30 de mayo de 2009

Cuentos selectos (I). Eugenio Suárez Galbán: "Una brisa triste por los olivos"

Eugenio Suárez Galbán nació en Nueva York hijo de padres canarios. Vivió su primera infancia en Cuba hasta 1947, cuando se radicó en Canarias. Ha sido profesor de literatura en Estados Unidos y Puerto Rico, y en la actualidad se dedica en la capital española a la enseñanza y la dirección de una compañía editorial. Como escritor, es autor de una treintena de artículos críticos que han sido publicados en revistas literarias de España, Puerto Rico y México. Entre ellos se destacan "Del sur de Faulkner al norte de García Márquez", "Martí y Lezama" y "La Habana para un infante difunto. La falsa memoria verdadera de Guillermo Cabrera Infante", que aparecieron en la prestigiosa "Insula. Revista de Letras y Ciencias Humanas" que desde 1946 se edita en Madrid. Entre sus libros figuran el ensayo "Torres Villarroel y el siglo XVIII", las novelas "Balada de la guerra hermosa" y "Cuando llevábamos un sueño en cada trenza", y numerosos poemas y cuentos desperdigados en diversas revistas de América y España. En una entrevista concedida a un periodista norteamericano, el aristócrata terrateniente Gonzalo de Aguilera Munro (1886-1965), quien desempeñó la función de Oficial de Prensa del general Francisco Franco Bahamonde (1892-1975) en tiempos de la Guerra Civil, confesó que las intenciones del sanguinario dictador eran las de eliminar a un tercio de la población masculina y limpiar la tierra de la mala hierba del proletariado. Franco sostenía que Dios estaba de su parte, por lo que no había más que hablar. Dentro de esa porción de españoles que el "Generalísimo" mandó a asesinar, hubo cuatro hombres que la noche del 17 de agosto de 1936 esperaron la muerte en la finca "La Colonia", una antigua residencia para huérfanos en la granadina localidad de Víznar. Sin que ninguno de ellos pudiera preverlo, sus nombres iban a quedar para siempre unidos en una triste historia cuando, horas después, los hombres al mando del capitán José María Nestares Cuéllar dispararon hasta acabar con sus vidas en la cuneta de la carretera que une a aquel pueblo con el vecino Alfacar. Sus cadáveres fueron enterrados a pocos metros, junto a un olivo. La casualidad quiso que un maestro cojo de Pulianas -Dióscoro Galindo González- y dos banderilleros anarquistas -Joaquín Arcollas Cabezas y Francisco Galadí Melgar- compartieran sus últimos momentos con el poeta Federico García Lorca (1898-1936), y que fueran enterrados en esa misma fosa. Este episodio sirvió al escritor Eugenio Suárez Galbán (1938) para escribir un espléndido relato en el que le da una asombrosa vuelta de tuerca a la historia de marras. El texto, que forma parte de su libro de cuentos "Como una brisa triste" publicado en 1986, dice así:

UNA BRISA TRISTE POR LOS OLIVOS

Yo estaba en el campo ese día, que era tiempo de siega. Los vi en la lejanía, tan de distancia, que pensé al principio que eran muleros que iban camino de Alfacar. Cuando se iban acercando, vi sobre sus espaldas los cañones de los rifles, arrancando de vez en cuando fulgores de sol. Eran tres los jinetes, cinco las bestias: requisaban ganado para el Ejército (aunque vaya uno a saber en qué cazuela fueron a parar los animales, que el hambre que se desataría poco después sería una cosa muy seria). Tropa también buscaban.
- Tú, ¿qué años tienes, mocito?
- Dieciocho cumplidos.
- ¿Y de qué lado estás tú?
- El mismo que usted.
Se sonrió el hombre de los galones al hombro. Yo sabía que había habido un levantamiento. Pero de guerra aún no se había hablado. Al menos allá, en el campo, por donde me tocó la siega ese año.
- Pues entonces, monta y síguenos.
- Mi padre me espera -mentí, que estaba bajo tierra ya para ese entonces, y mi madre con otro, de quien había huido yo.
- ¡Que espere!
- ¿Y el amo?
- ¡Que te venga a buscar al cuartel! ¡En marcha!
