17 de agosto de 2008

Marlon Brando: "Nadie me ha dicho cómo hacer lo que hago"

A mediados de los años 70, Marlon Brando (1924-2004) era probablemente uno de los personajes más difíciles de ser entrevistado. El actor desconfiaba de la prensa así como de todo lo que estuviera vinculado con Hollywood. Sin embargo, le gustaba leer la revista "Rolllng Stone". Fue así que aceptó una nota con uno de sus redactores, Chris Hodenfield, mientras filmaba una película de vaqueros -"The Missouri breaks"- en las desérticas llanuras de Montana. La entrevista apareció en el ejemplar de mayo de 1976 de la edición norteamericana.Generalmente usted elude con sumo cuidado cualquier referencia al cine. ¿Detesta el tema?

No. El cine... es extra­ño. La gente compra una entrada. Esa entrada es su puerta a una fantasía que tú creas para ellos. La tierra de la fantasía, eso es todo, y tú das vida a sus fantasías. Fantasías de amor, de odio o de lo que sea. La gente quiere cada vez más y más fantasías. La gente que se masturba lo hace, como mucho, con cuatro o cinco fantasías. Por norma general. A la mayoría de la gente le gusta la misma comida y la misma clase de mú­sica, le gusta el mismo tipo de fantasía sexual durante un tiempo y ésta después puede cambiar. Como ocurre con los niños. ¿Quién era? Bruce Lee. Ese es el héroe. Después creces y dejas atrás tu época Bruce Lee, o tu época Picasso azul, y entras en otra época. Pero los niños, como no tienen po­der, como no tienen representación, como dependen tanto de nosotros, en lo único que piensan es en el poder. En los dino­saurios o el Pato Donald, porque se sien­ten muy indefensos, porque no tienen otra salida que la fantasía. Porque sólo son así de altos. Y eso es el cine. Nada más que una prolongación de la infancia donde todo el mundo quiere ser más libre, todos quieren ser poderosos, todos quieren ser tan irresistiblemente atracti­vos que no se pueda aguantar. O todo el mundo quiere tener camaradería y ser comprendido.

¿Eso es el cine?

A la gente le encanta oír cuentos, les encanta oír canciones de cuna. Los gus­tos cambian, pero la función no. A menudo se hacen cosas creativas o positivas por razones totalmente irrelevantes. Surgen de la vanidad, o de la ansiedad o el miedo. Hay un libro escrito por Joseph Campbell. Al igual que a Jung, le fascinaban los símbolos. Estudia al héroe de manera psicoanalítica. El libro se titula "Hero with a thousand faces" (Héroe con mil caras), pero lo que tiene mil caras es el mal. No es broma. La gente está aborre­gada. Harían cualquier jodida cosa. Cual­quiera. Me refiero a que lo que uno cree es la suma total de todo lo que ha leído o visto. Nadie me ha dicho cómo hacer lo que hago, es sólo que... algo me ha influido. James Joyce o Schopenhauer o mi tía Minnie. Pero todo el mundo busca al hombre del caballo blanco, todos van en busca de alguien que les cuente la Verdad. Así que uno lee a Lao Tsé, o lee a Konrad Lorenz, no sé a quién más, a Melville, a Kenneth Patchen, a alguien que no le parezca un engañador. Alguien que ten­ga los ojos de un santo y las percepciones de un espíritu. Van a decirnos cuál es el camino, van a mostrárnoslo. La verdad es que nunca lo hacen y nosotros vamos por ahí como burdas imitaciones de toda esa gente que nos ha influido. Lo que tú estás haciendo ahora, por ejemplo, ju­gar con los anteojos y mirarme. Sacudes la cabeza en momentos en los que no has planeado hacerlo. Y parpadear y sonreír, mover la cabeza. ¿Te das cuenta? Todas esas co­sas no las has planeado. No sabes qué vas a hacer a continuación. Ahora mismo, el mero hecho de que yo lo haya menciona­do produce toda una serie de movimien­tos en tu cara. Porque te ha asustado. Nadie piensa en el miedo, y uno lo lleva siempre consigo sin saberlo. No saben que cuando hacen algo así es que están asustados. Hablas con alguien y te aguan­ta la mirada tal vez hasta contar doce y entonces simplemente tendrán que dejarlo. No pueden soportar el contacto ocular. Mirarán a cualquier otro lado... y de tanto en tanto echarán una miradita sólo para que todo parezca normal. Pero no pueden soportarlo. Sólo ellos lo saben, a menos que uno sea experto en interpretar los gestos. Shakespeare dijo algo muy intere­sante. No se repite demasiado a menudo: "No existe arte alguno que descubra en el rostro lo que pasa por la mente". Se refería a que existe el arte de la poesía, la música o la danza, la arquitectura o la pintura, o lo que sea. Pero descifrar el pensamiento de la gente en su cara, especialmente en su cara, es un arte y no se reconoce como arte.

