16 de mayo de 2010

Entremeses literarios (C)

AMOR
Raúl Brasca
Argentina (1948)

I. A ella le gusta el amor. A mi no. A mí me gusta ella, incluído, claro está, su gusto por el amor. Yo no le doy amor. Le doy pasión envuelta en palabras, muchas palabras. Ella se engaña, cree que es amor y le gusta; ama al impostor que hay en mí. Yo no la amo y no me engaño con apariencias, no la amo a ella. Lo nuestro es algo muy corriente: dos que perseveran juntos por obra de un sentimiento equívoco y otro equivocado. Somos felices.
II. Pretende que yo estoy enamorada del amor y que a él sólo le interesa el sexo. Dejo que lo crea. Cuando su cuerpo me estremece, lo atribuye a sus muchas palabras. Cuando mi cuerpo lo estremece, lo atribuye a su propio ardor. Pero me ama. Y no lo saco de su engaño porque lo amo. Sé muy bien que seremos felices lo que dure su fe en que no nos amamos.


EL MAL ACTOR DE SUS EMOCIONES
Julio Torri
México (1889-1970)

Y llegó a la montaña donde moraba el anciano. Sus pies estaban ensangrentados de los guijarros del camino, y empeñado el fulgor de sus ojos por el desaliento y el cansancio.
- Señor, siete años ha que vine a pedirte consejo. Los varones de los más remotos países alababan tu santidad y tu sabiduría. Lleno de fe escuché tus palabras: "Oye tu propio corazón, y el amor que tengas a tus hermanos no los celes". Y desde entonces no encubría mis pasiones a los hombres. Mi corazón fue para ellos como guija en agua clara. Mas la gracia de Dios no descendió sobre mi. Las muestras de amor que hice a mis hermanos las tuvieron por fingimiento. Y he aquí que la soledad obscureció mi camino. El ermitaño le besó tres veces en la frente; una leve sonrisa alumbró su semblante, y dijo:
- Encubre a tus hermanos el amor que les tengas y disimula tus pasiones entre los hombres, porque eres, hijo mío, un mal actor de tus emociones.


EL CALLEJON DE LOS CIEGOS
Triunfo Arciniegas
Colombia (1957)

Una pareja de ciegos hace el amor de pie, en el callejón. El hombre se afana detrás de la mujer, como si tratara de coronar una montaña, sus dedos resbalan en la tierra del deseo. Paso en silencio. Tropiezo con un bulto, tal vez su equipaje de vagabundos. Los ciegos se detienen un instante, giran la cabeza como pájaros y en mi delirio creo que sus ojos alumbran como tizones. Luego reanudan su asunto. Acosado por los gemidos, me alejo.


RASTRO
Juan Romagnoli
Argentina (1962)

No es fácil perseguir centauros. Como ya nadie cree en ellos, se debe preguntar con sutileza, en forma indirecta:
- ¿Ha visto usted pasar por aquí a una hermosa yegua negra con manchas blancas?
O bien:
- ¿Ha visto usted pasar por aquí a una hermosa muchacha de cabellos dorados y rosados pechos al viento?
La respuesta nunca será un sí rotundo y, las más de las veces, será negativa. Sin embargo, muy de tanto en tanto, cuando estábamos a punto de abandonar la búsqueda y, desilusionados, emprender el retorno, el interlocutor ocasional en algún pueblito poco frecuentado se quedará en silencio frente a nosotros, con la mirada iluminada y distante, definitivamente enamorado, con una gota de rocío a modo de beso en la mejilla e incapaz de pronunciar palabra alguna. Entonces sabremos que vamos por el camino correcto.


EL NIÑO CINCO MIL MILLONES
Mario Benedetti
Uruguay (1920-2009)

En un día del año 1987 nació el niño Cinco Mil Millones. Vino sin etiqueta, así que podía ser negro, blanco, amarillo, etc. Muchos países escogieron al azar un niño Cinco Mil Millones para homenajearlo y hasta para filmarlo y grabar su primer llanto. Sin embargo, el verdadero niño Cinco Mil Millones no fue homenajeado ni filmado ni acaso tuvo energías para su primer llanto. Mucho antes de nacer ya tenía hambre. Un hambre atroz. Un hambre vieja. Cuando por fin movió sus dedos, éstos tocaron la tierra seca. Cuarteada y seca. Tierra con grietas y esqueletos de perros o de camellos o de vacas. También con el esqueleto del niño número 4.999 999 999. El verdadero niño Cinco Mil Millones tenía hambre y sed, pero su madre tenía más hambre y más sed y sus pechos oscuros eran como tierra exhausta. Junto a ella, el abuelo del niño tenía hambre y sed más antiguas aún y ya no encontraba en sí mismo ganas de pensar o de creer. Una semana después, el niño Cinco Mil Millones era un minúsculo esqueleto y en consecuencia disminuyó en algo el horrible riesgo de que el planeta llegara a estar superpoblado.


