3 de noviembre de 2009

Edward H. Carr. Octubre sesenta años después (2)

Edward H. Carr (1892-1982), fue uno de los más distinguidos historiadores del siglo XX. Para él, el historiador no debía ser meramente un compilador de datos factuales, sino que debía salir al encuentro de éstos. La idea empírica de que los datos traducen "hechos" históricos y de que éstos están ahí esperando que un historiador los desentierre del archivo constituía para Carr una falacia. Para el autor de "¿Qué es la historia?", la categoría de "hecho histórico" no está dada de por sí. Es el historiador, el sujeto que investiga, quien decide, merced a la ordenación y selección, qué hechos poseen relevancia histórica. En la historiografía académica del siglo XIX, por ejemplo, el estudio de la base material de la sociedad carecía de importancia. Esto quedaba para el materialismo histórico, mientras que la Historia con mayúscula debía ocuparse de aquellos tratados diplomáticos que tuvieron la virtud de desencadenar una guerra, o de aquella azarosa sucesión al trono que inició un período de decadencia en tal o cual país, o de aquellas negociaciones secretas entre dos gobiernos que cercenaron las posibilidades expansivas de un tercero, etcétera. Carr, sin desestimar la importancia objetiva de los hechos, opinaba que la historia no es un producto subjetivo de la mente del historiador, sino que es "un proceso continuo de interacción entre el historiador y sus hechos, un diálogo sin fin entre el presente y el pasado". En este diálogo, el historiador aparece como un producto de la sociedad en que vive y, en último término, de la historia. Decir que el historiador no es un individuo abstracto, sino concreto, producto de unas circunstancias históricas y sociales, equivale también a sostener que la historia no está hecha por individuos, sino por la sociedad entera. Esas anónimas multitudes que desfilan por la historia constituyen una fuerza social cuya acción era, para Carr, el objeto de la investigación histórica. Tampoco el historiador inglés desestimó el papel de los grandes individuos en la historia, pero los situó entre otros tantos factores que intervienen en un proceso histórico, restándoles esa supuesta capacidad de determinación que tradicionalmente se les ha atribuido y que está ligada a la exaltación individualista propia de la ideología de los primeros tiempos del capitalismo. La historia -decía Carr- es "el proceso de la investigación en el pasado del hombre en sociedad", y jamás ha de ser considerada como la "biografía de grandes hombres" como quería el historiador escocés Thomas Carlyle (1795-1881). Apasionado por la literatura y la cultura de Rusia, Carr fue uno de los especialistas más destacados en la historia reciente de este país junto a Isaac Deutscher (1907-1967) y Pierre Broué (1926-2005). Los temas por él abordados, que giran en torno a la Revolución de Octubre, son de un gran interés para interpretar la historia contemporánea: el leninismo como adecuación del marxismo al contexto histórico de la Rusia zarista, el movimiento espartaquista alemán, la reconsideración de la utopía bolchevique, los problemas de la industrialización y la colectivización en gran escala, las características del sindicalismo soviético, la revolución inconclusa, la tragedia de Trotsky, etcétera. Lo que sigue es la segunda parte de la extensa entrevista de 1978 incluida en el libro "De Napoleón a Stalin y otros estudios de historia contemporánea", aparecido un año después de su muerte.Una de las tendencias más sorprendentes ocurridas en los años setenta ha sido el alejamiento de los partidos comunistas de la Europa occidental de la lealtad tradicional para con la Unión Soviética. En nombre del eurocomunismo, el Partido Comunista Español se refiere a los Estados Unidos y a la Unión Soviética como peligros equivalentes para la Europa occidental, mientras que el Partido Comunista Italiano se refiere a la OTAN como un escudo protector contra las agresiones soviéticas. Tales posiciones hubiesen resultado inimaginables hace tan sólo una década. ¿Cuál es su opinión con respecto a la tendencia que representan? ¿Es que la búsqueda de un modelo de sociedad socialista distinto del de la Unión Soviética, adaptado a un Occidente más avanzado, justifica el tono antisoviético que actualmente tiene el eurocomunismo?

