19 de febrero de 2009

Juan David Nasio: "Pido que todo ser huma­no trate de aprender a gestionar su angustia y su sufrimiento"

El psiquiatra argentino Juan David Nasio (1942) nació en Rosario y, una vez graduado en Medicina y espe­cializado en Psiquiatría en el ser­vicio del Hospital Evita de Lanús, se radicó en París. Allí, en 1969, se vinculó con Jacques Lacan (1901-1981), estudió con él, revisó la traducción de sus "Ecrits" (Escritos) y participó activamente en sus seminarios, hasta convertirse en uno de sus más prestigiosos discípulos. Con la médica pediatra y psicoanalista francesa Francoise Dolto (1908-1988), se especializó en psicoanálisis infantil. Lleva escritos más de cuarenta li­bros, entre ellos "Un psychanalyste sur le divan" (Un psicoanalista en el diván), "Le plaisir de lire Sigmund Freud" (El placer de la lectura de Sigmund Freud), "Le livre de la douleur et de l'amour" (El libro del dolor y el amor), "Cinq lecons sur la théorie de Jacques Lacan" (Cinco lecciones sobre la teoría de Jacques Lacan), "Enseignement de sept concepts cruciaux de la psychanalyse" (Enseñanza de siete conceptos cruciales del psicoanálisis), "Le silence en psychanalyse" (El silencio en el psicoanálisis), "Mon corps et ses images" (Mi cuerpo y sus imágenes), "L'Oedipe, le concept le plus crucial de la psychanalyse" (El Edipo. El concepto crucial del psicoanálisis) y "Les grands cas de psychose" (Los más famosos casos de psicosis). Nasio fue entrevistado en París por la corresponsal argentina María Laura Avignolo para la revista "Ñ" nº 67 del 8 de enero de 2005.Más allá de haber si­do nombrado Caballero de la Le­gión de Honor en 1999, fue nue­vamente condecorado días atrás por el gobierno francés con la Orden Nacional al Mérito, a instan­cias del primer ministro Jean Pierre Raffarin.

Eso me emociona, porque soy un trabajador. Trabajo mucho, mucho... Pienso que tie­ne que ver con la inmigración. Nosotros, los argentinos, como nuestros abuelos italianos, vas­cos, judíos, como todos aquellos que emigran, trabajan la tierra del país que los acoge. Yo digo siempre que cuando vengo al consultorio, vengo al tractor. Su­bo al tractor a las ocho menos cuarto de la mañana y le doy, todo el día con el tractor, tratando de traba­jar esta tierra. Cuando escribo li­bros, subo al tractor; cuando en­seño subo al tractor y la verdad es que termino queriéndolo.

Para un psicoanalista, que pre­cisa del discurso como herra­mienta, ¿no es problemático tra­bajar en otro idioma? ¿Cómo llegó a dominar el francés?

Ese es un secreto. Cuando lle­gué acá no sabía ni una palabra de francés. Hice lo que todo el mundo: estudié en la Alianza Francesa. Después, mi primer li­bro de estudios fueron los textos de Lacan. Si usted ve mi ejem­plar de los "Escritos" va a encontrar que están todas las palabras francesas traducidas en el margen, con lápiz, al español. Hice como Demóstenes, que era tartamudo y para aprender a hablar se ponía piedras en la boca. Con piedras en la boca llegó a ser el orador más extraordinario de Grecia en tiempos de Péneles. Yo me puse las piedras lacanianas en la boca para aprender a hablar y escribir francés. Pero no fue eso lo que más me enseñó, y aquí está el se­creto: me sentaba horas y horas a copiar a los grandes autores fran­ceses. Copiaba, como los monjes medievales que copiaban la Bi­blia. "Me tiene que entrar y así me va a entrar por todas partes", me decía, y copiaba, a veces cie­gamente -a veces sin entender el texto- a grandes autores como Chateaubriand, Victor Hugo, pa­ra que me entrara el francés por la mano, no sólo por los ojos. Después fui como un auto al que se le da cuerda y anda. Yo es­cribía en español en el '69 y desde el '70 ya nunca más en español, siempre en francés.

¿Sueña en francés?

Sí, claro, el francés tiene todos los matices, el vocabulario y la sintaxis para expresar bien una idea. Es muy difícil expresar al­gunas complejas ideas psicoanalíticas. Pero el español de la Argentina me da el ritmo, la música. Gano de todas partes.

¿Cómo llegó a relacionarse con Lacan?