Cogí la de la albarda, mula torda, roma, de trote machacón, que llegué al cuartel con los riñones reventados. Era la hora del rancho y la verdad que, acostumbrado a comer bajo un olivo lo que podía sacarle al amo, yo no entendía cómo es que había tanta queja allí de parte de algunos. Esa tarde me llevaron a un campo muy alto. Ya sobre el ruido del camión subiendo la cuesta se oían los disparos: estaban fusilando.
- Toma, mocito: la bala se mete por aquí, y sale por allí. Esto es la culata: la pones contra el hombro, miras por esa rendijita que se llama la mirilla y no aprietes; acaricia el gatillo, como cuando le metes el dedo a una niña, ¿entendido?
Lo que no entendía era por qué nos hacían disparar contra hombres. Había allí unos individuos vestidos de camisa azul que parecían mandar, y cuando vi uno muy joven, más o menos de mi edad, se lo pregunté, tratándole de señorito, claro.
- ¡Un soldado no pregunta, ni cuestiona, ni duda! Un soldado sigue órdenes.
Nos colocaron en grupos de a cuatro. Eramos unos treinta hombres, la mayoría gañanes como yo. Un grupo detrás de otro. Cuatro en cuatro. Y cuando llegabas al final, o al principio, de todo, según se vea, te encontrabas a unos cuantos metros de un pobre hombre temblando, acaso llorando, acaso también incapaz de mantenerse en pie. Y te gritaban:
- ¡Pelotón!... ¡Listos!... ¡Apunten!... ¡Fuego!
Pero allí no moría nadie. Dicen que lo hacían para matar dos pájaros con una sola piedra: te enseñaban a disparar y se ahorraban las municiones de los fusilamientos. Pero la verdad es que más se hubiesen ahorrado sin nosotros. Yo, al menos, siempre apuntaba por encima de la cabeza de la víctima. Entonces venían desde atrás y le daban un pistoletazo. Y así toda la tarde. Hasta que por el anochecer, acabándose ya la luz, se me acerca el sargento, y me dice, casi susurrándome al oído:
- Mocito, más te vale apuntar mejor. Que llevas toda la tarde sin meter un solo blanco. ¡Más te vale!
No le di en el pecho, pero mi bala sí le alcanzó en la tripa. El hombre se dobló. Y el sargento, justo cuando el rematador lo iba a despachar, pega un grito para que se detenga, se vuelve hacia mí y me dice:
- Haz tú los honores, mocito.
Ese fue todo el entrenamiento que nos dieron, al menos a mí. Por la mañana, el corneta tocó, y todo el barracón salió corriendo, que yo me pensé que es que se iba a acabar el café, y eché a correr también, pero era sólo para formar. Y después, a misa. Entonces fue cuando me tocó la suerte. No sé si fue porque me vieron ir a comulgar, que yo educación no tenía, pero tonto nunca he sido. Y desde siempre mi padre (que en la gloria esté) me había dicho: arrímate a las faldas, que cuando no hay un cono debajo, hay un cura. Pues cuando yo vi que todos los camisas azules iban a tragar hostias, allí fui yo, manos en palmitas y ojos entornados, como había visto siempre hacer a la gente de religión. Y ahí, digo, fue la suerte. Que ese mismo día, justo cuando nos están montando en un camión no más terminar la misa, viene el sargento y me dice:
- No; tú no, mocito. Tú te quedas.