El eurocomunismo es, a todas luces, un movimiento abortado, un intento desesperado de escapar a la realidad. Si lo que pretende es volver a Kautsky y denunciar al renegado Lenin, me parece muy bien. Pero, ¿qué necesidad hay de remover el lodo al autodenominarse "comunistas"? En la terminología actualmente aceptada, se trata de socialdemócratas derechistas. La única plataforma sólida del eurocomunismo es la independencia y la oposición al partido ruso. Se encarama ávidamente al tren del antisovietismo. El resto de la plataforma es algo completamente amorfo, algo parecido a lo que en este país solíamos denominar "lib-lab" (liberal-labour). Las incursiones realizadas en la práctica política evidencian su vacuidad. En cierto modo, los eurocomunistas italianos se sitúan a la derecha de los socialistas. Los eurocomunistas franceses en varias partes al mismo tiempo. Los eurocomunistas españoles no se sitúan en parte alguna. Los eurocomunistas británicos apenas si se dejan ver. Podíamos habérnoslas compuesto perfectamente sin esta triste demostración del deterioro de los partidos comunistas occidentales.

Marx imaginó el socialismo como una sociedad de una libertad y una productividad incomparablemente superiores a las del capitalismo. Una asociación armónica y avanzada de productores libres sin explotación económica ni coerción política. La transición hacia este tipo de sociedad en la Unión Soviética, aunque ha rebasado en mucho al capitalismo, queda todavía muy lejos de las metas propuestas por Marx o Lenin. En los países más opulentos de Occidente todavía hay que desbancar al capitalismo, lo que en parte se ha debido al desencanto existente en el seno de la clase obrera ante los progresos registrados en la Unión Soviética. En una situación como la actual, que a veces parece hallarse en un punto muerto dual, ¿opina usted que las posibilidades de una ruptura política, una aceleración orientada hacia las metas clásicas del socialismo revolucionario son, hoy por hoy, mayores en el Este o en el Oeste? Al finalizar su libro "¿Qué es la historia?" usted citaba las palabras de Galileo "E pur si muove" (Y sin embargo se mueve). ¿Dónde está el nódulo principal del movimiento histórico cuando nos acercamos a las postrimerías del siglo XX?

Esta pregunta tiene tantas facetas que voy a tener que disgregarla y responder a ella de un modo más bien deshilvanado. En primer lugar, permítame una breve digresión acerca del lugar que ocupan en nuestro pensamiento Marx y el marxismo. Adam Smith tuvo ideas geniales, y "The wealth of nations" (La riqueza de las naciones) se convirtió en la Biblia del capitalismo ascendente durante todo un siglo y en más de un país. Hoy, los cambios sufridos por el marco económico han invalidado algunos de sus postulados y han modificado nuestra opinión acerca de algunas de sus predicciones y aseveraciones. Karl Marx tuvo ideas aún más geniales; no sólo previó y analizó el inminente declive del capitalismo, sino que nos ofreció unos instrumentos de pensamiento completamente nuevos, que nos permitirían descubrir los orígenes del comportamiento social. Pero, desde la época en que escribió, han sucedido tantas cosas…; y las tendencias recientes, si bien han confirmado la validez de sus análisis, también han proyectado serias dudas acerca de sus pronósticos. Admitir tales dudas, e investigarlas, no significa descalificar a Marx. Lo que sí parece incompatible con el espíritu del marxismo son las ingeniosas tentativas escolásticas -como las que a veces he visto en la "New Left Review"- de adaptar los textos marxistas a condiciones y problemas que Marx no tuvo en consideración, y que tampoco podía prever. Lo que yo quisiera encontrar en los intelectuales marxistas es menos análisis abstracto de textos marxistas y más aplicación de los métodos marxistas al examen de las condiciones sociales y económicas que diferencian nuestra época de la suya. Usted me pregunta acerca de las perspectivas de una ruptura favorable a una sociedad socialista o marxista en la Unión Soviética y en Occidente. Se trata de dos problemas absolutamente distintos. La Revolución Rusa derrocó el antiguo orden y enarboló la bandera del marxismo. Pero allí no se daban las premisas de marxismo y, por tanto, no cabía esperar alcanzar las perspectivas marxistas. El reducidísimo proletariado ruso, casi sin instrucción, en poco se parecía al proletariado que Marx imaginó que sería el portaestandarte de la revolución, y no estaba a la altura del papel que se le había atribuido en el esquema marxista. Lenin, en uno de sus últimos ensayos, deploraba la escasez de "proletarios genuinos" y subrayaba con amargura que Marx había escrito, "no sobre Rusia, sino sobre el capitalismo en