21 de mayo de 2010

Manuel Puig: "Las formas cultas del arte han ejercido una grave represión"

La obra y la trayectoria del escritor Manuel Puig (1932-1990) padecieron la subestimación y el resentimiento bastante típicos de cierta triste tradición argentina. Cuando murió, en nuestro país su nombre había quedado confinado a un reducido círculo de lectores informados y resultaba casi desconocido para aquellos que sólo acceden a la literatura a través de lo que la lista semanal de best-sellers promociona. Rechazado en vida, escribió algunos de los libros que forman parte del canon moderno de la literatura occidental y terminó siendo traducido a más de treinta idiomas. A través del cine, del musical y del teatro, sus novelas llegaron a públicos muy amplios en todo el mundo. Al respecto, el académico chileno Juan Armando Epple (1946) escribió: "La valoración de la obra de Puig, inicialmente a cargo de la crítica periodística, había seguido en cierta forma el mismo derrotero que alcanzan los géneros populares utilizados como modelo: al extraordinario éxito editorial, que acerca mágicamente sus obras al ruedo privilegiado de los best-sellers, siguió una crítica bastante ambigua que lo ensalzó generosamente (sus novelas dejarían un nuevo hito en la historia de la narrativa hispanoamericana) o lo descalificó de partida (sus novelas sólo estarían orientadas a satisfacer el gusto entre morboso y cursi de la clase media, consumidora por excelencia de los productos masivos de la sub-literatura). Sólo a últimas fechas se han hecho intentos serios por analizar lo que distingue la obra de Puig de aquellas con las que se emparenta desde el punto de vista del modelo genérico". Finalmente reconocido, al conmemorarse los quince años de su muerte el escritor y catedrático argentino Mario Goloboff (1939) planteó en un seminario realizado en la New York University que las "ideas como la del iletrismo de Puig, la de su escritura espontánea, la del escritor por azar, la del cineasta fracasado y volcado casi por accidente a la literatura, la de su frivolidad cultural y literaria, la de su ingenio, y hasta que tuvo éxito porque estaba especialmente dotado para las relaciones públicas, en fin, las que hacían ver en él un crudo, arribado casi a contramano del bien encaminado y cocido campo literario, fueron puestas en tela de juicio y finalmente desbaratadas". Escribió ocho novelas -"La traición de Rita Hayworth", "Boquitas pintadas", "The Buenos Aires affair", "El beso de la mujer araña", "Pubis angelical", "Maldición eterna a quien lea estas páginas", "Sangre de amor correspondido" y "Cae la noche tropical"- dejando inconclusa "Humedad relativa 95%" que había comenzado a escribir en 1965. Tal vez su novela más lograda haya sido "El beso de la mujer araña", que luego fue filmada por Héctor Babenco (1946) y también fue convertida en obra teatral, en comedia musical y en una ópera. Cuando se publicó en Colombia, Danubio Torres Fierro mantuvo una entrevista con el escritor que fue publicada bajo el título "Conversación con Manuel Puig: la redención de la cursilería" en la revista bogotana "Eco" n° 173 aparecida en marzo de 1975.
¿Ves esta novela como solitaria con las demás?

Creo que tiene mucho que ver, en especial con "La traición de Rita Hayworth", donde había personajes que relataban cosas. Creo que en esta ocasión me lanzo más al terreno del mal gusto, y de una manera distinta. Soy yo quien veo y analizo ese mal gusto (entre comillas) mientras en las demás lo veía a través de los personajes; es decir, en "Boquitas pintadas" trataba la cursilería porque, al tener que ocuparme de esos personajes, era inevitable. Interpretaba la cursilería como un fenómeno originado en argentinos de primera generación. Tú sabes que la masa de la población argentina fue formada por la inmigración de principios de siglo, sobre todo italianos, y esos campesinos que llegaron para cambiar de estatus era gente que venía a olvidar sus tradiciones, no a continuarlas. Por eso, a sus hijos no le aportaron nada culturalmente, ya que todo lo que fuera su tradición convenía olvidarlo. Eso explica que los hijos tuvieran, ante todo, que inventarse un idioma porque en la casa no aprendían el español. Allí sólo se hablaban dialectos. Este estilo de vida y este idioma que tuvieron que aprender, sobre todo en la calle, debió echar mano a modelos totalmente irreales, como el cancionero, los subtítulos del cine, la radio, el periodismo más popular y, en particular, el tono truculento del tango. Esos modelos, además de irreales eran retóricos. ¡Ah!, me olvidaba: también estaba el lenguaje ultra retórico de los libros de lectura en la escuela primaria. Todo esto los llevó a un callejón sin salida. Existía, en todos ellos, el deseo de mejorar, de acceder a otro nivel, pero el ideal de fineza y elegancia sólo los conducía a la cursilería.

