Proust estarían sacrificándose para que haya escritores mejores... No, estoy bromeando, lo que usted quiere decir es que este proceso es necesario, que es un poco como una suerte de flu­jo y reflujo y que no podemos sustraemos a él y que -desde luego- pueden ejercerse con mayor o menor felicidad. Por ejemplo, Virginia Woolf en "Orlando" lo hizo muy bien y en otros libros lo hizo con menor felicidad. Y en cuanto a Faulkner, creo que llegó a perderse en sus propios laberin­tos. Hay una novela suya en la que, para mayor mortificación del lector, hay dos personajes con el mismo nombre, por ejemplo...

J.J.S.: En "Luz de agosto".

J.L.B.: Bueno, yo no recuerdo porque no penetré muy profundamente en ese laberinto ya que me desagradó ¿no?

J.J.S.: Uno de los personajes se llama Lucas Banch y el otro Byron Burch. Y hay con ellos una confusión. Pero tiene que ver con la tra­ma de la novela.

J.L.B.: Una vez me propusieron hacer un film con mi cuento "La muerte y la brújula". Y ahí, misteriosamente, el asesino y el asesinado se confunden hasta en los nombres, porque uno se llama Roth y el otro Scharlach, rojo y escarlata; así que yo pensé que si llevábamos eso al cinematógrafo, convenía que un actor hiciera los dos papeles, pa­ra que se notara que en cierto modo había no sólo un asesinato sino un suicidio ¿no?

J.J.S.: Además, en "La espera", Alejandro Villari tiene el mismo nombre de su asesino.

J.L.B.: Es cierto. Pero ahora ya espero portarme bien y no jugar más con esas cosas.

J.J.S.: Pero esos juegos tiene algún sentido ¿verdad?

J.L.B.: Sí. Y en todo caso, yo no los hice "pour épater les bourgois". Además, el burgués ha sido "epatado" tantas veces que ya bosteza cuando quieren asombrarlo. Está curado de espanto, para usar una buena frase española.

J.J.S.: Me parece, Borges, que en toda su obra hay líneas o tendencias expuestas discursiva­mente y que el objetivismo francés ha desa­rrollado. Que usted ha planteado problemas que ellos han desarrollado después en sus no­velas a un nivel estructural.

J.L.B.: Bueno, vamos a suponer que haya algo nuevo en mi obra ¿no? Vamos a admitir eso como una hipótesis. En general, cuando un escritor llega a cierto punto piensa que ha llegado al último término. Y cuando otros desarrollan ese término, él se indigna ¿no? Porque piensa que él ha llegado ya a ese límite. Recuerdo el caso de Xul Solar, pintor muy audaz a quien le indignaba todo lo que ahora llamamos arte abstracto, porque le parecía que él había llevado eso hasta donde podía llevar­se. De modo que si yo desapruebo lo que se hace ahora, quiere decir que he dado un paso, siquiera mínimo. Y que me enoja que otros vayan más allá. Pero ese es un proceso que no depende de mi voluntad. Han ocurrido cosas raras con mis libros: yo estaba en Texas y una chica me preguntó si al escribir el poema "El Golem" yo había ensayado una variación sobre el cuento "Las ruinas circula­res", escrito mucho antes. Yo reflexioné un mo­mento, le agradecí su observación y le dije que nunca había pensado en eso, pero que realmente el cuento y el poema eran en esencia el mismo.

J.J.S.: Uno de los libros de crítica más intere­santes que se han escrito sobre su obra es el de Ana María Barrenechea. ¿Qué piensa us­ted?

J.L.B.: Sí, ha sido traducido al inglés con el título de "El hacedor de laberintos" o "El arquitecto de laberintos". Creo que es un libro muy estimable. Yo no lo he leído porque el tema me interesa poco ¿no? Me siento muy incómodo cuando leo algo sobre mí. Pero creo que es el mejor libro; en todo caso fue juzgado digno de una traducción y me ha ayudado muchísimo.