general". La dictadura del proletariado, dejando al margen lo que pudiera interpretarse con esta frase, era como levantar un castillo en el aire. Lo que Trotsky denominaba "substituismo", la substitución del proletariado por el partido, era inevitable, dando como resultado, a través de lentos estadios, el crecimiento de una burocracia privilegiada, el divorcio de la dirección y las masas, la tiranía sobre los obreros y los campesinos, y los campos de concentración. En cambio, también se hizo algo que no se había hecho en Occidente. El capitalismo había sido desmantelado y substituido por la producción y distribución planificada, y, si bien es muy cierto que el socialismo aún está por realizarse, sí que se han creado, aunque sea imperfectamente, algunas de las condiciones para su realización. El proletariado ha aumentado enormemente sus contingentes, y su nivel de vida, salud y educación han mejorado notablemente. Si uno dejara volar su imaginación, podría soñar en que llegará un día en que ese nuevo proletariado tomará sobre sí la responsabilidad que sus predecesores, más débiles, no pudieron llevar sesenta años atrás, y caminar hacia el socialismo. Personalmente no tengo por costumbre complacerme en tales especulaciones. La historia raramente produce unas soluciones tan perfectas, teóricamente. La sociedad soviética aún está avanzando. Pero a qué fines, y si el resto del mundo le permitirá proseguir su avance sin ser perturbada, eso es algo a lo que yo no trato de responder. El problema del marxismo en Occidente es más complicado. Aquí se dan las premisas marxistas, pero, por el momento, aún no han llevado al desenlace previsto. Marx formuló sus teorías a la luz de las condiciones que se daban en la Europa occidental, especialmente en Inglaterra. Su perspicacia y su clarividencia han quedado brillantemente justificadas, hasta cierto punto. El sistema capitalista ha decaído ante la acumulación de sus contradicciones internas. Se ha visto gravemente conmocionado por dos guerras mundiales y por crisis económicas recurrentes. Se manifiesta impotente para hacer frente al desempleo creciente. Los obreros organizados han ganado mucha fuerza, y no han dudado en utilizar esta fuerza para la consecución de sus fines. Y, sin embargo, lo único que falta por producirse es la revolución proletaria. Cada vez que en el horizonte del mundo capitalista asoma la revolución -en Alemania en 1919, en Gran Bretaña en 1926, en Francia en 1968- los obreros se han apresurado a darle la espalda. Fuera lo que fuese lo que pretendían, no se trataba de la revolución. Me parece difícil refutar la evidencia de que, a pesar de todas las grietas que se han abierto en la armadura del capitalismo, la disposición de los obreros es menos -no más- revolucionaria hoy de lo que lo era hace sesenta años. Hoy por hoy, en Occidente, el proletariado -entendiendo como tal, como pretendía Marx, a los obreros industriales organizados- no es ya una fuerza revolucionaria; incluso tal vez sea contrarrevolucionaria. ¿Por qué, en Occidente, el obrero actual no quiere -porque creo que debemos admitir este hecho- la revolución? La primera respuesta es: por miedo, estimulado, en parte, por el ejemplo de 1917. La Revolución Rusa, dejando de lado lo que en última instancia haya tenido de bueno, provocó una miseria y una devastación terribles. Desbancar a la clase dirigente en el mundo capitalista de hoy sería todavía una empresa más desesperada, y su precio todavía más alto. En 1917, lo único que podía perder el obrero ruso eran sus cadenas. El obrero occidental puede perder mucho más, y no quiere perderlo. Cada vez que se plantea esta cuestión, siempre hago esta analogía: el médico dice al paciente que tiene una enfermedad incurable, que irá agravándose a un ritmo impredecible, pero que podrá ir tirando, bien o mal, durante años. La enfermedad podría curarse mediante una operación, pero hay muchas posibilidades de que peligre la vida del paciente. El paciente decide seguir como está. Rosa Luxemburgo dijo que la decadencia del capitalismo terminaría en el socialismo o en la barbarie. Sospecho que la mayoría de los obreros actuales prefieren aceptar la decadencia del capitalismo, con la esperanza de que durará más que ellos, a someterse al bisturí de la revolución, que puede o no, llevar al socialismo. Se trata de un punto de vista perfectamente admisible. Pero yo quiero ir todavía más al fondo. No tengo ni idea de quién acuñaría la frase "imperio del consumidor". Pero la idea se halla implícita en Adam Smith y en toda la economía clásica. Marx, concretamente, colocó al productor en el centro del proceso económico. Pero es que él daba por hecho que el productor producía para el mercado y que, por lo