La suerte, o un milagro, según. Porque ese camión nunca llegó a donde iba, que, carretera de Granada, lo reventó un caza. Se salvaron dos, uno sin pata, y el otro tuerto para toda la vida. A mí, en cambio, me mandó el sargento a preparar mochila. Y un par de mulas, una para él y otra para mí. Que íbamos en misión especial, y pasaríamos acaso unos días fuera. Cosa rara, pensaba yo, que me eligiera precisamente a mí, que hasta ayer mismo no había disparado arma de fuego y tenía de soldado lo que un cuervo tiene de calandria. Así que me puse a cavilar y caí en que el sargento necesitaba un tonto para lo que tenía que hacer. Demás de que era hombre de campo, como yo, y acaso también le caí en gracia por ese motivo. Pero como el viaje en mula tomaría un par de horas (que por la calor que estaba haciendo me dijo que me asegurara de que las mulas bebieran lo suyo, que por lo menos ese tiempo nos tomaría), ya yo me pensé lo siguiente: a éste me le meto manso yo, que si mi sargento por un casual será de por aquí, o de por allá, que si cuando de mi edad también había seguido la siega, que si patatín, que si patatán, hasta que aflojara. Y así fue, poquito a poco, como con las mozas en el trigal: primero una tetica, después otra, que es como tener ya el conejo por las orejas, hasta que entre manotazos y risas, de repente se te pone seria, se te pone a respirar hondo y se te abre. Pues así de golpe también se me abrió el sargento. Quiero decir que cuando ya creía que el hombre hablaba con los ojos fijos en el cielo, como recordando con tristeza pero también con dulzura, cosas de su ayer, ahí mismo le suelto, tragándome una bocanada de aire, tal como hacen los fusilados que no acaban de morir, voy y le suelto:
- ¿Y para qué mi sargento, mandan a mula a dos soldados con estos calores a ese lugar llamado "La Colonia"?
- Todos los coches están de servicio. Que estamos en guerra, mocito.
Ya pensaba yo que se me había escabullido, que me había fingido entender que la pregunta iba por las mulas, en vez de por lo que íbamos a hacer allá al llegar, por las órdenes que le habían dado. Pero entonces añadió:
- Y de para qué nos mandan, fiel que no sé.
El sol estaba en lo alto, picando fuerte. El paso lento de las mulas. Y de vez en cuando, una brisa triste por los olivos. Y fue como cuando te esperas una mala noticia, sin saber por qué. Como cuando estás en el campo, a pleno sol, y sabes que si levantas la cabeza, allá por la lejanía verás avanzar nubes negras. Sin haber visto ningún relámpago, ni haber oído trueno alguno. Sólo sabiendo, sin saber por qué. Que no más sonar de nuevo su voz, un rocío de escarcha recorrió el sudor de mi espalda:
- Pero algo grande será. Que hoy, mocito, se cumple un mes del levantamiento de Franco en las Canarias. Y algo se deben tener pensado hacer. Porque fueron los azules los que dieron las órdenes de que me viniera acá con otro. ¡Algo gordo!
Y me extrañó que una nube no tapara el sol cegante en ese mismo momento en que el sargento -alunada la mirada- hablaba, no a mí, sino a los campos, a la tierra y al polvo, como anunciando por primera vez la misma guerra en que ya andábamos. Y en ese mismo momento, como el mirlo extraviado desea la higuera al caer la tarde, sentí deseos por los campos que tanto odiaba, y que ahora temía perder para siempre de mi vida. Me contagié de los ojos sonámbulos del sargento. Me contagié de algo en ellos que no es ni tristeza, ni temor, sino ambos, y ninguno, a la vez. Algo que aún hoy, a través de los años, no sé cómo recordar.
Llegamos a "La Colonia" sobre el mediodía. Todo era raro: aquello había sido un lugar para niños, y todavía sobre muros y paredes brillaban dibujos y pinturas con esos colores alegres que se ven en las escuelas. Pero ya desde lejos, en vez de los gritos de los chiquillos, se oían los disparos de los fusilamientos. Pusimos las mulas a pastar antes de entrar al rancho. Era poca la tropa que allí había, y, más que soldados, parecía gente de escándalo. Y ese parecer resultó ser la verdad, que nada más sentarnos a comer empezó uno a jactarse de que estaba allí de voluntario, porque para él matar a los enemigos de la patria era, además de un deber, un honor. El sargento asintió, dándome un pisotón por debajo de la mesa. Levanté la cabeza del plato y sonreí en dirección del hombre. Por la tarde -serían las cinco de la tarde- llegaron. Reconocí en seguida a los banderilleros: los había visto por los pueblos. A él no, en cambio. Ni siquiera había oído hablar de él. Después me dijeron que era el que vestía la pajarita. El otro, uno de traje negro sin corbata, dijeron que era maestro de escuela. Un azul apartó al sargento, le cuchicheó algo al oído, mirándome ambos. Vi cómo el sargento le aseguraba con la cabeza. Le estaría preguntado el azul si yo era de fiar.
