4 de julio de 2009

Entremeses literarios (LXIII)

LA SOLA
Javier Villafañe
Argentina (1909-1996)

En el camino se encontró con un buey. Le acarició la cabeza y le dijo:
- ¿Quiere venir a mi casa?
Y el buey respondió:
- Sí, señora.
Era una tarde de invierno. Hacía mucho frío. Mientras iban caminando la mujer le preguntó al buey:
- ¿Qué le gusta comer?
- Pasto, siempre como pasto.
- En mi casa no hay pasto -contestó la mujer-. En mi casa hay solamente paredes y una enredadera.
- Me comeré la enredadera -dijo el buey.
- No, por favor, la enredadera, no. La plantó un hijo mío.
- Entonces, ¿qué como? -preguntó el buey y se detuvo.
La mujer también se detuvo.
- Buey, ¿no le gusta el azúcar?
- Sí, muchísimo. Estaría todo el día comiendo azúcar.
- Entonces le daré azúcar.
Y siguieron caminando. La mujer por la vereda, el buey por la calle.
- Le daré azúcar -repitió la mujer-. Todo el día le estaré dando azúcar. Después le pasaré un cepillo por el lomo y dormirá con­migo. ¿Quiere?
- Sí -contestó el buey.
Llegaron a una esquina. La mujer se detuvo. El buey también se detuvo.
- Esta es mi casa -dijo la mujer.
Abrió la puerta y agregó:
- Suba.
Y el buey comenzó a subir la escalera. Le costaba trabajo. Pu­so una mano en un peldaño, otra mano en el otro peldaño. La mujer lo empujaba de atrás. Sentía todo el peso del buey sobre los hombros.
- ¡Por fin! -exclamó la mujer-. Ya llegamos.
El buey miró hacia abajo y dijo:
- No puedo irme de aquí. Jamás podría bajar esta escalera.
- Es lo que yo quería -dijo la mujer-. Todos los que subieron, bajaron la escalera y se fueron. Yo viví esperándolos.
La mujer besó al buey en la frente. Lo acarició entero y le pu­so en la boca un terrón de azúcar.


CRISTINA PERI ROSSI
8
Uruguay (1941)

Siempre imagino que mi madre tiene nada más que veinticinco años (la edad que ella tenía cuando yo nací), de ahí que me enfurezca si la oigo arrastrar los pies, cloquear, toser, pensar como una vieja. No entiendo por qué a los veinticinco años le han salido arrugas ni me explico cómo siendo tan joven se acuesta tan temprano. Si en algún momento de pavorosa lucidez advierto que es una vieja, tal descubrimiento me llena de horror, por lo cual trato inmediatamente de expulsar dicho conocimiento de la luz de mi conciencia, de manera que en seguida recupera sus veinticinco años. Ella me trata a mí continuamente como si yo fuera una niña, por lo cual nos entendemos perfectamente. No insisto en crecer, porque sé que es inútil: para nosostras dos, el tiempo se ha esta­cionado y ninguna cosa en el mundo podría hacerlo correr. Mori­ré de cinco años y ella de veinticinco; a nuestros funerales asistirá una muchedumbre de ancianos niños y de niños que jamás llega­ron a crecer.


LOS DESCUBRIDORES
Humberto Mata
Venezuela (1949)

Cierta vez -de eso hace ahora mucho tiempo- fuimos visitados por gruesos hombres que desembarcaron en viejísimos barcos. Para aquella ocasión todo el pueblo se congregó en las inmediaciones de la playa. Los grandes hombres traían abrigos y uno de ellos, el más grande de todos, comía y bebía mientras los demás dirigían las pequeñas embarcaciones que los traerían hasta la playa. Una vez en tierra -ya todo el pueblo había llegado-, los grandes hombres quedaron perplejos y no supieron qué hacer durante varios minutos. Luego, cuando el que comía finalizó la presa, un hombre flaco, con grandes cachos en la cabeza, habló de esta manera a sus compañeros: "Amigos, nos hemos equivocado de ruta. Volvamos". Acto seguido todos los hombres subieron a sus embarcaciones y desaparecieron para siempre. Desde entonces se celebra en nuestro pueblo -todos los años en una fecha determinada- el desembarco de los grandes hombres. Estas celebraciones tienen como objeto dar reconocimiento a los descubridores.


LA INCREDULA
Edmundo Valadés
México (1915-1994)

Sin mujer a mi costado y con la excitación de deseos acuciosos y perentorios, arribé a un sueño obseso. En él se me apareció una, dispuesta a la complacencia. Estaba tan pródigo, que me pasé en su compañía de la hora nona a la hora sexta, cuando el canto del gallo. Abrí luego los ojos y ella misma, a mi diestra, con sonrisa benévola, me incitó a que la tomara. Le expliqué, con sorprendida y agotada excusa, que ya lo había hecho.
- Lo sé -respondió-, pero quiero estar cierta.
Yo no hice caso a su reclamo y volví a dormirme, profundamente, para no caer en una tentación irregular y quizás ya innecesaria.


