19 de mayo de 2009

Entremeses literarios (LVI)

GUGOS Y LIVIDOS
H.P. Lovecraft
Estados Unidos (1890-1937)

Los gugos, velludos y gigantes­cos, habitan en los lugares subterráneos del mundo de los sueños. No tienen voz y se comunican por gestos faciales. Sus ca­bezas, enormes como barriles, no son fáciles de olvidar: a ca­da lado, sobresaliendo dos pulgadas, están sus ojos rosados que refulgen en la oscuridad y, atravesándolas de arriba abajo, la boca de enormes colmillos amarillos que se abre verticalmente y no de manera corriente. Su alimento principal son los lívidos, seres repulsivos que mueren al contacto con la luz y viven en las cuevas de Zin, donde brincan con sus largas patas como canguros. Los lívidos son del tamaño de un caballo pequeño y su rostro resulta bastante humano, pese a la ausen­cia de nariz, de frente y de otros detalles importantes.


LA CONTEMPORANEIDAD Y LA POSTERIDAD
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)

El miembro de la Academia caminaba por la calle rumiando su undécimo ensayo sobre Baudelaire. De pronto vio a un joven con el pelo teñido de verde, que abrazaba a una negra.
- ¡Llévense a ese amoral, a ese escandaloso, a esa lacra de la sociedad! -aullaba el académico.
Sólo se calmó cuando un policía arrestó al joven bajo la acusación de atentado contra las buenas costumbres. Entonces siguió caminando, siguió rumiando su undé­cimo ensayo sobre Baudelaire. En la comisaría el joven dio su nombre:
- Charles Baudelaire.


EL FUNERAL DE JOHN MORTONSON
Ambrose Bierce
Estados Unidos (1842-1914)

John Mortonson se murió: su obituario había sido leído y él había dejado la escena. El cuerpo descansaba en un fino ataúd de mahogany con una placa de cristal empotrada. Todos los ajustes para el funeral habían sido tan bien digitados que sin duda, si el difunto los hubiera sabido, de seguro que los hubiera aprobado. El rostro, como se podía ver a través del cristal, no tenía semblante de desagrado: perfilaba una tenue sonrisa, como si la muerte no le hubiera resultado dolorosa, no estando distorsionado más allá del poder reparador del funebrero. A las dos de la tarde los amigos fueron citados para rendir su último tributo de respeto a aquel quien no había tenido mayor necesidad de amigos y de respeto. Los miembros de su familia fueron pasando cada varios minutos a la capilla y lloraron sobre los restos plácidos bajo el cristal. Esto no fue bueno, no fue bueno para John Mortonson; pero en presencia de la muerte, la razón y la filosofía permanecen mudas. A medida que las horas iban pasando, los amigos iban llegando y ofrecían consuelo a los parientes dolidos, quienes, como las circunstancias de la ocasión requerían, estaban solemnemente sentados alrededor de la habitación con un importante conocimiento de su importancia en la pompa fúnebre. Luego vino el ministro, y en tal oscura presencia las más mínimas luces se eclipsaron. Su entrada fue seguida por la de la viuda, cuyas lamentaciones llenaron la estancia. Ella se acercó a la capilla y luego de inclinar su rostro contra el frío cristal por un momento, fue gentilmente conducida hacia un asiento cercano al de su hija. Lúgubremente y en tono bajo, el hombre de Dios comenzó su elogio de la muerte y su dolorosa voz -mezclada con los sollozos- cuya intención era estimular al auditorio, pareció como el sonido del mar sombrío. El deprimente día se oscureció a medida que él hablaba; una cortina de nubes acechó el cielo y un par de gotas de lluvia se hicieron audibles. Pareció como si la naturaleza entera estuviera llorando por John Mortonson. Cuando el ministro hubo terminado su elogio con una oración, se cantó un himno y los portadores del féretro tomaron su lugar detrás del mismo. Cuando las últimas notas del himno tocaron a su fin, la viuda corrió hasta el ataúd cayendo sobre el mismo y llorando histéricamente. Gradualmente fue cediendo a la disuasión y a comportarse mientras el ministro trataba de alejar su vista de la muerte bajo el cristal. Ella extendió sus brazos y con un grito cayó insensible. Los dolientes se acercaron al ataúd, los amigos los siguieron, y cuando el reloj sobre el mantel solemnemente daba las tres, todos miraron fijamente sobre el rostro del difunto John Mortonson. Ellos retrocedieron, débilmente. Un hombre, tratando en su terror de escapar de la desagradable visión, tropezó contra el ataúd tan pesadamente como para desestabilizar uno de sus delicados soportes. El ataúd cayó al piso, el cristal estalló en miles de pedazos por el golpe. Desde la abertura del cristal salió el gato de John Mortonson, que perezosamente brincó al piso, sentándose, limpiando tranquilamente su criminal hocico con la pata delantera, para retirarse con dignidad de la estancia.


