5 de julio de 2010

Entremeses literarios (CV)

AUTORRETRATO
Juan Marsé
España (1933)

Aquí está de nuevo, siempre pertrechado para irse al infierno en cualquier momento. El rostro magullado y recalentado acusa las rápidas y sucesivas estupefacciones sufridas a lo largo del día, y algo en él se está desplomando con estrépito de himnos idiotas y banderas depravadas. Las facciones se traban, compulsivas, antes de desmoronarse. Se trata de un sujeto sospechoso de inapetencias diversas y como deslomado, desriñonado y despaldado. Ceñudo, maldiciente, tiene la pupila desarmada y descreída, escépticos los hombros, la nariz garbancera y un relámpago negro en el corazón y en la memoria. No ha tenido mucho gusto en haberse conocido. Habría preferido pasar de largo de sí mismo, pero acepta resignado el saludo hipócrita del espejo y la broma pesada de la vida: al nacer se equivocó de país, de continente, de época, de oficio y probablemente de sexo. Hay en los ojos harapientos, arrimados a la nariz tumultuosa, una incurable nostalgia del payaso de circo que siempre quiso ser. Enmascararse, disfrazarse, camuflarse, ser otro. El Coyote de Las Animas. El Jorobado del Cine Delicias. El Vampiro del Cine Rovira. El Monstruo del Cine Verdi. El Fantasma del Cine Roxy. Nostalgia de no haber sido alguno de ellos. Es fláccida la encarnadura facial, quizás porque la larga ensoñación detrás de las máscaras imposibles, el aburrimiento y el alcohol y la luctuosa telaraña franquista de casi cuarenta años abofetearon y abotargaron las mejillas y las ilusiones. El tipo es bajo, desmañado, poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que le traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio, y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano. Pero no hay nada que le aburra tanto como hablar de sí mismo, así que basta.


ATONTADA POR EL DOLOR
Ana María Shua
Argentina (1951)

En la copa de un árbol, una mujer sostiene abiertos los pantalones de su difunto marido. El cura le ha dicho que su hombre está en el cielo y ella espera que caiga en cualquier momento. Pobre tonta, como si no lo conociera. Su marido cae del cielo una vez por día, pero nunca en el mismo árbol. Otras también lo esperan.


LA QUINTA EXTINCIÓN
Angel Olgoso
España (1961)

El asteroide se aproxima a un pequeño planeta. Magnífico en sus dimensiones y en su velocidad vertiginosa, se ha ido desbarbando durante miles de años y sólo ahora el azar le permitirá morir, golpear la corteza del cuerpo verdeazul con una determinación suicida, con un apocalíptico bramido que se propagará al instante a través de su atmósfera. Pero, contra toda lógica, desviado paulatina e imperceptiblemente de su trayectoria, el asteroide roza, sobrepasa el punto de mínima distancia y escapa de la atracción del planeta. Después su estela se pierde en el vacío, en dirección a los sargazos de viejas nebulosas. Para los seres del pequeño planeta no ha sido más que un brevísimo destello, un parpadeo a destiempo, el latido de una vena en la frente del cielo. Ajenos al peligro, indiferentes al artífice de otro posible destino, los dinosaurios no interrumpen sus premiosas luchas, pastan o devoran, procrean, persisten como amos en su mundo armónico, silencioso e inabarcable, mientras los diminutos mamíferos que huronean y se ocultan entre las grietas nunca tendrán la menor oportunidad.


ATLAS
Cristina Peri Rossi
Uruguay (1941)

Sostiene el universo sobre sus hombros. No debe asombrar a nadie, pues éste ha dado múltiples pruebas de su desequilibrio. Sostener el universo sobre los hombros es una tarea absorbente y delicada, que exige toda su concentración; no puede permitirse distracciones, ni pausas, ni paseos por los lagos, ni viajes de placer. Tampoco puede desempeñar otra tarea (no puede tener un interesante empleo en la administración pública, ni trepar la pirámide de la iniciativa privada); no ha buscado esposa ni tiene hijos. Es, también, una tarea silenciosa y poco brillante, por la cual no recibe tarjetas de felicitación a fin de año, ni aguinaldo, ni premios especiales. Nadie parece prestar demasiada atención al hecho de que sostiene el universo sobre sus hombros, como no se presta atención al empleado de los retretes públicos; ambos saben que son tareas silenciosas pero imprescindibles. No siempre sostuvo el universo sobre sus hombros; los primeros años de su niñez transcurrieron sin esa responsabilidad, pero no fueron muchos; tiene una imagen desvaída de esa época, quizás porque el peso de sostener el universo le ha arruinado la memoria. No discute el hecho de que sea él y no otro quien sostiene el universo; lo acepta de una manera visceral, quizás porque se trata de un fatalista que no cree en la posibilidad de modificar sustancialmente las cosas. Hace su trabajo con concentración, aunque a veces siente el deseo de pasear, de tomarse unas vacaciones. No discute con nadie la índole de su trabajo y le gustaría que alguien, al verlo sostener el pesado universo sobre sus hombros, le sonriera. Pero si esto no ocurre (y de hecho: no ocurre), tampoco se deprime. Ha conseguido instalar en sí mismo una sabia indiferencia ante los placeres mundanos (que de todos modos le estarían vedados por la índole de su trabajo), la comodidad, el lujo y las aficiones de la carne. Carece de cualquier clase de religión y no atribuye a su tarea ningún sentido místico: detestaría ser el origen de una corriente religiosa o política. Ahora que su salud declina (es un ser mortal como cualquier otro), se pregunta quién será el llamado a sustituirle. No tiene descendencia y no cree que, de todos modos, se trate de un cargo hereditario. Tampoco piensa que la elección dependa de alguna clase de mérito social, intelectual o político. Sabe que es una tarea pesada, ingrata, mal remunerada, pero la única frente a la cual no existe opción. No conoce quiénes fueron sus antepasados en el cargo, y posiblemente le esté vedado conocer al sucesor. Pero quizás por efecto de la vejez, recuerda con especial ternura al niño que un día comenzó a sostener el universo sobre sus hombros. No juzga de ninguna manera a los hombres y mujeres que, exonerados de esa tarea, se dedican a otras ocupaciones. Lo que más le molesta es no ir al cine.