J.J.S.: En ese libro, Borges, Ana María Barre­nechea, en la parte final, alude al debatido problema de su posición política.

J.L.B.: Bueno, creo que es muy sencilla. Yo me he afiliado al Partido Conservador. He explicado que ser conservador, en la República Argentina, es una forma de escepticismo. Y que es equidistar del comunismo y del fascismo, es un partido me­dio. Creo que las épocas en las que han predomi­nado los conservadores corresponden a épocas de dignidad y, por qué no decirlo, de prosperidad. Yo era radical. Pero era radical por una razón que me avergüenza confesar: porque un abuelo mío, Isi­doro Acevedo, era íntimo amigo de Leandro Alem. Yo no creo que esas razones de tipo genealógico tengan valor. Entonces, unos días antes de las últimas elecciones, yo fui a hablar con Hardoy y le dije que quería afiliarme al Partido Conserva­dor. Y él me dijo: "Pero usted está completa­mente loco, vamos a perder las elecciones". En­tonces yo hice una frase, así, sonriendo. Le dije: "A un caballero sólo le interesan las causas per­didas". Y él me contestó: "Bueno, si busca una causa perdida no dé un paso más, aquí está". Y me recibió con los brazos abiertos. A lo mejor es­toy hablando con cierta frivolidad de cosas muy importantes. Pero creo que las opiniones de un es­critor son lo menos importante que tiene. Las opi­niones en general son poco importantes. Una opi­nión, o pertenecer a un partido político o lo que se llama "literatura comprometida", pueden llevar­nos a obras admirables, mediocres o deleznables. No es tan fácil la literatura. No depende de nues­tras opiniones, es algo que no se hace con las opi­niones. Creo que la literatura es mucho más pro­funda que nuestras opiniones, que éstas pueden cambiar y nuestra literatura no ser distinta por eso ¿no?

J.J.S.: Usted lo dijo muchas veces respecto de Kipling.

J.L.B.: Es cierto. El dijo que a un escritor le está permitido urdir una fábula, pero no le está permitido saber cuál es la moraleja. De eso se encarga­rán otros después. Y él lo dijo con cierta tristeza, porque él había sido un escritor comprometido, había dedicado su obra a la difusión o a la justificación del imperio inglés y -al final de su vida- comprendió que había hecho otra cosa, que había escrito algunos poemas y cuentos admirables y que el propósito político posiblemente había fracasado.

J.J.S.: En cuanto a usted, Borges, parece comprensible que su actitud ante el peronismo sea verdaderamente hostil.

J.L.B.: Creo que la palabra hostil es un poco débil. Yo siento repugnancia. Y creo poder decir lo mismo de un lejano pariente mío, llamado Juan Manuel de Rosas, un personaje abominable. Pero, en fin...

J.J.S.: Sin embargo, leyendo en "El hacedor", se descubre un pequeño relato, casi un poema en prosa, "El simulacro" ¿lo recuerda?

J.L.B.: Sí, eso se lo oí contar a un señor en Corrientes y a otro en Resistencia. Y como esas personas no estaban políticamente de acuerdo, supongo que el hecho era real. Pero si ese cuento es una defensa del peronismo, entonces -para usar una frase no muy original- me cortaría la mano con la que lo he escrito.

J.J.S.: No, yo no creo que ese cuento sea una defensa del peronismo. Pero es una explicación muy sensible de circunstancias particulares y de un episodio que estaban sucediendo en el país. Porque el cuento termina con una frase que para mí es muy significativa. Dice: "el crédulo amor de los arrabales...".

J.L.B.: Sí, es cierto. Pero no creo que el crédulo amor de los arrabales justifique la complicidad del centro. Creo que es otra cosa. Yo puedo respetar el crédulo amor de los arrabales, pero no tengo por qué respetar a un señor que se hizo peronista porque le convenía y además hacía continuamente bromas sobre Perón para que no creyeran que era un imbécil.

