18 de noviembre de 2009

Entremeses literarios (LXXXII)

PRIMO APPARUTI
Ermanno Cavazzoni
Italia (1947)

Lo que cuento de Primo Apparuti es absolutamente cierto; lo contaba él mismo en el manicomio. Primo Apparuti era un mecánico y vivía en Nonantola, en la provincia de Modena. En 1918 fue internado por su voluntad en el manicomio de Reggio Emilia. Decía que no podía más estar afuera, que la cosa no podía seguir así. Era mecánico de bicicletas y cuando golpeaba con el martillo un pedazo de hierro para forjarlo, le faltaban las fuerzas; le parecía que el hierro se quejaba y le recriminaba con su silencio. Entonces se sentía tan dolorido que le venían ganas de llorar y corría a meter el hierro en agua esperando aliviar así el mal que le había hecho. Dejaba pasar media hora y no teniendo el coraje de volver a tomar el hierro se ponía a montar una rueda de bicicleta; pero apenas apretaba la tuerca del eje la habitual voz interior le recriminaba que le hacía mal a la tuerca y al eje. Tenía que dejar de hacerlo. Pero después, encontrando con la mirada otras tuercas, decía que sentía dolor e inquietud; trataba de resistir, pero una fuerte pesadumbre lo obligaba a aflojarlas. Y después de haber aflojado muchas tenía que huir, disculpándose con las otras tuercas, diciendo que no había sido él quien las había apretado, y que si el propietario de la bicicleta las hubiera apretado de nuevo él sufriría una desgracia o resultaría muerto. Y oía a sus hijos que lo llamaban: "papá, papá", entre lágrimas. Entonces cerraba el negocio y ponía un cartel: "Murió el mecánico". Después se arrepentía de haber escrito eso y de dar a sus clientes motivos de tristeza y de pena; iba a quitarlo, sin tener el coraje de mirar las bicicletas. A menudo pensaba en matarse, pero lo asaltaba el temor de ser un incapaz y de arruinar los muebles o de molestar a la gente con su funeral. Experimentaba entonces un desasosiego y una opresión muy grande en el corazón, y le venían ganas de sacarse la cabeza y ponerla sobre el banco de trabajo y regañarla y golpearla; hasta que le agarraba un gran cansancio. A veces, para no estar todo el tiempo afligido por las bicicletas, iba a la ciudad y compraba un boleto de tranvía hasta la parada más lejana. Pero después de medio kilómetro, más o menos, tenía que bajarse, pensando que no era digno de hacerse llevar, y sintiéndose además víctima de los reproches por parte del motor. Volvía a hacer el camino, a pie, pero encontrando otros tranvías llenos de gente sentía otra vez el corazón apesadumbrado viéndolos sometidos a semejante esfuerzo. Entonces se asociaba a su dolor llorando, y los seguía en la subida prometiendo vengarlos, insultando y mofándose de los pasajeros, y exhortando a los motores a que tuvieran paciencia, porque después habrían tenido alegrías que los pasajeros ni siquiera sospechaban. Cuando había llegado fuera del poblado se complacía contemplando los palos telegráficos y los abrazaba, los besaba, medía la distancia entre uno y otro y contaba los cables que llevaban experimentando mucho desconsuelo. Trataba de imprimir en su mente la forma y las dimensiones de cada uno y prometía volver a verlos. Estos eran los únicos momentos de felicidad de los que en toda su vida tenía memoria.


EXCELSUM SUPERBUM
Ana Cerri

Argentina (1947)

Recién empezaban a rozarse, por encima, los ligustros disciplinados. Era una alameda joven. Cuando su hija nació, él había plantado los arbolitos con esmero, uno por uno, atando al primer ejemplar una placa de hojalata con la nomenclatura precisa y la fecha. Aquella podría haber sido una media mañana cercana al otoño. Corrían los dos. El de espaldas, para atrás. La pequeña se esforzaba en la carrera más por no verlo alejarse que por ganar. Al final, ella ganaba siempre y aupada por el padre, presunto perdedor, tomaba como trofeo la boina vasca y la lanzaba al aire. Los dos reían con una risa idéntica. La mañana de la que hablo, esa del otoño que alborea, tal vez queriendo eternizar aquel minuto de triunfo y exclusividad, le preguntó:
- ¿Podemos casarnos, papá?
El la abrazó fuertemente, como abraza un padre que ha plantado árboles. Después, la bajó con extrema delicadeza y acuclillado a su altura intentó una respuesta:
- Ya me he casado con tu mamá.
Silencio. Con levedad se movieron las hojas y las manchas del sol vacilaron sobre el suelo.
- Bien. Cuando crezcas lo vamos a hablar.
Aún cuelga de una rama baja, en el primer árbol, la placa de hojalata: "Ligustrum Excelsum Superbum" (0-10-1947). Nunca me he casado.