Conocí su nombre en 1966, en una nota al pie de un libro de Louis Althusser. Me pre­gunté: "¿Cómo? ¿ Un marxista que lee a un señor llamado Lacan?". In­tenté conseguir sus textos y encontré un ejemplar de los "Escri­tos" de casualidad en una librería de la calle Corrientes. Empecé a leerlos con un amigo que sabía francés. Luego me conecté con Oscar Masotta, que también co­nocía a Lacan y me fui haciendo a la idea de que tenía que venir a Francia para estudiar con la fuen­te. Pedí una beca, vine aquí y lo fui a ver. El estaba muy emocio­nado de saber que un argentino había pedido una beca al gobierno francés para estudiar con él. Lacan era muy sensible a todos los honores y a todo lo que venía del gobierno. Así empezó la rela­ción. Luego, cuando tuve la oca­sión de corregir la traducción es­pañola de sus escritos, pude verlo muchísimas veces, ir a cenar jun­tos, ir a su casa de campo. Lo co­nocí muy de cerca siendo yo jovencito. Luego supervisé con La­can durante seis o siete años, entré a su escuela, hasta llegar al punto culminante de esa relación -una distinción mucho más grande que la Orden del Mérito- que fue el 14 de mayo de 1979, cuando Lacan me dijo: "Nasio, mañana usted hace mi seminario". Y tuve que reemplazarlo frente a un auditorio de ochocientas personas. Fue un día extraordinario.

¿Era irascible, como dicen?

Lacan era un hombre muy cor­dial, muy afable, muy abierto. Pe­ro delante de él uno siempre tenía la impresión de una distan­cia. El siempre imponía esa dis­tancia típicamente francesa -los franceses guardan algo dentro, un jardín secreto que, yo diría, ni ellos mismos saben que lo tienen- y cuando uno lo miraba a Lacan en los ojos podía sentirlo abierto, cordial, pero había algo que no era transparente, que quedaba opaco e inaccesible. La­can tenía esa dimensión de lo inaccesible. A la vez, siempre es­tuvo seguro de su inteligencia, era inclusive arrogante y podía tener un tono despectivo con cier­tas personas. Salvo con las muje­res; con todas las mujeres era un caballero, muy atento y seductor.

¿Tenía mal carácter?

Si, tenía muy mal carácter, era muy sensible a que la gente no entendiera lo que él decía. Se ofendía. O se enojaba a veces porque lo copiaban: era muy sen­sible al plagio. No tanto al plagio de sus alumnos, porque noso­tros, jóvenes y principiantes, co­piábamos todo, retomábamos lo que él había dicho y tratábamos de decirlo de otra manera. Eso no le molestaba. Pero lo enojaba que lo plagiaran sus enemigos.

Habló de la herencia de Lacan. ¿Cómo compatibiliza sus en­señanzas con los aportes clíni­cos de Francoise Dolto?

Son dos maestros muy diferen­tes. Dolto era una mujer vital, franca. Ella también guardaba su jardín secreto pero probablemen­te la relación con los chicos la obligaba a estar más cerca de la práctica, a ser menos reflexiva, si bien tenía una teoría muy acaba­da del psicoanálisis y lo que ella llamaba la imagen inconsciente del cuerpo. Ellos son mis maes­tros franceses, pero tuve grandes maestros argentinos de quienes guardo un recuerdo y una grati­tud extraordinarios, como Mau­ricio Goldenberg, quien dirigía el servicio de psiquiatría en el Hos­pital Evita, de Lanús, donde yo aprendí lo más importante. Estoy totalmente en deuda con ese hospital, del que guardo un gran re­cuerdo, y de maestros como Goldemberg, quien me enseñó la manera de escuchar, mirar y hablar­le al paciente, para pescar lo que no dice. Eso es esencial en mi trabajo actual, que consiste en un noventa por ciento en establecer un vínculo con el paciente. Eso me lo enseñó Goldenberg. Hoy ya tengo mi propio estilo; ya tengo cuarenta años de oficio desde que atendí a mi primer paciente en el diván. No me olvidaré nunca: era una mujer homosexual; la prime­ra sesión tuvo lugar el 12 de di­ciembre de 1964; yo tenía veinticinco años.

Habló del estilo. ¿Cómo se ad­quiere estilo en psicoanálisis?

En cuarenta años uno aprende a crearlo pero desde ya -a los jóve­nes que lean esto- en ninguna disciplina se puede tener estilo antes de por lo menos veinticinco años de carrera; es una impertinencia ha­blar de estilo antes. Yo puedo de­cir que en los cuarenta años adquirí es­tilo propio, transmisible, pero la base está en Goldenberg, en Va­lentín Barenblit, en Hernán Kesselman, quienes me enseñaron la base de la práctica clínica.

¿Cómo se interesó en el análi­sis de niños?

