29 de agosto de 2009

Alicia Kozameh: "La ficción me permite jugar. El juego salva. Salva y permite existir"

El cautiverio, el exilio, las contradicciones humanas, la solidaridad, se agolpan en la escritura de Alicia Kozameh (1953). Rosarina de nacimiento, hija de padre de origen libanés cristiano y madre de procedencia siria y religión judía, comenzó a estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Rosario. En septiembre de 1975 fue detenida por su militancia política en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y pasó sus días presa, primero, en uno de los centros de detención más lúgubres del país conocido como "El sótano", en la Alcaidía de Mujeres de la Jefatura de Policía de Rosario y, finalmente, en la penitenciaría de Villa Devoto de la ciudad de Buenos Aires, hasta que la amnistía navideña de 1978 le concedió la libertad bajo vigilancia. Permanentemente amenazada por las autoridades policiales y militares, cuando pudo conseguir su pasaporte decidió exiliarse y así fue como llegó a California y, tiempo después, a México. Durante ese periodo trabajó en una agencia de prensa, fue redactora en jefe de la revista literaria "La brújula en el bolsillo" y, en Santa Bárbara, fue directora de la biblioteca de la agencia "Los Niños de las Américas", al tiempo que escribía su novela "El séptimo sueño". En 1984, a su regreso del exilio, publicó en Buenos Aires varios cuentos y artículos en diversos medios argentinos y, en 1987, la novela "Pasos bajo el agua", centrada en su experiencia carcelaria. Como reaparecieron las amenazas y presiones policiales, se radicó entonces en la ciudad estadounidense de Los Angeles, donde trabajó en la biblioteca de la University of Southern California, fundó un centro cultural latinoamericano, enseñó literatura y fundó la revista literaria "Monóculo". "259 saltos, uno inmortal", "Patas de avestruz" y "Basse danse" (novelas); "Ofrenda de propia piel" (cuentos); "Mano en vuelo" (poemas) y "Nosotras, presas políticas" (obra colectiva de prisioneras políticas entre 1974 y 1983) son otros de sus libros publicados. Traducida al alemán y al inglés, la escritura de Alicia Kozameh es novedosa, original, no exenta de cierto sentido del humor, no obstante el trasfondo autobiográfico más bien trágico de su obra. A lo largo de la misma, la autora intenta romper los moldes de la literatura tradicional a través de un lenguaje fragmentario compuesto de frases cortas y punzantes e imágenes insólitas. En el nº 16 de la revista "Nómada" de abril de 2009, apareció la siguiente entrevista lograda por Germán Ferrari en ocasión de un viaje por Buenos Aires realizado por la escritora tras poner punto final a su nueva novela "Natatio aeterna".¿En qué momento de su vida tuvo en claro que quería dedicarse a la escritura?

Los primeros intentos de "poemas" escritos sin ne­cesidad de ayuda, cuando ya podía jugar a combinar las letras y que resultaran en palabras, son de los cuatro años. Hasta aproximadamente los quince años no dudé de que ése sería el eje alrededor del cual iba a seguir girando. En ese momento me surgió la pregunta de si el dibujo, la pintura, mi otro recurso expresivo, llega­ría a absorberme tanto como la escritura. Y supe muy pronto que no. Porque sentía que lo visual me resul­taba un desafío menor. Necesitaba muchísimo dibu­jar y pintar, pero en cierto momento terminaba abu­rriéndome. Ese aburrimiento disipó totalmente las dudas. Siempre me sedujeron el color y la forma. Pe­ro lo que existe escondido, a ser descubierto, esa bomba semántica que hace señas desde detrás de las palabras y sus órdenes diversos, me absorbe sin es­capatorias.

Muchas de las experiencias en su infancia aparecen en sus obras o están esbozadas, como la relación con su hermana que no caminaba, sus tres años de pupila en un colegio de monjas, varias operaciones en los pies, el cruce entre an­cestros cristianos y judíos. ¿De qué manera pudo reelaborar esas situaciones para volcarlas en la escritura?

