24 de diciembre de 2009

Entremeses literarios (LXXXVII)

UN ACONTECIMIENTO GRANDE
Gabriel Garcia Marquez

Colombia (1928)

Wilhelm y Melitta tal vez no tengan nombres de enanos, pero lo son. Y además de enanos son marido y mujer, desde hace veinticinco años. Ayer, para celebrar sus bodas de plata, Wilhelm se vistió de chaqué y chistera y Melitta de traje largo y velo. Parecían exactamente lo que eran: dos enanos vestidos de novios para celebrar sus veinticinco años de vida conyugal. Cuando penetraron a la inmensa catedral de St. Stephan, en Viena, había una tremenda multitud de dos mil colosos, congregada para ver a los enanos. Dos mil monstruos gigantescos en uno de los retablos más grandes del mundo. Era un mundo de monstruos: desproporcionados policías montando guardia en la puerta, enormes corceles blancos, afuera, uncidos a media docena de calesas inmensas y una doble fila de dos mil gigantes, viendo pasar a Wilhelm y Melitta, las dos únicas personas normales en aquella vertiginosa pesadilla.


UN HOMBRE QUE ESCRIBE
Martín Cagliani
Argentina (1974)

El hombre está sentado en una vieja silla de madera, que rechina con cada movimiento suyo. Al frente tiene un escritorio pequeño, todo de metal, un poco oxidado. Sobre el escritorio hay una máquina de escribir antigua. Parece una ametralladora por el continuo tableteo de las teclas al escribir. Hace treinta y seis horas que está escribiendo. A la izquierda de la máquina de escribir, sobre el escritorio, tiene abundante papel blanco tamaño carta. A la derecha, una pistola Colt 45 automática, cargada y sin seguro. El escritorio está en medio de la habitación. Las cuatro paredes están todas a dos metros de distancia del hombre. Una única abertura que hay en esas paredes es la puerta que está frente al escritor. El hombre tiene sueño, tiene hambre y tiene sed, pero sigue escribiendo. No se detiene más que para recargar una nueva hoja. Cada vez que lo hace sufre, ya que sus brazos y manos acalambrados resienten el cambio de rutina. Sus ojos están inyectados en sangre; bien abiertos. Dos tiras de cinta adhesiva se encargan de mantenerlos así. Junto a la máquina de escribir hay una jeringa. Está vacía. Cuando el escritor siente que el sueño lo vence, se pincha ambos ojos con ella. La pistola está ahí por una razón. El escritor puede quitarse la vida cuando lo desee. Tiene dos opciones: sigue escribiendo hasta finalizar, o usa esa pistola para terminar con su vida. Hasta ahora el hombre ha decidido no dejar de escribir. Pero ya van seis veces que dirige sus ojos doloridos hacia la pistola. Al hombre le cuesta pensar, no puede hacerlo con claridad. Su mente está abrumada por lo que está escribiendo. Los dedos presionan incesantemente las teclas. Los ojos miran las letras que van apareciendo cada vez que la máquina sella la hoja. El escritor ya no reconoce palabras, sólo ve las letras. Si las palabras ya no existen, ¿qué sentido tiene seguir escribiendo? El escritor dirige su mirada a las teclas. Se ven todas ensangrentadas; sus dedos están en carne viva. Se detiene. El escritor ha dejado de escribir; ha elegido. La mano derecha toma la pistola y la lleva hacia la sien. No vacila, presiona el gatillo. El escritor cae sobre la máquina de escribir; sus ojos sin vida miran la última palabra que escribió: Fin.


LA MANZANA
Rigoberto Rodríguez
Venezuela (1960)

Blancanieves clavó los dientes en la fruta y, a diferencia de lo esperado, no cayó al suelo fulminada por la muerte, sino que, por el contrario, sintió en su mente un hervor en el que se agitaron ideas pecaminosas de todo tipo. Sucede que, en una inusitada y absurda equivocación, la bruja mala le ha hecho entrega de una manzana del árbol prohibido (sí, el de la serpiente, el mismo bajo el que Newton descansaba al momento de idear su compleja teoría).