FABULA DE UN ANIMAL INVISIBLE
Wilfredo Machado
Venezuela (1956)

El hecho -particular y sin im­portancia- de que no lo veas, no significa que no exista o que no esté aquí, acechándote desde algún lugar de la página en blanco, preparado y ansioso de saltar sobre tu ceguera.


LA PESADILLA
Agustín Cortés Gaviño
España (1946)

Dios dormía inquieto, se convulsionaba en su sueño, sudaba y, de seguro, sufría. Las bombas empezaron a caer, los hongos a levantarse, siniestros. El universo entero estaba en llamas, todo se derrumbaba, entre gritos de rabia y ayes de agonía... Dios abrió los ojos, jadeaba; suspiró aliviado, estaba despierto, la pesadilla había terminado.


EL NAUFRAGO Y EL CARACOL
Alfredo García Valdez
México (1964)

Náufrago en una isla desierta, cercado por la desesperación como por un mar de aguas transtornadas, el hombre tomó el enjoyado caracol de sobre la are­na. En su primer crepúsculo de abandono, se lo llevó a la ore­ja y escuchó: sirenas de barcos que podrían salvarlo, chillidos de gaviotas, la canción de una dulce ballena, el eco de sus gri­tos de ese día, angustia de náufragos en islotes semejantes al suyo, rumor de orquesta en cruceros transoceánicos, el sonido de un delfín llamando a su cría, blasfemias de marinos borra­chos, loros repitiendo versículos de la Biblia, canciones de mar en español antiguo, choque de escudos normandos, comer­ciantes fenicios recitando a gritos el alfabeto a los peces, prue­bas nucleares en atolones de coral, guerra de barcos chinos fa­bricados con papel, el silbato del capitán Graf von Spee, el ro­mance enigmático que hechizara al conde Arnaldos, y el can­to de las sirenas que la armonía del mar modulaba, dejándolo en una escala más soportable. Extenuado, bajó el hermoso aparato y lo tendió sobre la arena. Solo en el espacio numero­so y el tráfago de los siglos, consumido en el centro de los sucesos fáusticos, el hombre se preparó a morir. Rechazaba el rescate, después de haber rescatado él mismo al mar en la ur­na fatigada del caracol.


EL HOSPITAL
Ana María Shua
Argentina (1951)

Burros, hombres, lombrices, piedras enormes y quirquinchos se hacinan en el hospital. Qué vergüenza para el gobierno, esto no es más que un re­voltijo maloliente. No hay vendas, no hay reme­dios, no hay enfermeras, no hay tomógrafos, no hay ambulancias, no hay camas, no hay médicos, no hay laboratorio, no hay suero, no hay jeringas, no hay quirófano, no todos están heridos, no todos están enfermos, qué vergüenza, qué vergüenza, es posi­ble que ni siquiera sea un hospital.


SKRZOT
Isaac B. Singer
Polonia (1904-1991)

El skrzot era un pájaro que arrastraba por el suelo alas y cola. Como nadie ignoraba, salía de un huevo incubado en el sobaco de una persona. Pero, ¿quién haría semejante granujada en el pueblo? Los hombres no, por descontado; sólo una mujer podía tener tiempo y pa­ciencia para hacer una cosa así. En el invierno, el skrzot sen­tía frío en el granero y llamaba a las puertas de las casas pa­ra que lo dejaran entrar. Entonces el skrzot llevaba la buena suerte. Pero en todos los otros casos era dañino y se comía mucho grano. Si te caía en el ojo el guano del skrzot, te quedabas ciego. En opinión de los hombres de la taberna, debía formarse una partida para buscar a las mujeres que llevaran huevos debajo del brazo.


