23 de noviembre de 2009

Jorge Luis Borges: "El nuestro es un pueblo acostumbrado a la complicidad, a la complacencia, a la cobardía"

Yazmín Ross (1959) es una periodista, guionista de documentales y narradora mexicana. Nacida en Veracruz, estudió Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional Autónoma de México y trabajó como periodista y analista internacional en la Agencia Oficial de Noticias de México. Como corresponsal en Argentina y Costa Rica de medios estatales (de 1983 a 1991), cubrió el fin de las dictaduras en el Cono Sur, los acuerdos de pacificación en Centroamérica y los procesos electorales en Nicaragua y El Salvador. También fue corresponsal en Centroamérica de "Proceso" de México, "Brecha" de Uruguay y "El Espectador" de Colombia. Ha colaborado en diversos periódicos y revistas latinoamericanas como "La Jornada" y "El Financiero" de México; "La Maga", "Crisis" y "El Periodista" de Argentina; "Pensamiento Propio" de Nicaragua y "La Nación" de Costa Rica, entre otros. Radicada en Costa Rica desde 1989, es autora de la novela "La flota negra", del libro de ensayos "La pasión del Caribe" y del guión de "¿El barco prometido?", un documental que ganó la IX Muestra de Cine y Video Costarricense como mejor guión, mejor documental y mejor sonido, y el Festival Icaro de Guatemala, en la categoría "Centroamérica vista desde afuera", además de haber sido presentado con éxito en los Festivales de la Habana, Cartagena, Málaga y Biarritz. A fines de 1985, cuando trabajaba como corresponsal en Argentina para la agencia noticiosa Notimex, visitó a Jorge Luis Borges (1899-1986) en su departamento de la calle Maipú. Además de la relación de Borges con México y sus escritores, el diálogo abarcó un punto coyuntural: el juicio a los represores de las juntas militares, que se estaba llevando a cabo en Buenos Aires, y temas cruciales como la ceguera y la muerte. El escritor fallecería meses después -el 14 de junio de 1986- por lo que se puede inferir que la entrevista publicada en la revista "Nómada" nº 15 de febrero de 2009 (que sólo apareció fragmentariamente en cables de agencia y diarios de México) es una de las últimas realizadas al autor de "Historia universal de la infamia" y "Fervor de Buenos Aires".


Cuando joven pensaba en sí mismo como poeta. ¿Cómo se siente ahora?

Ahora me siento como un barco a punto de naufragar por la ceguera. La ceguera es un simulacro en que la naturaleza me ha encarcelado.

¿Cómo espera la muerte?

Como un alivio. He cometido la imprudencia de vivir demasiado. Todos mis contemporáneos son hoy inquilinos del cementerio de La Recoleta. Sin embargo creo que cuando yo era joven no era muy feliz y ahora no sé si soy feliz, pero con la ceguera... bueno, es terrible ser ciego, pero no es trágico porque la ceguera lenta es como un lento anochecer; poco a poco las cosas han ido desdibujándose, alejándose. Si una persona pierde la vista de golpe, puede ser capaz de quitarse la vida, pero si la pierde lentamente, no. Es como la vida, uno va acostumbrándose, como la vejez; las cosas que suceden de golpe son espantosas. Ahora es demasiado tarde para el suicidio, aunque cuando era joven sí pensaba en suicidarme, qué método convenía. Había descubierto que el mejor método era la horca, también el veneno. Un amigo mío se mató de un modo terrible: se tiró de un segundo piso sin tener la seguridad de morirse, tampoco.

¿Por qué de joven pensaba en el suicidio?

Posiblemente porque uno de joven quiere ser desdichado. Todo el mundo ensaya el monólogo de Hamlet: "To be or not to be"... Me gustaba ser desdichado, romántico, interesante. Y ahora ya no tengo con qué interesar a nadie. Mi padre tenía una hemiplejia incurable; me decía: "no voy a pedirte que me pegues un balazo porque no vas a hacerlo, pero no te aflijas... yo me arreglo". Efectivamente, durante dos o tres meses mi padre rehusó todo alimento, no quiso que le dieran ningún remedio ni que le aplicaran inyecciones. Tomaba de vez en cuando un trago de agua porque le quemaba la sed, y logró morir así. Fue un lento y valeroso suicidio, ¿no?