tanto, tenía que producir aquello que el consumidor quisiera comprar; y posiblemente ésta sea una buena descripción de lo que sucedió hasta fines de siglo XIX, varios años después de que Marx muriera. Desde entonces, la situación ha dado un vuelco, y el poder del productor se ha incrementado a un ritmo frenético. El empresario que, cada vez con más frecuencia es una gran empresa, controlaba y normalizaba los precios. La producción en masa hizo imperiosa la creación de un mercado uniforme. La publicidad se desarrolló a pasos agigantados, en extensión y en ingenio. Por primera vez, el productor estaba en condiciones de moldear el gusto del consumidor y de persuadirlo de que lo que quiere es aquello que el productor considera más conveniente y beneficioso producir. Nos encontrábamos en la era del imperio del productor. Sin embargo, lo que importa subrayar es que, a medida que el proletariado aumentaba en número y en calidad, podía con eficacia cada vez mayor afirmar sus pretensiones de compartir los beneficios crecientes que brindaba la nueva era. Engels descubrió la corrupción por los capitalistas de lo que él denominaba "aristocracia obrera". Lenin aplicó el mismo concepto a la clase obrera de los países capitalistas frente al mundo colonial. Pero ni el propio Lenin podía prever la asociación de productores -o sea, patronos y obreros- en aras de explotar al consumidor en todo el ámbito del mercado doméstico. No hace falta ser muy perspicaz para comprender lo que está pasando. La "defensa del puesto de trabajo" del productor se ha convertido en un factor decisivo de la política económica. Se justifica el exceso de personal directivo y de ventas: el aumento de los precios se encargará de los gastos. Se resiste a mejoras tecnológicas que reducirían costes y precios, porque suponen la pérdida de puestos de trabajo: ya lo pagará el consumidor. El otro día, una institución seria propuso el sacrificio de un cuarto de millón de gallinas ponedoras, con el fin de reducir el suministro de huevos y evitar una desastrosa caída de precios. Los extraños manejos de la Comunidad Económica Europea (CEE) con la mantequilla, el vino y la carne de vacuno ya nos resultan familiares. Una economía tan desquiciada no puede sobrevivir durante mucho tiempo. Pero, aún así, el tiempo puede ser largo, mucho más de lo que se imaginan los que hoy se aprovechan de ello. No he mencionado antes un asunto de tan poca monta como es la inversión de las enormes cantidades de dinero de las pensiones de los sindicatos en valores industriales y comerciales. Si colapsan los beneficios de los capitalistas, también colapsa la provisión de las jubilaciones de los trabajadores. "Allí donde está tu tesoro, allí debe estar también tu corazón". En la actualidad, los obreros tienen varias razones para que se sostenga el capitalismo. En las condiciones actuales, la nacionalización de las industrias y la promoción de obreros a cargos directivos (aspecto éste en el que los obreros británicos no han mostrado gran interés), no representan la ocupación de la industria por los obreros, sino un paso más en la integración de los obreros en el sistema capitalista. Lord Robens es tan buen capitalista como lord Robbins. Desde esta perspectiva es desde donde debemos diagnosticar la enfermedad que sufre la izquierda, que es una manifestación clara de la enfermedad que aqueja a toda la sociedad. La izquierda ha perdido la esencia de su doctrina y sigue repitiendo fórmulas que ya han perdido credibilidad. Durante cien años, o tal vez más, las esperanzas de la izquierda se centraban en que los obreros serían la clase revolucionaria del futuro. La democracia capitalista sería derrocada y substituida por la dictadura del proletariado. Es posible sostener que esta visión aún es practicable. En el pasado, las grandes transformaciones que se producían en la sociedad se alargaban durante décadas, y a veces siglos; tal vez todo se reduzca a que somos demasiado impacientes. Sin embargo, debo confesar que, habiendo tantas y tantas señales orientadas en otra dirección, esta perspectiva somete a una dura prueba mi capacidad de optimismo. Cuando considero el actual desorden en que se encuentra la izquierda, dividida en una galaxia de diminutas sectas beligerantes, a las que sólo une la incapacidad de atraer nada más que a un insignificante sector marginal del movimiento obrero y la osada ilusión de que sus propuestas revolucionarias representan los intereses y las ambiciones de los obreros, no me quedo nada tranquilo. Me viene ahora a la memoria que, en un artículo escrito poco después del estallido de la guerra, en septiembre de 1939, Trotsky admitía, con indecisión y serias dudas, que si la guerra no provocaba una