Ese es, ni más ni menos, el contexto de tus novelas.

Yo trabajo mucho con el lenguaje de los personajes, y de él se desprende, ciertamente, un torrente de cursilería. Me interesaba trabajar con ese lenguaje que auspiciaba la gran pasión, esa retórica del gran amor, del gran sacrifico, de la nobleza. El drama de esa gente era que tenía que hablar ese lenguaje, pero no podía actuar de acuerdo a él. Lo que me importaba era jugar con ese contraste, es decir, con el hecho de que ellos creían en esa retórica de la pasión porque habían sido educados en esos tangos, en esos films; aunque, en el fondo, se trataba de una creencia muy superficial. Ya sabemos que las reglas del juego eran otras en la clase media. Se trataba de actuar muy calculadamente y no pasionalmente. Yo veo a la clase media de aquel tiempo como rindiendo examen constantemente. Lo que se imponía era el autocontrol, la represión en todos sus aspectos, empezando por el sexual, con ese ritual de la seducción y el posterior abandono que lo caracterizaba.

¿Eso a dónde te llevó?

A que, a través de mis personajes, me las viera con el mal gusto, con la cursilería. Me fascinaba el fenómeno de la cursilería. Pero me quedaba ahí, en la reproducción, en el análisis. Creo que conscientemente (inconscientemente sí) no lo gozaba.

Se puede advertir que, en la medida que vas recreando y registrando ese lenguaje y esa forma de ser, introduces dosis de acidez, de corrosión.

Espero que, a través de la lectura, salga en claro que los personajes no son totalmente responsables de su conducta. Son producto de su medio. Lo que los oprime es la imposibilidad de pensar por sí mismos, de ser originales. Ellos mismos se encargan de cavarse la fosa: la mujer en base al sometimiento, y el hombre al creer en la máscara que lleva de la superioridad, del mando. Pero, retomando lo que te decía, trabajaba con la cursilería e, inconscientemente, ya estaba gozándola. Ahora me parece que hay que ir un poco más allá. Porque debo reconocer conscientemente, que gozo muchísimo con ciertas manifestaciones de lo que se llama "mal gusto". Y descubro, en su habitual rechazo, otra forma de represión. Hubo una acción represiva del buen gusto durante siglos y, por eso, hay que reconsiderarlo todo.

¿Sería algo similar a lo que proponen el "kitsch" y el "camp"?

Sí, por ahí. Pero el movimiento "kitsch" se presenta de alguna manera, como culpable, es algo vergonzante. Entra en materia, aunque con cierta distancia. Yo quisiera eliminar esa distancia impulsado por un intento de sinceridad. Si gozo con ciertas manifestaciones del llamado "mal gusto" debo aceptarlo y, por eso, quiero investigarme, no traicionarme. Si me gustan esas cosas las voy a vivir, las voy a defender. Eso es lo que hago en esta nueva novela. Tengo el temor de que las formas cultas del arte hayan ejercido una grave represión, y de que haya posibilidades fascinantes dentro de las expresiones condenadas y descartadas. Uno de los protagonistas de esta novela soy yo en buena medida, y a través de él estoy saboreando las películas más denigradas y las letras de los boleros más bochornosas.