El análisis de niños es muy dife­rente y más difícil que el de un adulto. Para ser buen analista de niños, primero hay que ser un excelente analista de adultos. Porque el niño tiene una tal apertura ya sea con el cuerpo o con la mirada, que si uno no está atento puede dejarse llevar por esta apertura y esta familiaridad. Mu­chos, en lugar de analizar al niño, se ponen a jugar con él; y no hay que jugar: hay que estar muy concentrado y no dejarse llevar por esta docilidad, por esta facilidad con la que él natural­mente nos invita a acercarnos. El adulto tiene defensas, está armado, ha organizado su estructura de personalidad y para dejar en­trar, ya tiene listas las puertas del palacio. Con el niño uno está más desprevenido, por eso es más fácil equivocarse.

Hoy se dice que los chicos se deprimen. Hasta los bebés tie­nen que ir al psicoanalista. ¿Es una actitud o el triunfo del psi­coanálisis sobre el Prozac?

Esta pregunta me permite acla­rar las cosas. Aunque uno no lo crea, la depresión en el bebé, que se la llama la depresión del lac­tante, existe desde que tenemos consciencia de las enfermedades psiquiátricas infantiles, es decir desde hace cuarenta o cincuenta años. Se sabe que hay estados depresivos en el lactante y niños que tienen de­presiones en diferentes edades, sobre todo a los siete u ocho años. Pero esas depresiones no las "inventó" el psicoanálisis, aunque los psicoanalistas las han estudiado mejor.

¿Cuáles son los motivos de consulta más frecuentes en los chicos que recibe?

Cuando son bebés, el motivo más frecuente es la depresión del lactante. En chicos de dos o tres años, los motivos más frecuentes de consulta son la agresividad -chicos que muerden-, los accesos de cólera y sobre todo los miedos nocturnos y lo que llama­mos las neurosis infantiles fóbicas. En chicos ya mayores, de sie­te u ocho años, las consultas sue­len ser por problemas escolares y lo que llamamos perturbaciones obsesionales compulsivas o neu­rosis obsesivas. Son lo chicos que se levantan de la cama, que no pueden dormir porque no está la puerta cerrada y van varias veces a asegurarse de que la puerta está cerrada o de que el vaso de agua esté puesto en la mesa exacta­mente en el rincón derecho y no en el centro; en fin... Otro motivo de consulta frecuente es la incontinencia urinaria. Ahora, en Francia, a diferencia de los Esta­dos Unidos, no se medica a los chicos. Aunque hay veces que, debo decirle, es necesario... El otro día recibí a un niño de diez años muy deprimido con ideas de sui­cidio y tuve que decirle a la ma­dre que pusiera una reja en la ventana y lo derivé a un colega psiquiatra. En Francia, somos muy reacios a dar medicación a los chicos, pero a veces se impone como una necesidad.

¿El psicoanálisis evoluciona? ¿Puede percibir cambios en su práctica?

Yo cambié mi práctica en varios planos, porque el psicoanálisis también cambia. El psicoanálisis son los psicoanalistas y sobre to­do los que han madurado desde hace unos cuarenta años; o sea que ha­blarle de mí es hablarle del psi­coanálisis. En primer lugar, cuando un psicoanalista trabaja tantos años, cambia: yo soy más pragmático, mucho más rápido. Antes no me daba cuenta inmediatamente de la problemática del paciente. Ahora voy a buscar­lo a la sala de espera y ya tengo el treinta por ciento del diagnóstico he­cho y a los diez minutos de entre­vista, el ochenta por ciento. A nivel de las escuelas psicoanalíticas, me siento orgulloso, contento con la evolución que he tenido. Si lee mis primeros libros, eran de un lacanismo... El lacanismo es un código, una actitud y un idioma; es un dialecto. Yo hablaba dialec­to lacaniano y todavía lo hablo perfecto, pero uno va avanzando y encuentra otros países, otras lenguas, otros dialectos y además está el que va forjando uno mis­mo. Hoy ya no utilizo el mismo dialecto lacaniano, trato de en­contrar un lenguaje abierto a otros. Para mí el cumpido más lindo es cuando me dicen: "Doctor Nassio, cuando lo escucho a usted me siento inteligente". Cuando lo iba a escuchar a Lacan, nos sentíamos completamente igno­rantes y brutos. Son dos estilos, los dos tienen cosas buenas y malas. Porque si la persona se siente inteligente después quizá no estudie más -puede ocurrir-pero espero que sea lo bastante inteligente como para darse cuenta de que si uno termina de leer a Freud -me permito hacer la comparación, con mucho res­peto- y se siente inteligente y se dice: "¡Pero qué fácil!", después, si uno es verdaderamente inteligen­te tiene que volver a Freud porque seguramente él nos hizo creer que todo era fácil y en reali­dad no lo es en absoluto. Yo intento hablar la lengua de todos y pienso -es mi regla- que cualquiera sea el tema del psicoanálisis, aún el más complejo, se puede trans­mitir en una lengua clara, distin­ta y sobre todo viva, vibrante.