Se dedica a almacenar recuerdos.

Bueno, todos somos grandes com­putadoras. Es inevitable almacenar co­sas, y sin motivo alguno. Justo en medio de una conversación, vas y empiezas a pensar en una azada de mango corto. No tendrá relación con nada, excepto con algo que, en tus sueños, tiene que ver con un teléfono de plástico. ¿Por qué estaría yo pensando en un teléfono de plástico?

Me dio la impresión de que para "Last tango in Paris" (El últi­mo tango en París) desenterró sus propios recuerdos. ¿Eran dolorosos?

No, porque después de un tiempo, actuar se convierte en algo técnico. Me ponía cosas en los ojos para conseguir lágrimas. Hacía los ruidos correctos, los sonidos del sollozo. Ah, antes lo hacía de verdad. Pero es demasiado abrumador. Por ejemplo, ahora ni siquiera me aprendo los diálogos. No me los aprendo por una razón muy concreta, pero... ¿Ves? No sabías que en ese momento ibas a mirar hacia abajo. No lo has planeado; lo has hecho y ya está. Y a menudo, si uno se sabe los diálogos, suena como "Mary-tenía-un-corderito-su-lana-era-blanca-como-la nieve". Y la gente lo intuye, sabe inconscientemente que has planeado la frase. Y sabe, por ejemplo, que cuando te vas a marchar y das, digamos, cinco pasos hacia la puerta y te detienes... sabe que te vas a volver y vas a decir: "¿Por qué no se lo preguntaste a Edith? Lo encontrarás en la caja de zapatos". Y que después saldrás por la puerta. ¡Pero ya te han ganado la jodida escena! De modo que siguen masticando sus palomitas. Siempre tienes que estar por delante del público, o el público se te adelanta.

Aun así, "El último tango..." parecía algo más que mera técnica.

No, cuando... Uno frunce el rostro, pone los labios tensos, los ojos entrece­rrados, so­lloza y sus hombros se estremecen... ¿Lo ves? Haces eso y listo. Parece que lloras como un desesperado. Haces que tu cara se ponga alegre o iracunda. Cuesta demasiado caro vivir cada emo­ción que representas. Sensiblemente, cuesta demasiado caro. Si te las puedes apañar con la técnica, nadie nota la diferencia. Te lo aseguro.

Supongo que no. Los detalles de "El último tango..." ¿son autobiográficos?

Bueno, Bertolucci tenía ideas ab­surdas. Lo que quería hacer era algo así como fundir la imagen del actor, del que interpretaba, con el personaje. Así que tomó unos cuantos detalles. Tocar los tambores, no sé... Tahití... de for­ma que el hombre está realmente con­tando la historia de su vida. No sé para qué carajo lo quiso así. Me dijo: "Dame algunos recuerdos de tu juven­tud". Aquello me hizo pensar en ordeñar una cabra, en las borracheras de mi madre, y cosas así. Respondió: "Maravi­lloso, maravilloso".

A varios amigos míos les turbó porque los recuerdos eran demasiado atroces. No lo veían a usted representando ese papel. Era demasiado real.

No tanto como parece. Yo nunca haría, nunca... Uno traza cierta línea... Quiero decir que en la época en que tenía que ponerme a tono emocionalmente, pensaba en cosas muy personales, pero nunca las exploté en una película. Total, por un maldito cheque que aparecía al final de la semana. O por un director. El quería dar esa impresión, así que... No creo que Bertolucci supiese de qué iba la película. Y yo tampoco sabía de qué iba. ¡Fue por ahí diciéndole a todo el mundo que trataba de su pija! Me mira un día y me dice, sabes... algo así: "Tú eres la personificación, o la reencarnación... tú eres... el símbolo de mi pija". ¿Qué carajo querría decir?

Sólo ha diri­gido una vez, un western titulado "One eyed Jacks" (El rostro impenetrable). ¿Le han quedado ganas de repetir ese trabajo?

Ya lo hice una vez. Hace cagar. Te matas tra­bajando. Eres el primero en levantarte por la mañana... Mira, rodamos aquello a la carrera, ¿sabes? Corriges el diálogo so­bre la marcha, improvisas, y tu cerebro enloquece.

Me imagino que usted escribió el guión.

Sí. Pero, por supuesto, es mejor im­provisarlo. A menos que ruedes un Eugene O'Neill. Eso no lo puedes improvi­sar. Puedes hacérselo a Tennessee Williams, a alguien que sepa escribir algo. Pero una película como aquélla, con seis tipos como aquéllos, es como una vieja puta en un campamento de leñadores que ha sido cogida tantas veces que ya ni ve.