- Mira, mocito, tenemos que hacer la guardia esta noche. Tú y yo. Nos turnamos. Mañana regresamos al cuartel con las mismas órdenes con que vine, selladas y firmadas por el mando de aquí, y ya está.
Pero el sargento no podía dormir. El calor de ese dieciocho de agosto. O acaso el golpe seco de los fusilamientos a lo lejos. Y esta vez fue él el que em¬pezó el conversar, despertándome de la siesta que nos habían permitido, ya que la noche la pasaríamos la mitad en vela (demasiado buen trato nos daban, demasiada preocupación por un puñado más de desgraciados: ya tenía la mosca tras la oreja yo).
- Sí, mocito, sí: ya te lo dije. Tiene que ser algo muy gordo. Dicen que fueron cuarenta a buscarlo.
- ¿A quién, mi sargento?
- Al de la pajarita. Dicen que cuarenta. Que hasta rodearon la casa de Granada donde estaba escondido. Por los techos de los vecinos, por las calles de los alrededores, por todas partes, colocaron azules. ¡Muy gordo!
- Y él, ¿qué hizo?
- Nada. ¿Qué iba a hacer, atrapado como estaba?
- No, mi sargento, no me entiende; que qué hizo él para que lo fueran a buscar así.
- Dicen que es poeta.
- ¿Poeta? ¿Uno que escribe versos?
- Y otras cosas tiene que haber escrito para que lo traten así. Dicen que ha hecho más daño con la pluma que todo un regimiento bien armado.
- Y eso, ¿cómo puede ser, mi sargento?
- Ellos sabrán. Que el Ejército, mocito, es como el cura del pueblo cuando le preguntan que cómo es posible lo de la Virgen María y el Espíritu Santo, y te responde que si lo supiera ya no sería un milagro, ya no tuviera gracia. Ellos sabrán.
No me engañaba el sargento: trataba de convencerse más a sí mismo que a mí. Yo no había hecho la pregunta de mala leche. Yo no sabía leer ni escribir, y la única poesía que me sabía era la que se oía por ahí, por los campos, los trigales y los olivares, cuando las canciones acompañan las cosechas. Una que otra copla gitana cagándose en la Guardia Civil. Pero nada más. Que fue cuando me entró un temblor al pensar: "¡Ay, mi madre! Que yo mismo he cantado tonadillas de ésas; que si me llegan a oír, ¡soy ahora mismo el guardado en vez del guardia!".
El sargento tomó el primer turno, dejándome a mí el de los gallos. No me engañaba: no quería estar presente cuando vinieran a la saca. Y menos mal, pensé, que allí había matones de a gusto, que ya me estaba entrando a mí el miedo de tener que formar pelotón. Porque esa mosca seguía rondando mi oreja. Y algo me decía a mí que mi sargento no quería tener nada que ver con todo aquello. Y no sólo por lo que logré arrancarle durante esa siesta sin sueño, que hubo momento en que me dio consejo de padre:
- Procura no meterte, mocito, que esto se parece a pelea de alacrán. Lo sacaron al poeta de casa de uno de los de ellos. ¡Aquí hay algo muy gordo! No te metas, no sea que al ajustar las cuentas entre ellos, te borren a ti.
Pero los del campo tenemos creencias de corazón. Nos llaman supersticiosos, tontos, y todo lo demás, pero lo mismo decían de aquella gitana de Jaén que podía predecir al día las lluvias y las tormentas, los buenos y los malos tiempos. Que hasta la misma guerra anunció un año antes, cuando dijo que ya el siete no era número de suerte, ni lo sería en mucho tiempo, y fue en el séptimo mes cuando se levantaron contra el gobierno. Pero también dijo, para el que lo quisiera escuchar, el propio lugar del levantamiento, y de eso no me di cuenta yo hasta que me contó el sargento aquello de que Franco había salido de las Canarias. ¡Que son siete islas! Porque yo, o no sabía, o se me había olvidado, y cuando le pregunto que a dónde queda ese lugar de las Canarias, me contesta que en el mar, más allá de Cádiz, ¡y que son siete islas! Así que digan lo que quieran: a mí el corazón me estaba diciendo que el sargento sabía y temía algo más que esa pelea de alacranes. Y no se pudo salir con la suya: rompiendo las primeras luces, el azul que viene al calabozo con el pelotón me manda a despertar al sargento, a traerlo en seguida.