Un poema de un joven escritor argentino dedicado a usted dice: "Vara blanca del ciego, con que el ciego aguijonea la oscuridad.../ y la ceguera que es penumbra y cárcel...".

Ah, sí, es verdad, eh. Es demasiado patético tal vez.

¿La ceguera es una cárcel?

Desde luego que lo es. Si yo me pierdo en esta casa, que es un pañuelo. Y estoy encerrado porque no puedo cruzar la calle. Y "penumbra"... penumbra está bien, porque la gente cree que los ciegos estamos rodeados de tinieblas y no, los primeros colores que uno pierde son el negro y el rojo. En este momento yo estoy en el centro de una neblina luminosa, bastante luminosa. Ahora, no sé si es azulada o verdosa o grisácea... en este momento es verdosa. Mis días se parecen tanto entre ellos que, de hecho, son un solo día con leves, muy leves variaciones. Hago lo posible para poblar esta soledad. Por eso tengo el vicio de viajar y de "sentir" otros países, porque no puedo verlos, desde luego, no tengo imágenes visuales de ellos, más bien son imágenes falsas. Pensar que estoy en Edimburgo no es lo mismo que pensar que estoy en Egipto, aunque los hechos sean parecidos, porque los hoteles no son muy distintos.

En su biblioteca, al lado de las obras completas de Schopenhauer y Spinoza, llama la atención un título: "La guerra de México", de Singletary, edición de la Universidad de Chicago. Estuvo dos veces en México...

No recuerdo exactamente porque mis fechas son muy vagas; México ha sido muy generoso conmigo. Usted es mexicana... a ver qué puedo decirle... "Suave patria vendedora de chía. Es como el dulce de leche".

El país de Alfonso Reyes, a quien admira...

Un escritor que está siendo olvidado porque no tiene color local, a pesar de ser el mejor estilista de la lengua castellana, de cualquier época de este y del otro lado del Atlántico.

Al autor de "Homero en Cuernavaca" lo conoció cuando cumplía funciones diplomáticas en Buenos Aires...

Yo he querido tanto a Reyes, fue muy bueno conmigo: cuando llegó como embajador yo era un hombre invisible, nadie me conocía y él me tomó muy en serio. Me invitaba a cenar los domingos, hablábamos de literatura inglesa hasta la una de la mañana, discutíamos versos de Góngora.

¿Hablaban sobre lo que él escribía?

Casi nunca, sabía que le incomodaba que hablara de su obra. Sabía que yo lo había leído, incluso me regaló algunos libros. Tiene una frase muy linda: "Reloj de sol que marca las horas con modestia".

¿Y Juan Rulfo?

Ayer releía "Pedro Páramo". Me parece admirable que un escritor se haya hecho famoso con una obra tan breve.

¿Qué le parece "El llano en llamas"?

Ese libro no lo conozco, pero... ¿se parecen, no? El ambiente... ¿no es el mismo?... "El llano en llamas"... El título no es lindo, no queda bien de ningún modo, aunque pienso que debió ser deliberado. En España también han tratado mal a Reyes: no saben que hubo una guerra de independencia, nos siguen tratando como colonias.

Con los periodistas, usted repite siempre una misma frase: "Jamás en mi vida leí un diario", intentando así eludir preguntas sobre política. En estos últimos meses se hizo rutinario el desfile de testigos en el juicio a las Juntas Militares. Usted acudió una tarde a las audiencias en el Palacio de Tribunales. ¿Cuáles son sus impresiones después de escuchar los testimonios de víctimas del terrorismo de Estado?