revolución, resultaría obligado buscar las razones del fracaso "no en el atraso del país, ni tampoco en el entorno imperialista, sino en la incapacidad congénita del proletariado para convertirse en clase dirigente". Tal vez no hubiera que tomar demasiado en serio una afirmación tan retorcida, emitida en un momento de desasosiego. Yo me resisto al término "congénito"; el artículo fue publicado en inglés y desconozco qué palabra rusa debió de emplear Trotsky. Pero, si hubiese vivido para ver el panorama actual, no creo que hubiese hallado razones válidas para retractarse del veredicto. Así pues, ¿cómo hay que analizar la situación y calibrar el futuro? En primer lugar, patronos y obreros están todavía enzarzados en el conflicto tradicional sobre la repartición de los beneficios de la empresa capitalista, aunque recientemente se hayan dado casos en los que patronos y obreros han llegado a un acuerdo; acuerdo al que se ha opuesto el gobierno, sobre la base del interés general. En segundo lugar, se ha establecido un consenso silencioso, pero fuerte, entre patronos y obreros, acerca de la necesidad de mantener el margen de beneficios. Puede que las partes se peleen por el reparto de los despojos, pero están de acuerdo en la necesidad de incrementarlos. Aún es pronto para adivinar cuál de estos dos factores acabará por ser el predominante. Podría discutirse el argumento de si, cuando se rocen los límites físicos de la explotación del mercado del consumidor, y cuando se agoten las oportunidades para el reforzamiento del capitalismo desde fuera, en un país determinado, volverá a ser predominante el choque de intereses entre el patrón y el obrero, y que entonces estará despejado el camino para la revolución proletaria de corte marxista, durante tanto tiempo pospuesta. Sin embargo, debo admitir que soy muy escéptico sobre esta posibilidad. Me siento anonadado por el hecho de que, desde 1917, las dos únicas revoluciones de importancia que se han producido hayan sido las de China y Cuba, y de que los movimientos revolucionarios, hoy, únicamente están vivos en países en los que el proletariado es débil o inexistente. Usted me plantea un reto, al citar mis últimas palabras en "¿Qué es la historia?". Sí, creo que el mundo marcha hacia adelante. No he modificado mi opinión de que 1917 es uno de los momentos cruciales de la historia. Y, lo que es más, todavía afirmo que 1917, conjuntamente con la guerra de 1914-1918, marcaron el principio del fin del sistema capitalista. Pero el mundo no está en movimiento perpetuo, ni se mueve en todas las partes al mismo tiempo. Estoy tentado de decirle que los bolcheviques no obtuvieron su victoria en 1917 a pesar del atraso de la economía y de la sociedad rusas, sino gracias a ello. Creo que debemos considerar seriamente la hipótesis de que la revolución mundial, de la que 1917 fue el primer acto y que completará el hundimiento del capitalismo, será la revuelta del mundo colonial contra el capitalismo, en su aspecto de imperialismo, más que la revuelta del proletariado en los países capitalistas avanzados. ¿Qué conclusiones podemos presentar a nuestra izquierda, en la presente situación? Me temo que no serán muy satisfactorias, dado que nos hallamos en una época profundamente contrarrevolucionaria en Occidente, y la izquierda carece de una base revolucionaria sólida. En mi opinión, los miembros serios de la izquierda tienen, en la actualidad, dos alternativas posibles. La primera es seguir siendo comunistas y continuar como un grupo educacional y propagandístico, alejado de la acción política. Las funciones a desarrollar por ese grupo serían analizar la transformación económica y social que se está produciendo en el mundo capitalista; estudiar los movimientos revolucionarios que se desarrollan en otras partes del mundo: sus logros, sus defectos y sus potencialidades; y tratar de formarse una imagen más o menos realista de lo que el socialismo debería y podría significar en el mundo contemporáneo. La segunda alternativa para la izquierda es la de participar en la política: hacerse socialdemócratas, reconocer y aceptar abiertamente el sistema capitalista, tratar de lograr todo aquello que pueda lograrse dentro del sistema, y trabajar en favor de aquellos compromisos entre patronos y obreros que contribuyan a mantenerlo. No se puede ser comunista y socialdemócrata a un mismo tiempo. El socialdemócrata critica el capitalismo, pero en última instancia lo defiende. El comunismo lo rechaza, y cree que al final acabará destruyéndose a sí mismo. Pero el comunista, en Occidente y en la hora actual, es consciente de las fuerzas que aún lo sostienen, y de la falta de una fuerza revolucionaria suficientemente poderosa como para poder destruirlo.