Distanciándome. Simulando, ya frente al papel, que habían sido experiencias de otros. Cambiando nom­bres, disfrazando las circunstancias, jugando con los tiempos, insertando episodios que no habían existido pero que gozaban del beneficio de la verosimilitud, introduciéndome en la carcasa de personajes inventados a los que estaba unida por, sobre todo, las venas. Trans­formándome -en la buscada, vertiginosa, peligrosa so­ledad de la escritura- en cualquiera de mis personajes. Embaucándome a mí misma. Y peleando, después, con las consecuencias: las grandes dificultades para abandonar la iluminación provista por esa otra inteligencia, esa otra emoción. Y luchando contra las faltas de aire, las ansiedades, las culpas por estar abandonando a ese personaje, ese rol, ese ser otro.

La cárcel y el exilio dejaron huellas ineludi­bles en su literatura. Un ejemplo es la serie de cuentos de "Pasos bajo el agua", sobre el cautiverio, y otro es la novela "259 saltos, uno inmortal", que se centra en el exilio. ¿Cómo pesó la experiencia carcelaria, y después su condición de expatria­da, en el momento de la creación?

En momentos en que ronda la muerte solemos zambu­llirnos en episodios, a veces sexuales, que nos devuelven a la vida. 1974, y me enternece un recuerdo: mi entonces compañero y yo estábamos solos por un rato, con la abuelita de él, ya muy vieja, en la casa de sus padres. Y, ¿qué pasó? La abuelita se nos murió, así nomás. Iba a su­ceder en cualquier momento. Vuelvo a la imagen de mi compañero corriendo al baño y volviendo con un espejo que le acercó a la boca para ver si había vapor, aliento. Y nada. Esa noche fue el velorio, en el living de la misma casa. Allí estábamos. Cansados. A cierta hora nos fuimos a dormir. Y me acuerdo, después de treinticinco años, los detalles de cómo no dormimos. Lo mismo: no empecé a escribir "Pasos bajo el agua" hasta un día, en el exilio mexicano, en que sentí en el cuerpo el peso vital del embarazo. Las primeras notas de "Pasos..." son de esa mañana en que sentí que el retraso de la menstruación significaba conti­nuidad. Así es cómo pesó la parte opresiva de la expe­riencia carcelaria (porque hubo otra, la del afecto y la so­lidaridad), en la escritura que generó. Y sobre "259 saltos...": durante el exilio no pude escribir sobre el exilio. Veinte años después, cuando la lejanía física ya no podía ser considerada exilio político, la escritura de los hechos y el proceso creativo necesario para llegar a la verdad sur­gieron y se instalaron como urgencia, como imposición del cuerpo, del cerebro y sus mecanismos. Otra vez: pa­ra escribir sobre el dolor me fue necesario liberarme -creer que me liberaba- de él.

Alguna vez declaró que estaba orgullosa de pertenecer a una generación que eligió la militancia política y la lucha armada para transfor­mar la sociedad, y de la que usted participó des­de el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). ¿Qué libros considera que reflejan mejor esa etapa de la historia argentina?

Siento un gran orgullo de que mi generación haya teni­do esa enorme valentía, esa inigualable capacidad con que se entregó a la dinámica de la época, frente a la inexisten­cia de alternativas. Me siento privilegiada por haber sido parte, por serlo aún ahora, de una forma u otra. Días atrás estaba en casa de viejos amigos, Norma (un hermano desaparecido) y Julio Barroso, viendo la película "Trelew", de Mariana Arruti. Entre el dolor que nos unía y el silencio tan necesario, el orgullo plantaba la bandera. En cuanto a los libros, la lista es larga, y crece. "La guerrilla fabril", de Héctor Löbbe; "Tiempo de violencia y utopía", de Oscar Anzorena; "Agustín Tosco. La clase revo­lucionaria", de Nicolás Iñigo Carrera, María Isabel Grau y Analía Martí; "Entre Tupas y Perros", de Daniel De Santis; "Entre la pluma y el fusil", de Claudia Gilman, que leí y anoté con avidez porque plantea el asunto práctica militante versus escritura, tan de esos tiempos. Y, menos en el campo de lo ana­lítico pero que permiten la emoción de lo anecdótico, "La voluntad", de Eduardo Anguita y Martín Caparrós; "Tierra que anda", de Jorge Boccanera; "Del otro lado de la mirilla", con viven­cias carcelarias de los compañeros; nuestro "Nosotras, presas políticas"; "Huellas", de María del Carmen Sillato. En ficción: "Seda cruda", de Marta Ronga, entre mu­chas otras obras.