LA HORMIGA
Augusto Bianco
Italia (1942)

En el alba del primer día, cuando aún no le ha­bía impreso ningún movimiento al universo, y la tierra, el agua, el aire y el fuego eran una misma y sola cosa, advirtió que a sus pies algo se movía. Una hormiga. No es posible, pensó, debe ser una alucina­ción, el desbarro de una quimera. Y cediendo a un impulso, la aplastó con el pie. Luego abrió el espacio, lo sembró de cuerpos celestes, le imprimió a cada planeta una órbita, les asignó una dura­ción, y confiado, echó su aliento germinal sobre todo. Pero la creación siguió inerte, quieta, muerta. Intentó serenarse. Retrotrajo todo lo hecho y repitió el procedi­miento una y más veces con el mismo resultado. Desalentado, probó con formas parásitas. Dio con algunos hongos que se espesaban en las emanaciones de su cuerpo, pero nunca logró que se afirmaran con la mínima autonomía. Recordó entonces a la hormiga. En la ilusión de copiarla o recons­truirla partió en su búsqueda, pero en ese primer intento fue incapaz de dar con el tiempo y el espacio en que aquello había acontecido. Abatido, contó hasta setecientos setenta y siete mil setecientos setenta y siete millones que para él no eran nada, y se puso nuevamente a la tarea. En el límite de sus fuerzas, cuando ya le corría un frío helado, logró dar con los pliegues espacio-temporales que conservaban los pul­verizados restos de la hormiga. Hizo retroceder un poco más la má­quina del tiempo, logró deshacer su propio acto destructivo y volverla a la vida. Entonces respiró. Ahora, ese engendro estaba ahí. Era real y se movía. Real gracias al tiempo que era él, al espacio que era él y a la materia que era él. El era el tiempo, el espacio y la materia, pero esa cosa no era él. Necesitaba entender, descifrar ese enigma. Aguardó a que esa cosa viva se durmiera, se desdimensionó y se lanzó a nadar por la interioridad de esa materia otra. De aquella travesía emergió deshecho, sin fuerzas para analizar la enormidad de datos que traía (o creía traer). Se miró al espejo para reconfirmar su integridad y se abandonó al sueño. Fue entonces que una fuerza huracanada lo desmaterializó y rematerializó tantas veces de tan diferentes maneras y a tan alta velocidad, que cuando quedó a las puertas mismas de la primera cópula celular (que tampoco era la primera), en el inicio de todo lo existente (que tampoco era el inicio ni era todo lo existente), creyó recordar que de joven había hecho una experiencia parecida, aunque quizá en sentido inverso, cuando sin proponérselo ni seguir plan preconcebido alguno se había lanzado a mezclar, fundir, recombinar y no había podido contenerse hasta encontrarse ante un miríada de inconcebibles formas animadas. Y recordó su euforia y que en su exaltación, para experimentar a cuerpo entero la potencia de ese mo­mento, se había introducido en una de esas formas animadas elegida al azar, hasta que alguien que parecía haber sido él mismo lo había aplastado con el pie.


LA PRUEBA
Samuel Taylor Coleridge
Inglaterra (1772-1834)

Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que había estado ahí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿Entonces qué?


SURSUM CORDA
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)

Hoy en día ya no se puede hacer nada bajo cuerda: las cuer­das vienen muy finas y hay quienes se enteran de todo lo que está ocurriendo. Cuerdas eran las de antes que venían tupidas y no las de ahora, cuerdas flojas. Y así estamos, ¿vio? Bailando en la cuerda floja, y digo vio no por caer en un vicio verbal caro a mis compatriotas, sino porque seguramente usted lo debe de ha­ber visto si bien no lo ha notado. Todos bailamos en la cuerda floja y se lo siente en las calles aunque uno a veces crea que es culpa de los baches. Y ese ligero mareo que suele aquejarnos y que atribuimos al exceso de vino en las comidas, no: la cuerda floja. Y el brusco desviarse de los automovilistas o el barquinazo del colectivero, provocados por lo mismo. Pero como uno se acostumbra a todo también esto nos parece natural ahora. Sobre la cuerda floja sin poder hacer nada bajo cuerda. Alegrémonos mientras las cosas no se pongan más espesas y nos encontremos todos con la soga al cuello.


SIN CLAUDICAR
Pía Barros
Chile (1956)

Aquí está ella, la más barata del puerto, la del corazón grande, navegante e inconcluso para siempre, los mástiles abiertos para él, que es uno más de hombros anchos y poderosos, uno más sin afeitar y la expresión compungida de los hombres abyectos y desnudos, él, a quien ha dejado creer que la posee cuando es en realidad ella la que permite que le hunda su proa en esa pieza angosta y helada, frente al lavatorio de agua sucia y al espejo que ya ni refleja de cansancio, y que en un extremo tiene su carnet que certifica cincuenta años junto a esa guirnalda atesorada desde la última navidad en que fue niña.


LOS BOMBEROS
Mario Benedetti
Uruguay (1920-2009)

Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgullo­so de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: "Mañana va a llover". Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: "El martes saldrá el 57 a la cabeza". Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites. Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Camina­ban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible y dijo: "Es posible que mi casa se es­té quemando". Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Estos tomaron por Rivera y Olegario dijo: "Es casi seguro que mi casa se esté quemando". Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban. Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su col­mo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenza­ron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires. Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.


LA TOALLA ESTA TRISTE
Alberto Barrera
Venezuela (1960)

La toalla está triste. Poco sol, humedad, gripe constante. Vive en un mundo lleno de peli­grosos espejos, metales resbaladizos, losas heladas. Aun así, ella mantiene todavía caliente su ilusión (como las damas de antes). Todas las tardes espera el momento en que él (delgado, con un lunar en el muslo izquierdo, bigote tiernamente escaso) entra desnudo. Lo mira, lo admira también, de reojo. Mientras el agua cae y el jabón resbala, ella imagina (sentimen­tal al fin) que hay diamantes desgajados y huesos dóciles. Ella ju­ra que se muere. Luego, se le prende al cuerpo como una ardilla feroz, se pierde la toalla, se deja, la tocan, estremece, rueda en sus tobillos, se anuda en su sexo, se estrangula. Y, cuando sólo le falta un movimiento, la intuición de un vaivén tan sólo, un de­do sobre la nuca solamente, él la deja, la suelta, la cuelga, la deja vieja seca queja muerta.