FELINO
Carolina Soto Valenzuela
Colombia (1984)

Lo diviso entre la multitud; sin duda sobresale de la masa homogénea que por esa hora circula en el centro. Hacemos contacto visual mientras esperamos que cambie el semáforo; él está en la vereda de enfrente. Me mira de pie a cabeza, me sonrojo. Su andar felino me hipnotiza, me aturde. Camina sigiloso. Quedamos frente a frente: yo, inmóvil; él, hábil como un gato, toma mi cartera y se escabulle entre la gente.


DENSA LUZ DEL TROPICO
Juan Bañuelos

México (1932)

Hay burbujas de frutas en el olor del día. El verdeoscuro de la tarde entra a zancadas por el patio y se funde con el pequeño remolino que en medio del jardín hace girar las hojas como astros de un sistema solar sobre la ropa tendida. Contemplamos la jarra de agua y a un lado el cuchillo plateado con su filo de remordimientos. Alguien pasa por la calle. Sus pasos suenan como crujidos de un mueble a medianoche. Y el clima verde ensaya su antiguo sacrificio. El mar dista unos 20 km. de esta casa. Vietnam está aún más lejos, tal vez a la vuelta esquina. De súbito el calor es irritante. Nos volvemos oscuros: la herrumbre devora al cuchillo. El sistema solar del jardín se ha desintegrado. Alrededor de la jarra de agua se extiende un yermo. El espanto me toma de la mano. Las palmeras tienen batas blancas. Las golondrinas silban sus clandestinos aires. La muerte se extravía en las hojas de la noche.


FIESTA DE CUMPLEAÑOS
Katharine Brush
Estados Unidos (1902-1952)

Era una pareja de treintañeros al borde de los cuarenta y se los veía indudablemente casados. Se sentaron frente a nosotros en el pequeño restaurante y cenaron. El hombre, de anteojos, tenía la cara redonda y satisfecha; la mujer llevaba un gran sombrero y era hermosa. No ocurrió entre ellos nada extraordinario, nada digno de recordar, hasta que, al término de la cena, de pronto quedó en claro que se trataba de una ocasión especial (el cumpleaños del marido) y que la mujer tenía lista una pequeña sorpresa para él. La sorpresa llegó bajo la forma de una torta pequeña, pero resplandeciente, con una vela rosa que ardía en el centro. El camarero la trajo y la colocó delante del marido mientras un violín y un piano interpretaban "Que los cumplas feliz" y la mujer, con pudoroso orgullo, le sonreía por encima de la pequeña sorpresa y los pocos que estábamos allí, en el restaurante, tratábamos de colaborar con aplausos. Se hizo evidente, entonces, que ella necesitaba más ayuda, porque su esposo no se hallaba a gusto. Más aún, estaba avergonzado e indignado a causa de los besos de su mujer. Lo observabas, veías lo que estaba ocurriendo y pensabas: "Vamos, no seas así". Sin embargo, el hombre era así y, en cuanto depositaron la torta en la mesa y la pequeña orquesta dejó de tocar y la atención general se apartó de ellos dos, alcancé a ver que él le decía entre dientes algo a ella: algo brusco y descortés. Sin el coraje de mirar a la mujer, clavé los ojos en mi plato de comida y dejé pasar un largo rato. No fue tan largo, parece, porque ella seguía llorando cuando por fin la miré. Lloraba en silencio, con el corazón destrozado, sin esperanzas, bajo el ala de su mejor sombrero.


LA DICHA DE VIVIR
Leopoldo Lugones
Argentina (1874-1938)

Poco antes de la oración del huerto, un hombre tristísimo que había ido a ver a Jesús, conversaba con Felipe, mientras concluía de orar el maestro.
- Yo soy el resucitado de Naím -dijo el hombre-. Antes de mi muerte, me regocijaba con el vino, holgaba con las mujeres, festejaba con mis amigos, prodigaba joyas y me recreaba en la música. Hijo único, la fortuna de mi madre viuda era mía tan sólo.
- Es que cuando el maestro resucita a alguno, asume todos sus pecados -respondió el apóstol-. Es como si aquél volviese a nacer en la pureza del párvulo.
- Así lo creía y por eso vengo.
- ¿Qué podrías pedirle, habiéndote devuelto la vida?
- Que me devuelva mis pecados -suspiró el hombre.