¿Qué descubres allí?

Descubro poesía bajo formas primitivas pero irresistibles. Por ejemplo, hay un arranque de la orquesta (música de Agustín Lara) al final de "Mujer" de Chano Ureta, subrayando el reencuentro de los protagonistas a la salida de la penitenciaría, con un fondo de cielo crepuscular, sublime como podría serlo el final del primer acto de "Tristán e Isolda". Y para qué hablarte de ciertas letras de tango de Alfredo Le Pera: "Sentir/ que es un soplo la vida,/ que veinte años no es nada,/ que febril la mirada/ errante en la sombra/ te busca y te nombra". O Toña la Negra, el domingo pasado, por la TV en colores, cantando con una escenografía de palmeras que, aquí sí, las palabras me faltan. Actualmente, estoy viendo mucho cine mexicano viejo por TV, películas de ínfima categoría según los críticos, pero riquísimas algunas. Quiero entregarme a eso. Si resulta que, al fin del experimento, simplemente tengo mal gusto, paciencia. Pero se me ocurre que no, que hay un terreno que debemos reconsiderar: los folletines de Negrete, la letra de los boleros y, ahora, la TV en colores. Cosas que están desprestigiadas pero que, a mí, se me ocurren de validez estética. Recorro esos terrenos en mi nueva novela. Siempre, claro, a través de un personaje. Todavía no me he animado a escribirlo yo en tercera persona.

¿Cómo explicas el auge de la moda "retro", la nostalgia por el pasado y, en especial, por los años veinte?

Ahí hay algo que me interesa. Primero hablemos del cine. Yo no sé si es una manía, pero sucede que una película tiene vigencia uno o dos años y ya después no interesa, se olvida, se pasa a otra cosa y si uno, quince años más tarde la quiere reconsiderar, lo tildan de nostálgico. Me parece un grave error. Leer a Céline no es nostálgico; en cambio, si me intereso por ver cine de los años cuarenta, saltan y dicen "¡ah!, pura nostalgia". ¿Por qué esa actitud? ¿Por qué el cine debe ser tan caduco? En las librerías se encuentran libros de todas las épocas, así que hay que preguntarse por qué no se puede dar cine, comercialmente, de todas las épocas también. Más aún: una mala película de 1940, por el sólo hecho de haber registrado una porción de ese momento, de la gente que pertenecía a aquella época, enlata al tiempo. Aunque la imagen retratada haya sido distorsionada por una M.G.M., sabemos que la imagen deformada nos puede devolver -a veces- la imagen auténtica, verdadera de la realidad. Por eso, la distorsión que podía dar la M.G.M. de un episodio de la Guerra de Secesión ya es interesante: nos va a hablar sobre los móviles políticos de los años cuarenta. Tomemos otro ejemplo: una película hecha en el mismo año sobre los alemanes, por más artificial que sea, nos informa sobre la mentalidad imperante en ese momento. El cine, aparte de su valor estético, va a tener una vigencia enorme en la medida que es, justamente, tiempo enlatado.

La historia como un gran cementerio de rollos de película, ¿verdad?

Sí, claro. Eso no sucede con la literatura y, menos, con el teatro. No podemos ver una representación de Eurípides tal como se hacía en su tiempo, pero en cambio sí cómo se hacía en su época "Strange interlude" (Extraño interludio) de O'Neill: está filmado por la Metro. Creo que en la cuestión nostálgica pasa algo de ese fenómeno. La gente, de algún modo, se da cuenta de que las películas viejas son de un interés notable. Es probable, además, que el paso de este siglo haya sido tan veloz que no haya habido tiempo para detenerse a pensar en cada movimiento nuevo que surgía. No hubo tiempo para asimilarlos. El expresionismo alemán, que fue cancelado con la subida de Hitler, ¿cómo no nos va a resultar interesante retomarlo en la medida que justamente quedó truncado? Los movimientos, en general, fueron veloces, y no hubo tiempo de que se agotaran.