- ¿Qué me quieren?
- A saber, mi sargento.
- Vamos.
Y nos fuimos con ellos, más allá de la Fuente Grande, que es una fuente que hay allí desde tiempos de moros. Y era que en las instrucciones que llevaba el sargento decía que tenía que confirmarse la muerte de ese hombre -el poeta-, que de los otros parece que no decía nada. El de la pajarita. Yo casi no le vi. Ibamos por sombras, cantando aún lejanos los gallos del alba. Yo iba detrás, al mismo final, y sólo le veía de espaldas. Alguien murmuraba un rezo.


Estábamos en la carretera de Alfacar a Viznar. Tampoco le vi la cara al momento de la muerte: cerré los ojos. A mi lado, contra el fresco de la madrugada, sudaba mi sargento. Salimos de allí a galope, casi sin devolverle el saludo al azul que nos despedía. Pronto una mancha húmeda cubrió el cuello de los machos.
- Mi sargento, la calor acaba con las bestias. Amaine usted el paso.
- Llevas razón, mocito.
- Lleva usted prisa en alejarse, mi sargento ya le decía las cosas mirándole a la cara, y sin los rodeos del día anterior.
- Llevo órdenes, mocito, de entregar este papel al mando. Llevó aquí la confirmación de que ese hombre ha muerto, y ni tú, ni yo, ni nadie puede decir palabra de esto. Que se han fiado de ti, te han dado la confianza.
Que fue lo que acabó de convencer a mi corazón de que estaba latiendo con la creencia verdadera. Porque hombres que se jactaban de cómo sus rifles no tenían tiempo de enfriarse no se preocupan por un cadáver más sin que haya una razón poderosa. Mucho más poderosa que el revoloteo de un nido de alacranes, que con un pisotón se aplasta.
- Pero yo no sé leer, mi sargento -y las mulas soplaban cabizbajas, tragando el aire caliente con hocicos palpitantes.
- Ya lo sé. ¿Por qué me lo dices ahora?
- Porque esas instrucciones son para los que saben leer. Son para mi sargento, no para mí. Porque yo no sé leer.
- ¿Qué dices, mocito?
Yo no digo nada, mi sargento; pensaba yo para mí, nada. Usted dirá, que no yo. Usted, que me enseñó a matar; usted, que me eligió para acompañarle en este asunto peor que veneno de alacranes; usted es el que tiene algo que decir. Que alguna maldición mayor se estará temiendo mi sargento al preocuparse así como se preocupa por la muerte del versificador. Seré hombre ignorante, pero no tonto. Que te pones a pensar, y caes en que los poetas sólo sirven para dar al mundo canciones con que alegrarnos, y así aliviarnos el faenar. Pero otra cosa no hacen. Y, sin embargo, la cara de mi sargento, usted que me enseñó a matar, palidecía de miedo con lo del poeta. De tonto, ¡ni un pelo, mi sargento! Blanca como la nieve de la sierra su cara, mi sargento. Por eso debe ser algo muy grande, como cuando de niño matas tu primer pájaro, y aún antes de caer en la cuenta de que el alba vendrá sin canto, ya algo dentro de ti llora para siempre. Y hay chiquillos que, acaso para acallar la conciencia, siguen matando avecillas, acaso también con más crueldad aún, apretándolas en su mano hasta triturar del todo los huesitos, hasta no sentir el temblor, como si el mal desapareciera al desaparecer ese temblor de la criatura. Pero también los hay que prefieren cortarse la mano antes de coger en ella otra piedra o pájaro. Y yo soy de éstos, mi sargento.
- ¿Qué dices?
- Que paguen otros por esto, mi sargento.
- ¿Qué haces? Si aquí no ha pasado nada, mocito, ¡nada!
Y era que, casi sin darme cuenta, mi rifle ya le apuntaba a la cara a mi sargento, el balazo ya lo lanzaba de la mula, muerto. Entonces, arreando la mula a toda prisa, me vino el llanto, como cuando niño, mis lágrimas mojando las plumas manchadas de rojo, pidiendo perdón al cielo, para sólo oír en respuesta el llanto de una brisa triste por los olivos.