Los analistas argentinos, que por densidad de población po­drían constituirse en atracción turística, son fieles a las escue­las o son flexibles?

Son mucho más flexibles, por­que lo flexible es lo propio de la experiencia. La experiencia es la historia de una peripecia -la de estar contento, desilusionarse, creer que no se va a salir más, volver a subir, volver a conquis­tar, volver a estar contento, volver a perder, volver a interrogarse, a dudar- que lo vuelve a uno más dúctil, elástico, más flexible, ma­leable y abierto. Si los psicoana­listas en la Argentina son tantos es probablemente por el deseo ávido de aprender. En la Argenti­na tenemos y tuvimos siempre una fuerza, un hambre de cono­cer que nos hace muy comilones, hambrientos y glotones de saber. A veces se nos va la mano y so­mos más papistas que el Papa. Durante una época, en la Argen­tina hubo una glotonería del lacanismo pero hoy la comunidad psicoanalítica argentina es más madura, asentada y más estabili­zada en su demografía. Los psi­coanalistas argentinos tienen mucha experiencia en teoría lacaniana -soy muy admirador de los trabajos de los colegas argenti­nos-, son muy estudiosos y la ri­gidez va desapareciendo.

¿Cuándo una persona es psicoanalizable?

Muy linda pregunta. Nunca me la hacen, pero me hago esa pre­gunta cada vez que me piden un análisis. En general los pacientes no vienen a pedir análisis; vienen porque están mal. Es un error creer que la gente va al psicoana­lista para hacer psicoanálisis. No es así. El noventa por ciento de quie­nes vienen a verme lo hacen por­que están mal. Les interesa poco si soy psicoanalista, psiquiatra, psicólogo; lo que me piden es que, cualquiera sea el arma, el medio que yo utilice, los desem­barace del peso que les hace im­posible la vida. Todos sufrimos, pero nos arreglamos como pode­mos. Primero aguantamos solos; si solos no podemos, nos arregla­mos con nuestro compañero o compañera; si esto no basta, ha­blamos con amigos o con alguien de la familia, y si sigue el sufrimiento y nos sigue desbordando, entonces ahí uno dice: "Voy a consultar". No aconsejo consultar en­seguida. Pido que todo ser huma­no trate de aprender a gestionar su angustia y su sufrimiento y si llega un momento en que la an­gustia y el sufrimiento es tan desbordante que es incontrola­ble, que la vida se inunda de ese sufrimiento, hay que consultar. La gente que yo recibo dice: "Doc­tor, no doy más; necesito un profe­sional que se ocupe". Algunos saben que soy psicoanalista, por­que soy conocido, pero otros no. Hay pacientes con los que yo voy a estar muy rápidamente dis­puesto a pedirles que empiecen con el protocolo del análisis. Ahora ¿quién es analizable? ¿Es­ta señora que vino a verme por­que el marido la ha abandonado, porque ella se queda con los chi­cos, está sola, está mal, siente mucho miedo del futuro y se siente triste y traicionada? ¿Esa mujer que me habla de ella y de su madre? Esta mujer está abriéndose psíquicamente al in­terlocutor y pidiéndome: "Por fa­vor, entre en mi mundo psíquico".

¿Qué paciente no aceptaría?

¿Su pregunta es qué tipo de pa­cientes es inaceptable para mí? Hay algunos pacientes difíciles, intratables: los perversos, los psicópatas (los pedófilos, por ejemplo), los fetichistas travestís graves, los toxicómanos.

¿Se puede vivir permanente­mente con miedo, como ahora?

El miedo es un tema clásico, quizá lo nuevo sea la inseguri­dad, una atmósfera de un miedo que se impregna, una inmersión, un baño de miedo que no es in­dividual sino social; miedo no sólo de los actos terroristas sino de la violencia. El 11 de septiem­bre ha perturbado una confianza de base. Cada vez que paso por la Torre Eiffel me digo: "Hoy puede venir un avión y tirarla abajo".

¿Se puede vivir con este miedo social sin enfermarse?

Usted plantea dos cosas: una es el miedo del ataque, la amenaza, pero la amenaza puede provocar dos emociones: una es el miedo y la otra es el perseguirse. Ya no es la amenaza que me provoca mie­do sino la amenaza que me pro­voca dudas, desconfianza de la gente o de las cosas. Una cosa es el miedo suscitado por la amena­za y otra es la desconfianza susci­tada por la amenaza. En el mie­do, yo soy chiquito y me cierro. En la desconfianza estoy pensan­do en el mundo, con los ojos abiertos hacia afuera, protegién­dome permanentemente. Hoy en día tenemos esas dos reacciones, sobre todo la primera.