ELECTRODOMESTICOS
Gioconda Belli
Nicaragua (1948)

La vida toma el amor y lo tritura igual que una de esas máquinas que transforma vegetales en purés, picadillos y jugos. Dos crean el manjar único del amor con sabor a sí mismos y hay un embeleso inicial, un gusto de papilas excitadas. Y sin embargo, en la era de los aparatos eléctricos, la vida es una gran procesadora: la cotidianidad y sus rutinas, las manías, el hombre siempre intentando la estúpida supremacía, hasta que llega la hora del hambre y la necesidad de recurrir a las sobras, reciclar lo que permanece. Otra vez la máquina procesadora, el puré, el picadillo, hasta que sólo queda el líquido espeso y aquel olor al banquete como una fotografía magnífica e irreal brillando en la memoria.


METRO DE MADRID
Leandro Calle

Argentina (1969)

Olía a vos esa bufanda que ahora se anudaba a mi cuello. Colorinche, femenina, repleta de flecos que nada tenían que ver con mi atuendo masculino. Querías algo mío, fue por eso que me propusiste hacer un intercambio. Como en el rito de una condecoración me saqué la bufanda y recubrí tu cuello. Me despedí como si fuera a perderte, por eso vino el llanto. Supe después que vos también lloraste. ¡Santo nudo de olor en mi garganta! no te vayas, no me dejes solo en este viaje, supliqué con los ojos, de rodillas en un vagón repleto. Olía a vos esa bufanda y eso me salvó del desamparo.


MAGIA DE LOS ESPEJOS
Ana María Shua

Argentina (1951)

A los cuarenta y cinco años Moisés Cufari compró un tour a Israel y Grecia para él y su señora. El mercado de Jerusalem les pareció sucio y asombroso. Bebieron jugo de zanahoria, compraron un albornoz y un espejo. Si este espejo se mira de frente -les dijo el vendedor, en buen inglés- se ve lo que más se ama. Mirarlo de costado es peligroso. En el hotel no funcionaba el aire acondicionado. Cufari miró el espejo de frente y vio su propia cara. Lo miró de costado y no sucedió nada. Entonces tuvo la certeza de que la magia no existe y le dolió el corazón y su decepción fue tan grande que no pudo sobrevivir a ella. La mujer y el vendedor, unos días más tarde, se reían juntos en Corfú. "Tenías razón -dijo él-: era más crédulo de lo que yo calculaba". Y miraban el espejo de costado, como quien no tiene ilusiones. Sin embargo, al fin también murieron, como nos pasa a todos.


LA LAGARTIJA
Víctor Montoya

Bolivia (1958)

Recuerdo aún la lagartija que se me metió por el botapié del pantalón y subió por mi pierna con una agilidad que me erizó los pelos. Lancé un grito desesperado y, dándole una palmada que sonó como un sopapo, la aplasté contra mi muslo. Sacudí el pantalón, suponiéndola muerta o herida, pero lo único que cayó al suelo fue un pedazo de su cola. El cuerpo de la lagartija desapareció misteriosamente. No supe dónde se metió, hasta que empezó a salirme una mancha verdosa a la altura de la entrepierna, justo allí donde la piel se levantó en forma de una pequeña salamandra, el cuerpo alargado, la cabeza puntiaguda y las patas extendidas a los costados. Aunque a primera vista parecía un tatuaje chino, me causó una angustia del tamaño de la muerte. Con el transcurso del tiempo, aquella parte del muslo adquirió una tonalidad negruzca y la piel se me puso rechoncha. Lo peor era que la lagartija, cada vez que daba un paso o corría, parecía moverse debajo de mi piel como si estuviese viva. No sentía dolor ni escozor, pero experimentaba una sensación sólo conocida por quienes tienen un reptil metido en el cuerpo. Guardé celosamente este secreto, hasta que un día, sobrecogido por el miedo a que la lagartija se me metiera en alguna concavidad oscura, decidí consultar con un zoólogo, quien, sin salir de su asombro, me aconsejó visitar a un médico cirujano, para que me extrajera la lagartija y me injertara otra piel sobre la herida. Así lo hice. El cirujano, muy extrañado por el caso, me operó el muslo injertándome otra piel que, por un error irreversible, resultó ser la piel de otro reptil más escamoso y venenoso. Desde entonces, en lugar de la lagartija, cargo una serpiente enroscada entre las piernas.