¿Tiene que improvisar mucho?

Bueno, depende de lo que estés haciendo. Si es una escena cumbre, tie­nes que darte energías. Pero no hace falta que te mates. Cuando empecé, fue una pe­lícula titulada, ah... "The men" (Hombres). Y llegué allí hacia las seis y media y para las nueve y media, cuando ya estaban listos para rodar, yo ya me había quedado sin energías.

¿Se había concentrado demasiado?

Sí, en el camarín. Estaba listo para salir. Tenía música y poesía, todo para trans­portarme a otra esfera. Así que salí seco como un hueso. Si repites una escena muchas veces, acabas seco. A menos que te pongas a tono muy despacito. Y luego te das un porrazo en la toma 13. Todo depende del direc­tor: si va por ahí con el problema técnico no tiene sentido concentrarse. Porque sabes que no va a grabar nada hasta la séptima toma, lo único que hace es ensa­yar. El problema es que cuando tú inter­pretas un diálogo, el director está inter­pretando otro y el guionista otro más. Cada uno tiene su propia idea. Por eso es mejor saber con quién te juegas los cuar­tos. Muchos directores quieren saberlo todo. Algunos directores no quieren sa­ber nada. Algunos esperan que tú se lo des todo.

John Huston, que lo dirigió en "Reflections in a golden eye" (Reflejos en un ojo dorado), se supone que era un hombre que lo entendía.

Ah, es cierto. Sí. Te da unos ocho metros. Se pone en segundo plano. Escu­cha. Algunos tipos escuchan, algunos son auditivos; otros tipos son visuales. Otros son ambas cosas. El es de los auditivos y nota, por el tono de tu voz, si estás en el papel o no. Pero no se mete mucho. Los que dan la lata son los imbéciles sin talento; creen ser el joven e incomprendido Eisenstein u Orson Welles o alguien así. Y te enteras jodidamente bien de que cuando dicen "grabando" te están dando por el culo. Con esos tipos es duro trabajar. Con Chaplin tenías que cargarte de paciencia.

Chaplin lo dirigió en "A countess from Hong Kong (La condesa de Hong Kong)...

Chaplin tiene tanto talento que tie­nes que aguantarte. En primer lugar, él es la comedia personificada. Es un ge­nio, un genio del cine. Un talento cómico sin igual. Ni te das cuenta de que está senil. Pero como persona es horrible. No me interesa nada. Repugnante y sádico y malvado... ¡Oh, Dios! Es como... Tienes que pararles los pies porque si no se te suben encima. Tienes que fre­narlos en seco. Pero has de separar esa vida personal de la vida artística. Una no tiene nada que ver con la otra. Igual que con los escritores o con cualquier cosa. No puedes pensar que la gente com­prensiva, o la gente perceptiva o sensi­ble, va a ser igualmente perceptiva o sensible en otras áreas de las relaciones humanas. Eso cae por su peso. El talento no tiene nada que ver, eso es todo. Hay algunos mierdas que son muy comprensivos y extremadamente talen­tosos y otros mierdas que no tienen ni pizca de talento. Hay buena gente en ambos lados.

Durante años ha estado haciendo todo tipo de películas y ahora tiene ofertas para cual­quier papel que haya, desde Aristóteles Onassis hasta Papá Hemingway. ¿Cuál es su actual ética de trabajo?

Construí una casita en Tahití. Hecha de madera, paja y palme­ras caídas. Eso me produjo un senti­miento de satisfacción enorme. Siempre que puedo intento hacer algo físico y sencillo. La ética del trabajo es algo extraño. Los tahitianos no darían por trabajar ni las tres novenas partes de dos trozos de mierda de lagarto. Es un planeta tan pequeño éste. Yo pensaba que las colinas de Afganistán, donde vivían los kurdos, estaban a años luz de aquí. Vas a las selvas interiores, donde están echando a los pigmeos. Lo mismo pasa con los masai, desperdi­gados por la frontera entre Uganda y Tanganika. Y Tanganika les dice, mi­ren, ya no pueden asomar más la pija por aquí.

Es decir, ¿dónde encuentra uno la esperanza?

En la isla hay una amplia oportuni­dad de demostrar que se puede hacer... juntar estas tecnologías... el viento y el metano y la energía solar. Quiero hacer­lo en mi propia casa y después hacer una peliculita sobre ello. Allí estoy desarrollando una peque­ña comunidad, para un hotel experimen­tal. Me he gastado una considerable cantidad de dinero en investigación y desarrollo. Inventé un molino de viento, pero la verdad es que producir viento es bastante difícil. Mi mujer y los niños están allí.