Su testimonio fue incluido en el libro "Nosotras, presas políticas", que reúne las voces de más de un centenar de mujeres que sufrieron la cárcel entre 1974 y 1983. Allí aparece en primera persona, al igual que en los cuadernos que escribía en cauti­verio y que aún perduran. ¿Qué diferencias en­cuentra entre esa escritura y la reelaboración de sus experiencias desde la ficción?

"Nosotras..." es un libro puramente testimonial. Nos llevó siete años construirlo. Y es realmente un edificio armado día a día, noche a noche, con las emociones surgiendo a borbotones, a cada instante del proceso, en que existían la contención y el apoyo de unas a otras. Durante la primera época estábamos revisando las car­tas que habíamos enviado a nuestros familiares desde la cárcel. Abrí mi paquete, y entre el olor a Devoto que había quedado encerrado allí, emergido de pronto co­mo un vaho, y la lectura del contenido de esos cientos de páginas, no tuve más alternativa que sentirme mal fí­sicamente. Llamé a la Negra, que coordinaba el trabajo del grupo, le comenté la reacción de mi cuerpo frente al golpe emocional, y por un tiempo el trabajo que me to­caba a mí sobre mis propias cartas quedó en manos de otras compañeras. No habría podido escribir ningún testimonio no ficcional sin su apoyo. Cuando lo hice fue de manera rápida, sobrevolando los hechos. Por eso escribo ficción. Las diferencias entre una forma y la otra, en términos de los resultados, son claras. Pero la diferencia entre pasar por los hechos vividos en el in­tento de reproducirlos con exactitud, como testimonio, y el modo ficcional, en el que la imaginación podría (de­pende del grado de esquizofrenia que logre cada uno) convencerte de que los hechos le ocurrieron al persona­je y no a vos, es profunda. La ficción me permite jugar. El juego salva. Salva y permite existir. Y da lugar a un testimonio menos local, en términos emocionales, psi­cológicos, y por lo tanto de tono más universal.

"Sufro mucho escribiendo", dijo alguna vez en una entrevista. ¿Por dónde transita ese dolor?

Pasa por los temas. Pasa por mi necesidad de escribir sobre los fantasmas, las obsesiones, sobre lo que acecha y amenaza. No escribo distendida. Escribo crispada, alerta, tensa. Interrumpo cuando me quedo sin aire.

Una de sus últimas novelas, "Basse danse", se lee con una carga de tensión permanente. Hay una vio­lencia que sobrevuela a los personajes. ¿Por qué eligió como protagonistas a hermanos siameses?

Necesitaba que estuvieran unidos físicamente pero que tuvieran características personales muy diferentes, hasta opuestas. Necesitaba que tuvieran que luchar para sobrevivir en circunstancias tan especiales, que tuvieran que resolver sus diferencias. Tenían que odiarse pero necesitarse, amarse pero poder prescindir uno del otro. Tenían que ser cómplices dentro de la enemistad, y ene­migos dentro de los límites de la complicidad. Enorme drama el que deben enfrentar dos cerebros inteligentes, tan diferenciados, y que deben hacer uso del mismo cuerpo para existir en cada detalle de sus vidas. Tofé y Ancón representan la esencia de la tensión humana. La novela es una parodia de las soluciones fáciles y preca­rias. Son dos hombres que, ejerciendo sus propios roles histriónicos durante los juegos en los que se subsumen día tras día, despliegan la complejidad del devenir coti­diano. Son un espejo de lo que, si estamos del lado de la vida, debemos atravesar a cada minuto. Y son mucho más: son la forma en que sabemos, o no sabemos, vivir.