Qué horror esa gente, digamos, acostumbrada al infierno, porque... no hablaban con indignación, parecía que se hubieran acostumbrado. Al cabo de un año de sufrir la picana eléctrica dijeron que era como el dolor que produce un dentista cuando toca el nervio, salvo que no se retira sino que insiste, es decir: el infierno. Nadie aguanta eso, es terrible. Sin embargo esa pobre gente, dos veces por día era llevada a la picana, formaba parte de sus vidas, la preveía.

¿Usted sabía que ocurrían los secuestros, las torturas?

Como yo no leo los diarios y tampoco publicaban eso...

Pero la gente sabía...

Sí, pero la gente que yo conozco son, sobre todo, conservadores. Decían que nada de eso ocurría, que se trataba de personas que se habían ido a otro país, que simulaban ser arrestadas. Y yo les creía. Luego vino a verme Agustina Paz, una mujer que hacía ocho años que no sabía nada de su hija, una joven como otra cualquiera, no se metía en política. También vinieron Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y me di cuenta que muchas eran sinceras. Hoy reconozco que hubo muchos miles de madres como Agustina Paz a quienes les arrancaron sus hijos.

¿Cómo se siente en el momento actual, en una Argentina sin dictadura?

Yo me siento, no diré pesimista, me siento lúcido. No se va a arreglar todo con la democracia o la palabra Austral. Eso no puede modificar el carácter de un pueblo. Un pueblo acostumbrado como el nuestro a la complicidad, a la complacencia, a la cobardía.

¿Qué piensa de las secuelas que dejaron esos años fatídicos para su país?

Los militares son peligrosos para nosotros, para otros países, no. Aquí, ser general es muy importante. Hasta hace poco teníamos ochentidos generales en actividad, más de los que existen en Estados Unidos o la Unión Soviética. Alfonsín redujo el número a cuarenta y tantos; les tiene miedo y es lógico: ellos tienen las armas. Los militares son una clase parasitaria que no produce nada, salvo guerras, represiones, secuestros, uniformes y cuarteles. Hacen cosas que ningún civil aguantaría, que lo arresten, por ejemplo y no lo dejen fumar.

Usted ha dicho que el fascismo y el comunismo se asemejan mucho entre sí...

Los dos están de parte del Estado; el individuo no existe. Abomino equitativamente de los dos. Soy un viejo anarquista: desconfío del Estado, desconfío de los políticos... El Estado es terrible, se mete en todo; uno tiene que demostrarle quién es a cada paso.

Usted vive modestamente en este departamento...

Yo trato de ser un hombre ético, pero no sé hasta qué punto lo soy; quizá yo no tenga derecho a vivir en esta casa, pero no puedo hacer otra cosa, estoy acostumbrado a cierto lujo: el café, los libros...

¿Usted hubiera querido vivir en otro siglo?

Me hubiera sentido más cómodo en el siglo XIX, pero en el siglo XIX hubiera preferido vivir en el siglo XVIII... Todas las épocas son de transición.

¿Qué significa para usted la inminencia de la muerte para un hombre que conquistó la eternidad?

Bueno... bueno... Significa una esperanza, desde luego. Yo he vivido demasiado, espero cesar en cualquier momento.

Pero usted ya ganó la eternidad...

La eternidad... En cualquier momento se descubre que todo lo que he escrito no vale nada y yo quedo como un impostor. Cuando me siento desdichado, pienso, por qué, si tengo la esperanza de la muerte. Si en cualquier momento voy a correr esa tremenda aventura que es morir. Puedo cesar de golpe o continuar en otras regiones. Yo creo que voy a cesar y a ser olvidado enseguida. Mi abuela veía su muerte y no era nada patético. Yo no sé, si me dijeran que voy a morir esta noche, sentiría curiosidad y cierta gratitud, aunque posiblemente estaría muerto de miedo. Usted sabe que uno no se conoce, ¿no? Hace muchos años, cuando yo no había encarado la posibilidad de ser ciego, fui con mi madre a ver un oculista que me dijo: "Bueno, tengo algo muy grave que decirle. Usted puede, muy pronto, quedarse ciego". Y yo pensé: "con qué valentía estoy oyendo esto, qué tranquilo estoy". Estaba pálido y a punto de desmayarme...