DE LOS TERRIBLES INOCENTES
Eliseo Diego

Cuba (1920-1994)

Vivía en una buhardilla y era diariamente feliz. La buhardilla tenía una ventana de vidrios gruesos, como el ojo sabio e irónico de un anciano que, a la vuelta de tanto amable zapato viejo, se hubiese aficionado al agridulce zumo de sus años. Sentado a su ventana -"soy, decía, la pupila de la casa"- miraba la extensión rojo-desierta de la azotea y, más abajo, las chimeneas de las otras casas, negras, frágiles, con sus importantes caperuzas, que acostumbraban echar con él una pipa de cuando en cuando. Tranquilos, sosegados, expelían todos a un tiempo el humo gris, y entonces era un gusto ver, arropado al fin en el humo, el aire. Pero, ¿quién que vive en una buhardilla no es poeta? Había allí cosas, no la mesa, sino el modo de pesar la mesa con sus desvencijadas patas sobre el suelo, rozando al mismo tiempo el barro de la pared y ardiendo con luz propia en infinitas calidades de lumbre según que la encarnase una u otra hora, relaciones, cosas, en fin, que pedían con verdadera urgencia que se les inventase un nombre. ¡Ah, y qué tensa y regocijada quietud hubo el día en que apareció la primera hoja en blanco y el nuevo poeta hundió por primera vez la pluma en el tintero! Un candelabro roto sobre el lavabo pareció que se empinase y no bastaba la brisa a justificar la inquietud del sillón viejo. Hasta la ventana pareció que mirase hacia adentro con extraña esperanza. Tiernamente le escuchaban los nombres que iba descubriéndoles, procuraban ayudarle, no permitiendo que tropezase con sus esquinas agrias, acallando como podían esos roncos quejidos que a las madrugadas, cuando agoniza la luna, el frío les arranca. Hasta una tarde en que paseaba la azotea y se acercó demasiado al borde, el muro bajo se las compuso para adivinarle el traspiés último y contenerlo a tiempo. Pero pronto se acostumbraron a oírlo y ya se impacientaban cuando dejaba su trabajo. Cierto mediodía en que quiso salir por fresco a la azotea, se atoró y por poco se ahoga entre el humo que una de las chimeneas le sopló poderosamente en la cara. Hubo una noche en que la hoja permaneció obstinadamente blanca. Al día siguiente fue igual, y al otro igual. Ya el continuado esfuerzo de antes lo traía flaco y débil, y al tercer día, luego de un desesperado argüir, le dio un mareo y cayó desgarrándose la frente con el filo de la mesa. Durmió mal, golpeadas las sienes de rabiosos crujidos, de pesados frotes entre la sombra. A la madrugada se despertó temblando. Tenía la sensación de que alguien lo miraba. Al centro de los cristales empolvados y ahora negros de la ventana aparecía la amarilla pupila con un helado resplandor fijo. Como un último recurso habló de sí mismo durante siete días. Pareció que lo escuchaban con interés al principio, luego distraídamente. Al séptimo le interrumpió un ruido fuerte. La ventana se había abierto de un golpe. La casa toda bostezaba. Resignadamente comprendió que había llegado al fin de sí, dejó la pluma inútil y salió a la azotea. El chirrido funéreo de sus zapatos le advirtió demasiado tarde. Se habían aburrido de él y se despeñaba a la calle.


EL RIO SAGRADO
Eduardo Gotthelf
Argentina (1945)

El astrólogo de la corte había calculado que cada 11.000 años, durante el solsticio de verano, el sol, la tierra y la luna volvían a la misma posición relativa en dos días consecutivos.
- Ayer a esta hora los astros estaban en el mismo sitio, el agua corría igual y mis pensamientos eran idénticos. ¡Acabo de bañarme dos veces en el mismo río! -se dijo, lleno de gozo.
Al salir del agua fue arrestado por un grupo de soldados extranjeros. Era la avanzada de un ejército que durante la noche había conquistado el territorio, reemplazado al rey, modificado las leyes y cambiado el nombre del río.