LA SEMILLA
Javier Villafañe
Argentina (1909-1996)

Había una vez dos viejos que querían tener una huerta en el fondo de la casa. Durante muchos años cavaron la tierra, la abonaron y sembraron, pero volvían a crecer los yuyos. A veces se despertaban preguntándo­se:
- ¿Por qué no tuvimos un hijo?
Después se abrazaban y seguían durmiendo. Un día un hombre llamó a la puerta. Los dos viejos espiaron. Vieron a un hombre joven con sombrero y un portafolios en la mano.
- Míralo bien -dijo ella-. Tiene cara de semilla.
- Es cierto -dijo él-. Tiene cara de semilla.
- Es la semilla -dijo ella-. Anda a buscar el hacha.
El fue a buscar el hacha. El hombre volvió a tocar el timbre. El regresó con el hacha.
- Vos te escondes detrás de la puerta -dijo ella-. Yo abro la puerta y le digo: "Pase". Y cuando él pasa, cierro la puerta y en­tonces le pegas con el hacha en la cabeza. Es la semilla.
- Es la semilla -repitió él y se escondió detrás de la puerta.
El hombre volvió a llamar. Ella abrió la puerta y dijo:
- Pase.
El hombre se quitó el sombrero y entró en la casa. Ella cerró la puerta y él le pegó con el hacha en la cabeza. El hombre cayó con los brazos abiertos. El portafolios en una mano y en la otra mano el sombrero.
- Ahora dale con el filo -dijo ella.
- Sí -dijo él-. Hay que hacer muchas semillas.
- Basta. Ya tenemos suficiente.
- ¿Y el portafolios? ¿Y el sombrero?
- Hay que sembrarlos también. Son semillas.
Y todo lo sembraron en el fondo de la casa: el sombrero, el portafolios y los pequeños pedazos del hombre.
- Ahora hay que regar -dijo ella.
Y regaron.
- Ahora hay que abonar la tierra -dijo él.
Salieron con una carretilla y una pala. Recogieron abono y abonaron la tierra.
- Ahora hay que comer y dormir -dijo ella.
Comieron y se acostaron. Y todas las tardes, al caer el sol, regaban la huerta. Un día vieron brotar un sombrero, otro día una cabeza. Brota­ron cuellos, manos, portafolios, zapatos.
- Hay que regar -decía ella.
- Hay que regar -decía él.
Y regaban.
- Crecen -dijo ella-. Crecen.
- Sí -dijo él-, crecen. Tírate al suelo y yo te riego los pechos para que puedas amamantarlos. Tienen hambre.
- Crecen de a miles -dijo ella-. Me comen. No riegues más. Me devoran.
- Puede ser el hijo -dijo él.
- Son muchos. Tienden los brazos. Me miran con tus mismos ojos. Nos llaman. ¿Oís? "¡Mamá! ¡Papá!" Empiezan a caminar. Pi­san las flores.
- Saltan el cerco de ligustro. Suben las paredes. Silban. Tiran piedras y matan pájaros. Todos tienen sombrero y portafolios.
- Huyamos. No puedo más.
- Sí. Hay que huir.
Salieron a la calle y cerraron la puerta con un candado.
- No mires hacia atrás -dijo él.
- No mires hacia atrás -dijo ella.
Y los dos viejos corrían abrazados.


SANSON Y LOS FILISTEOS
Augusto Monterroso
Guatemala (1921-2003)

Hubo una vez un animal que quiso discutir con Sansón a las patadas. No se imaginan cómo le fue. Pero ya ven cómo le fue después a Sansón con Dalila aliada a los filisteos. Si quieres triunfar contra Sansón, únete a los filisteos. Si quieres triunfar sobre Dalila, únete a los filisteos. Unete siempre a los filisteos.