SUICIDIO
Alfonso Reyes
México (1889-1959)

Hay muchos modos de suicidarse. El que yo propongo es el siguiente: suicídese usted mediante el único método de suicidio filosófico.
- ¿Y es?
- Esperando que le llegue la muerte. Desinterésese un instante, olvídese de su persona, dese por muerto, considérese como cosa transitoria llamada necesariamente a extinguirse. En cuanto logre usted posesionarse de este estado de ánimo, todas las cosas que le afectan pasarán a la categoría de ilusiones intrascendentes, y usted deseará continuar sus experiencias de la vida por una mera curiosidad intelectual, seguro como está de que la liberación lo espera. Entonces, con gran sorpresa suya, comenzará usted a sentir que la vida le divierte en sí misma, fuera de usted y de sus intereses y sus exigencias personales. Y como habrá usted hecho en su interior tabla rasa, cuanto le acontezca le parecerá ganancia y un bien con el que usted ya no contaba. Al cabo de unos cuantos días, el mundo le sonreirá de tal suerte que ya no deseará usted morir, y entonces su problema será el contrario.


LA EJECUCION
Guillermo Velásquez Forero
Colombia (1954)

La tierra estaba dormida. Los del pelotón de fusilamiento fueron apareciendo en el patio, ligeros e intermitentes; el reo, hecho de palidez y de temblor, surgió con dificultad, pues tuvieron que traerlo a la fuerza y obligarlo a asumir su destino. Pero al fin se resignaron a ser visibles y palpables, sirviendo de precario estribo al jinete del tiempo. Aunque inconsistentes y fugaces, ahí estuvieron y cumplieron: los que hicieron de verdugos, maquinalmente levantaron sus armas y le despacharon la muerte; y el que sirvió de víctima, la abrazó en silencio. Luego, todos se desvanecieron entre las sombras, porque eran sólo una pesadilla de la tierra. Sin embargo, los agujeros de los tiros quedaron grabados en la memoria del muro.


EL HADO DE PAPEL
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)

¡Terrible zozobra la del señor Kafka! Los trámites son tan largos y complicados, intervienen tantos amanuenses, él debe deambular por tantas oficinas, le exigen tantos requisitos, certificaciones y avales, tuvo que llenar de puño y letra tantas solicitudes que ha tenido miedo de que se interponga un olvido, un error, una distracción, algún descuido, algún extravío, incluso alguna mala voluntad o animosidad o envidia por parte de tantas personas de las que depende su suerte. De modo que renuncia. Pero el trámite de la renuncia es tan complicado como el anterior y el señor Kafka, o K. como lo llaman para abreviar, debe recomenzarlo todo de nuevo y ahora está temiendo que se interponga un olvido, un error, una distracción, algún descuido, algún extravío, etc. etc.


EQUIVOCACION
Karel Capek
Rep. Checa (1890-1938)

Nos embarcamos en el Mediterráneo. Es tan bellamente azul que uno no sabe cuál es el cielo y cuál el mar, por lo que en todas partes de la costa y de los barcos hay letreros que indican dónde es arriba y dónde abajo; de otro modo uno puede confundirse. Para no ir más lejos, el otro día, nos contó el capitán, un barco se equivocó, y en lugar de seguir por el mar la emprendió por el cielo; y como se sabe que el cielo es infinito no ha regresado aún y nadie sabe dónde está.


GRIS Y ROJA
Oscar Campos Villalobos
México (1971)

El dolor en las muñecas se alivió un poco al llegar al predio. Con el último empujón quedaste a unos centímetros de un muro lleno de agujeros y manchas de humedad. Te dejaron solo y te preguntaste por primera vez si la promesa era otra de tantas bromas crueles de tus captores. Giraste para enfrentar a cinco hombres, ocupados en espantar el sueño matinal. Encontraste a la derecha la mirada del sargento y atrás de él a un joven soldado que llevaba en las manos un paquete. Al verlo te sentiste tranquilo. Cumplirían. Un grito del sargento te obligó a mirarlo. Al ver que no respondías, vociferó de nuevo. Asentiste. El joven se arrodilló para desatar el cordón que aseguraba el paquete, liberando una docena de claveles rojos. Tomó cinco y los colocó en sendos cañones de los fusiles que portaban los hombres frente a ti. Y aunque sentiste un poco de miedo cuando el sargento dio las tres órdenes, no permitiste que se difuminara tu última visión: una explosiva nube gris y roja.