LA ULTIMA ELECCION
Frank Roger
Bélgica (1957)

Las antorchas emiten una luz intermitente en las manos de un grupo de hombres, juntos bajo el refugio. Uno de ellos se aclara la garganta, levanta una mano para captar la atención de todos, y dice:
- Pienso que es realmente importante que continuemos con la elección. No tenemos mucho tiempo que perder.
Un segundo hombre niega con la cabeza y responde.
- Puedo verlo desde su punto de vista pero, ¿no piensa que será sólo un evento simbólico? ¿No necesitamos algo más que símbolos en esta etapa? Los terremotos han destruido virtualmente el planeta entero y barrieron a la civilización humana de él. ¿Esta elección nos ayudará de alguna manera?
Por un momento se hizo el silencio, ya que todos estaban reflexionando. Entonces un tercer hombre dijo en voz baja.
- Bueno, supongo que para todo hay un final. Por lo que sabemos, somos lo único que queda de la humanidad. ¿Cuánto tiempo nos resta? Las reservas se están agotando, y cuando salgamos de este refugio encontraremos una muerte instantánea. Tenemos que admitir, amigos, que no tenemos salida. Este es el fin. Sin embargo, eso no quiere decir que no tenga sentido hacer honor a nuestras tradiciones hasta el último momento. Yo apoyo la propuesta de nuestro compañero. Debemos seguir adelante con la elección. No podemos prescindir de un representante de Dios en la Tierra, aún si sólo quedara un puñado de creyentes vivos.
- Pero yo sólo soy un cura. Unicamente un Cardenal puede ser electo como Papa. Y con todo respeto, ustedes tampoco son cardenales y por eso no pueden votar.
Todos expresaron su protesta.
- Usted es nuestro único candidato para el Papado. Y todos somos creyentes devotos. Considerando la seriedad de nuestra situación, creo que deberíamos permitirnos ciertas licencias. Sigamos adelante. Esto es demasiado importante como para cancelarse por meros detalles técnicos.
- Detalles técnicos -murmuró el candidato al Papado negando con la cabeza.
- La Iglesia ha existido sin la autoridad suprema durante mucho tiempo. Y cuando estemos muertos ya será tarde. Esta no es la manera en que la Cristiandad o la Humanidad deba llegar a su fin. Debemos actuar con rapidez. Sé que los procedimientos toman su tiempo, pero debemos acelerarlos. Ya desperdiciamos bastante tiempo.
Conversaron un momento más y minutos después se votó. Previsiblemente, el cura recibió la noticia de que había sido elegido Papa, tal vez el último de su linaje. Uno de los hombres sostuvo una tela mojada cerca de la antorcha y el humo blanco que ascendió hizo toser a todos. Cuando finalmente pudieron respirar, uno de ellos dijo con voz ronca:
- Habemus papam.
El Papa recién elegido se puso de pie, muy emocionado.
- Les agradezco a todos este gran honor -dijo-. Temo que me falten las palabras.
- Necesita elegir un nombre -le recordó alguien.
El Papa asintió con la cabeza, pensó un momento y anunció.
- Les informo que tomo el nombre de Pablo VIII. Que Dios los bendiga a todos.
Todos estallaron en lágrimas y aplausos.
- El Vaticano ya no existe -dijo alguien-, pero la Iglesia Católica sigue viva, la fe católica sigue viva y aún hay un representante de Dios en la tierra.
- Nueva York, París, Londres, Roma ya no están, pero mantuvimos encendida la llama del cristianismo. Que Dios nos bendiga a todos -agregó otro.
- La humanidad fue casi eliminada del planeta por un cataclismo, pero nosotros continuaremos hasta el fin, sostenidos por nuestra fe y protegidos por Dios.
El Papa Pablo VIII miró a sus discípulos y negó con la cabeza.
- Sólo somos cinco sobrevivientes, y tal vez no nos quede mucho tiempo más. Entonces ahora...
Un terremoto sacudió el refugio y los hombres buscaron protección entre las grietas del techo, desesperados. Los escombros y el polvo hacían imposible respirar; las antorchas se apagaron y la oscuridad los envolvió.
- ¿Están todos bien? -se escuchó finalmente una voz en la oscuridad. Lo que quedaba del techo se desmoronó, y cuando el polvo se asentó se podían ver las estrellas y la luna creciente, que daba luz suficiente para distinguir vagas siluetas.
- Estoy bien; ¿sobrevivimos todos?
Quedaban apenas tres sobrevivientes, y el Papa recién elegido no estaba entre ellos.
- El Papa Pablo VIII está muerto -se lamentó uno de ellos-. Sólo unos minutos después de ser elegido Papa. Qué tragedia.
- Fue el pontificado más corto de la historia del catolicismo -agregó el segundo sobreviviente.
- Esto puede ser una señal de Dios -se lamentó el tercer hombre-. Debemos haber fallado. El Papa fue destruido por la mano de Dios. Y miren la luna creciente. ¡El símbolo del Islam! ¡Dios se burla de nosotros!
- ¡No seas imbécil! -lo reprendió el primer hombre-. Debe haberte golpeado una piedra en la cabeza.
- Matemos al hereje -gritó el segundo hombre-. Somos todo lo que queda de la humanidad, de la comunidad católica. ¡Mantengamos pura nuestra fe!
Los dos hombres trataron de agarrarse del cuello y el único espectador gritó.
- ¡Deténganse! ¡Piensen en los mandamientos! Los hijos de Dios no pelean, y decididamente no matan. Compórtense. Somos probablemente los últimos seres humanos aún vivos en el planeta. Utilicemos el tiempo que se nos otorga para vivirlo con dignidad.
De pronto, los otros dos gritaron, presas del pánico, cuando desaparecieron en una grieta que no pudieron ver en las penumbras. El único hombre que quedaba sobre la tierra permaneció de pie, reflexionando.
- Bueno -pensó-, debo haber alcanzado el fin de la línea. Soy el testigo final del Apocalipsis. Lo único que queda por hacer es esperar que mi creador me llame.
Se sentó y meditó, hasta que tuvo una idea. ¿Qué sucedería si yo elijo nuevamente, pensó. Esta es mi oportunidad de representar a Dios en la tierra. Ahora es obvio que soy el único candidato, y también soy el único que puede votar. Sería absolutamente simbólico. Por otro lado, ¿por qué desperdiciar esta ocasión? Esta es mi oportunidad de convertirme en Pablo IX. ¿O tal vez Juan Pablo IV? ¿Quizá Pius XIII? ¿O Benedicto XVII?
Aún no había decidido acerca de su nombre cuando otro terremoto lo hizo rodar hasta el borde, terminando abruptamente con sus ambiciones papales, así como con el reinado de la humanidad sobre la Tierra.