J.J.S.: Lo curioso es que el cuento logra dar una imagen real del peronismo, sin ningún ti­po de hostilidad, y rescata cosas que en el pe­ronismo eran verdaderamente positivas.

J.L.B.: Bueno, lo siento mucho, pero si he escrito el cuento, quién soy yo para interpretarlo. Pero nunca había pensado en eso. Al escribirlo pensé que era una anécdota muy curiosa y que además era cierta, y que en el caso de que no hubiera sido cierta merecería ser inventada ¿no? Pero, habiendo tantos temas en el mundo ¿por qué hablamos de política, que es el tema que menos domino y en el cual me dejo llevar por pasiones? Y que yo veo, además, como un problema ético. Usted ha visto que yo tengo una preocupación ética. Cuando estuvimos hablando sobre Baudelaire, Dostoievsky, Poe...

J.J.S.: Lo que pasa, Borges, es que interesa su pensamiento por su obra, que tiene gran im­portancia.

J.L.B.: Bueno, pero si tiene esa importancia no creo tener mayor derecho a elucidarla. El escritor debe ser esencialmente inocente y espontáneo, de modo que lo que yo diga sobre mi obra tiene me­nos valor que lo que diga Ana María Barrenechea o cualquiera. Yo he escrito mis cuentos una sola vez. Ustedes los han leído muchas. Son más de ustedes que míos. Yo he tratado de que mis opiniones no intervengan en mi obra. De modo que cuando me dicen que estoy encerrado en una torre de marfil, digo que esa imagen tomada del ajedrez es falsa, puesto que nadie ha tenido ninguna duda sobre lo que yo he pensado. Pero no creo que lo que yo piense en materia política o en materia re­ligiosa -lo cual es mucho más importante- in­fluye en lo que escribo. Alguien me dijo alguna vez que yo creía que la historia es cíclica, porque en cierto cuento mío hay formas que se repiten. Pero lo que yo he hecho es aprovechar las posibilidades estéticas de la doctrina de los ciclos. Pero eso no quiere decir que yo crea en ella, ni que des­crea tampoco. Yo soy ante todo un hombre de le­tras que basándose en inquietudes propias ha tra­tado de aprovechar las posibilidades literarias de la filosofía, de la metafísica y de las matemáticas, pero desde luego no tengo ninguna autoridad para hablar como filósofo, ni como hombre de ciencia, ni como matemático.

J.J.S.: Pero su obra tiene una importancia fun­damental, Borges...

J.L.B.: No, no, no creo. Yo me he propuesto distra­er y quizás inquietar. Pero creo que la gente se va a cansar muy pronto de lo que yo he escrito.

J.J.S.: Sin embargo, admita que es un paso de­cisivo para consolidar un lenguaje que -entre otras cosas- no sea un lenguaje costum­brista.

J.L.B.: Ah, bueno, eso sí. Pero yo, precisamente, he llegado a eso cometiendo todos los errores po­sibles. Cuando empecé a escribir yo quería ser un clásico español humanista, del siglo XVII. Luego adquirí un diccionario de argentinismos. Y me propuse ser un escritor criollo. Y acumulé tantas palabras criollas que yo mismo ya no me entendía sin recurrir al diccionario que luego presté para no ceder a la tentación. Y creo que ahora escribo, di­gamos... como un argentino normal, escribo nor­malmente en argentino. Es decir, ni trato de ser español porque eso sería disfrazarme, ni trato de ser argentino porque eso también sería disfrazar­me. Creo haber llegado a escribir con cierta ino­cencia. No creo en el costumbrismo, ni tampoco en el lunfardo que es una ficción literaria asaz po­bre ¿no? Una convención literaria, mejor dicho. Ultimamente he escrito milongas y me he cuidado mucho de no intercalar ninguna palabra del lun­fardo, porque me he dado cuenta de que si cedía a esa tentación se falseaba todo, ya se vería al escri­tor con su diccionario, tratando de ser orillero... y yo creo que el orillero está más bien en la entonación.