INTERVALO DEL HOMICIDA
Alejandro Bentivoglio
Argentina (1979)

Buscando el cadáver de su esposa, a la que apenas recordaba haber asesinado, encontró unas cartas que ella le había escrito muchos años atrás. Se sentó a leerlas y no pudo evitar llorar como un chico que ha descubierto que su madre nunca volverá. Incluso el cuchillo que guarda sin limpiar en la cocina, parece más pequeño en la hora de recuerdo.


MORTAL
Luis Mateo Díez
España (1942)

Un hombre llamado Mortal vino a la aldea de Omares y le dijo al primer niño que encontró:
- Avisa al viejo más viejo de la aldea, dile que hay un forastero que necesita hablar urgentemente con él.
Avisó el niño al viejo Arcino y le acompañó de la mano hasta donde el hombre aguardaba muy nervioso.
- ¿Se puede saber lo que usted desea y cuál es la razón de tanta prisa...? -le requirió el viejo Arcino.
- Soy Mortal -dijo el hombre sin mirarle.
- Todos lo somos -dijo el viejo Arcino-. Mortal no es un nombre, mortal es una condición.
- ¿Y aún así, aunque de una condición se trate, sería usted capaz de abrazarme...? -inquirió el hombre.
- Prefiero besar a este niño que dar un abrazo a un forastero, pero si de esa manera queda tranquilo, no me negaré. No es raro que llamándose de ese modo ande por el mundo como alma en pena.
Se abrazaron al pie del árbol más cercano.
- Mortal de muerte y mortandad -musitó el hombre al oído del viejo Arcino-. El que no lo entiende de esta manera lleva las de perder. La encomienda que traigo no es otra que la que mi nombre indica. No hay más plazo, la edad está reñida con la eternidad.
- ¿Tanta prisa tenías...? -inquirió el viejo, sintiendo vida se le iba por los brazos y las manos, de modo que el hombre apenas podía ya sujetarlo.
- No te quejes que son pocos los que viven tanto.
- No me quejo de que hayas venido a por mí, me conduelo del engaño con que lo hiciste, y de ver correr asustado a ese pobre niño...


ORFEO Y EURIDICE
Leopoldo Lugones
Argentina (1874-1938)

- Hallo una contradicción -dijo el filósofo- entre la inexorable ley, conforme a la cual ningún mortal volvía del Hades, y el retorno de Eurídice concedido por el dios infernal a Orfeo, cuando éste lo apiadó con la lira. Más aún -confirmó el filósofo- si se considera que la ley del Hades no incumbía al dios, sino al destino cuyo carácter impersonal excluye la compasión.
- El dios fue a la vez piadoso y sutil -enseñó el poeta- y eso se ve en la condición que puso a Orfeo: no volverse para mirar a Eurídice, hasta no haber abandonado el infierno. Pues hallándose realmente enamorado de ella Orfeo, el dios sabía con seguridad que no resistiría al ansia de verla.


HELENA DE TROYA SE CONFIESA
Miguel Ibáñez
España (1960)

Primero ese idiota me secuestra, después el otro tarado monta una guerra, llevan diez años sacándose las tripas los unos a los otros, y yo, como no se dé prisa alguien en inventar el "ménage à trois", voy a acabar de los nervios.


DULCINEA DEL TOBOSO
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)

Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchuelo y Francisca Nogales. Como hubiese leído numerosas novelas de esas de caballería, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar Dulcinea del Toboso, mandaba que en su presencia las gentes se arrodillasen, la tratasen de Su Grandeza y le besaran la mano. Se creía joven y hermosa, aunque tenía treinta años y pozos de viruela en la cara. Finalmente se inventó un galán, a quien dio el nombre de Don Quijote de la Mancha. Decía que Don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de lances y aventuras, al modo de Amadís de Gaula y de Tirante el Blanco. Se pasaba todo el día asomada a la ventana de su casa, aguardando el regreso de su enamorado. Un hidalgüelo de los alrededores, que a pesar de las viruelas estaba prendado de ella, pensó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en su rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas del imaginario don Quijote. Cuando, seguro del éxito de su ardid, volvió al Toboso, Dulcinea había muerto de tercianas.


VIAJERO APARENTE
José María Merino
España (1941)

El itinerario del aperitivo no fue como todos los días. Al encontrarse con él, muchos mostraban gran regocijo, le felicitaban por su regreso, se alegraban de volver a tenerlo entre ellos. "Bienvenido, Ramiro, ya era hora de que volvieses, bienvenido, te habías ido demasiado lejos", le invitaban, un bar después de otro, "Ramiro ha vuelto", decían, "esto hay que celebrarlo". Bebió de más, y cuando después de despedirse se fue a su casa para almorzar, con bastante retraso, caminaba inseguro y tenía mucha confusión en la cabeza, pero no tanta como para no saber que nunca había salido de aquella ciudad y que no se llamaba Ramiro.