FAHRENHEIT 1976
Rogelio Ramos Signes
Argentina (1950)

No era el fútbol que a mí me gustaba. De hecho tampoco era fútbol, pero así le llamaban y era el único deporte que se practicaba. La pelota, de cristal transparente y alargada como un chorizo, era trasladada de campo a campo en el bolsillo del delantal; no podía ser tocada con los pies (lo que automáticamente suponía la cárcel para el involuntario pateador); los penales se decidían según cómo cayeran seis dados dentro de una pileta de natación; y los goles los anotaban los arqueros, cabeceando la pelota colgados de un helicóptero, y sólo si llovía. No era el fútbol que a mí me gustaba, insisto, pero le llamaban fútbol y era lo único que se practicaba allí por entonces. Así y todo llegué a ser el goleador del torneo, lo que unánimemente se consideraba una afrenta al país. Por ello es que fui condenado a escribir un árbol ("Graciela y Antonio se aman" fue mi frase), a plantar un hijo (en el patio de atrás del Conservatorio de Corte y Confiscación, como es bien sabido) y a tener un libro. Eso desencadenó mi tragedia, porque los militares (otra vez) habían derrocado al gobierno. Así fue como cortaron el árbol (porque entorpecía la luz de un semáforo), se llevaron a mi hijo, con incierto destino, y quemaron el único libro que tenía en la biblioteca.


OSCAR
Wilfredo Machado

Venezuela (1956)

Todas las mañanas veo a la conserje del edificio. Es una mujer pequeña de ademanes tímidos y nerviosos. No sé porqué su rostro está marcado por una profunda tristeza (la infelicidad ja... ja... ja). A veces tiene un ojo morado que esconde tras unos lentes de sol, por las palizas que le propina su marido cada noche cuando llega borracho.
- ¡Maldita india! No sirves para nada -le dice.
Es noche cuando llegué al edificio. Había una gran conmoción en la entrada. Los enfermeros estaban sacando el cadáver de un hombre cubierto por una sábana blanca donde se dibujaba una mancha de sangre. Detrás traían a la conserje: siempre tímida, bajo las luces de las cámaras y esposada. Esta vez su rostro había cambiado. Tenía una sonrisa enigmática como la de una estrella de Hollywood antes de recibir el Oscar.



EL TITERE
María Rosa Lojo
Argentina (1954)

Se mueve para complacer a los otros, como todos los desamparados. Hará cualquier papel menos el propio. Será la abuela rezando junto a la ventana un rosario hecho con bolitas de ojos que vieron al Señor; será el padre que murió con rebeldía, esperando que cambiasen para él las leyes de la tierra; será la madre que antes de envejecer se dobló como un traje de fiesta y se guardó en un cajón, para que no la sacasen a vivir. Será la mujer que gobierna sus hilos de marioneta y lo retira del escenario cuando termina la función y le canta canciones de cuna y lo acuesta, con piedad, junto a sus hijos.


SIN LECHE
Markku Pöysti

Finlandia (1966)

Me desperté con sensación de vacío. Mientras me cepillaba los dientes, observé que el tubo de dentífrico estaba vacío. Quise preparar un poco de chocolate caliente, pero no pude porque me había quedado sin leche. Me fui al supermercado y compré pan francés, rosquillas, tarta de frutillas, una barra de chocolate con chili, salchichas, pollo y sidra con especias. Me olvidé de comprar pasta dentífrica. Regresé a casa y me di cuenta de que seguía sin poder preparar el chocolate caliente, porque había olvidado comprar la leche. Me dirigí al supermercado otra vez y vi a una muchacha bastante atractiva. La muchacha llevaba una mochila con las banderas de Japón y Finlandia. Estaba caminando con rapidez y yo no pude mantenerme a su altura. En el supermercado me sentí profundamente sorprendido al ver que todos en el negocio estaban de pie muy quietos, como si estuvieran hipnotizados, en medio de sus compras. Hasta la muchacha con la mochila estaba de pie, inmóvil, en el departamento de frutas. Mi sensación de vacío se vio reemplazada por un sentimiento de paranoia. ¿Por qué toda esta gente me está haciendo esto a mí? Nunca dañé a nadie en toda mi vida, pensé con tristeza. Como había ido allí a comprar leche, me dirigí a la sección de lácteos y tomé un envase de leche, estirándome un poco porque una de las personas paralizadas estaba delante y me estorbaba. Fui hacia la caja. La cajera también estaba sentada inmóvil, sin hacer nada. También había varias personas haciendo cola. Era imposible comprar la leche. Pensé en robarme la leche, pero no tuve coraje para hacerlo. Había docenas de personas en el local y me vi obligado a suponer que podían verme. Quizás todos ellos eran miembros de la policía secreta, simplemente esperando que yo cometiera algún delito.
- Por qué está todo el mundo parado tan quieto -le pregunté a un cliente de aspecto relativamente razonable.

El cliente no dijo nada. Llevé la leche de regreso a la sección de lácteos, en silencio y comenzando a sentirme bastante contrariado. Qué difícil puede llegar a ser comprar un poco de leche, pensé sombríamente.
- Hola -le dije a la cajera (una muchacha verdaderamente bonita) mientras pasaba por la caja, rozando a la gente que todavía seguía inmóvil haciendo la cola. La cajera no dijo nada, pero se ruborizó un poquito. Esto me hizo sentir mucho mejor. Al menos la cajera no era mi enemiga.
- Ya se pueden mover ahora -dijo una voz masculina por un altoparlante cuando yo ya había dejado atrás la caja. Todo el mundo se comenzó a mover y todo volvió a la normalidad. Yo circulé otra vez por el supermercado y compré la leche sin más dificultades.