9 de noviembre de 2010

Entremeses literarios (CXIX)

LA NIÑA OLVIDADA
Dino Buzzati
Italia (1906-1972)

La señora Ada Tormenti, viuda de Lulli, fue a pasar unos días al campo, invitada por sus primos los Premoli. Por el pueblo iba y venía mucha gente. Como era verano, la sobremesa de la noche se hacía en el jardín, charlando hasta la una o las dos. Una noche la conversación se refirió a las casas de la ciudad. Había allí un tal Imbastaro, tipo inteligente, pero antipático. Decía:
- Siempre que dejo mi casa de Nápoles, sucede algo, ¡je, je! -continuaba, riendo así, sin motivo; ¿o el motivo era, en cambio, hacer daño al prójimo?-. Salgo, por decirlo así, ni siquiera recorro dos kilómetros, y se sale el agua del lavadero o se incendia la biblioteca por haber olvidado una colilla encendida, o se meten ratas de los barcos y devoran hasta las piedras. ¡Je, je!, o en la portería, la única persona que soporta allí el verano, recibe un golpe seco y por la mañana se la encuentra preparadita para el entierro, con cirios, el sacerdote y el ataúd. ¿No es así la vida?
- No siempre -dijo con gravedad Tormenti-, por fortuna.
- No siempre, es verdad. Pero usted, señora, por ejemplo, ¿podría jurar haber dejado su casa en perfecto orden, no haberse olvidado nada? Piénselo bien, piénselo bien. ¿Exactamente en orden?
A estas palabras Ada se puso del color de los muertos; de repente tuvo un horrendo pensamiento. Para poder ir a casa de los Premoli había llevado a su hija de cuatro años a una tía. O mejor dicho, había decidido llevarla. Porque ahora, al volver a pensar en ello, con todo y estar segura de haberlo hecho, no conseguía recordar cómo y cuándo había llevado a Luisella a casa de su tía. ¡Qué extraño! No recordaba ni cuándo habían salido de casa juntas, ni el camino recorrido, ni las despedidas en casa de su tía. Como si en su memoria se hubiese abierto un agujero. En resumen, la duda era la siguiente: que ella, Ada, se había olvidado de llevar a la niña a casa de su tía y sin advertirlo, al irse, la había encerrado en casa. Era una sospecha absurda, pero la imaginación fabrica a veces cosas muy extrañas. Insensato, de loco, pero bastaba, no obstante, para helarle la sangre en las venas. Con sorpresa la vieron ponerse bruscamente de pie y abandonar la compañía de todos. Uno preguntó a Imbastaro:
- Perdone, pero, ¿le ha dicho usted alguna cosa desagradable?
- ¿Yo? Nada de particular, ¡je, je! No comprendo.
Ada entró en la casa y, sin decir nada a nadie, se dirigió al teléfono. Llamó urgentemente a Milán, dando el número de casa. Esperó, retorciéndose las manos. La comunicación se la dieron casi en seguida. En el acto.
- ¿Es usted quien ha llamado a Milán, al 40079277?
- Sí, sí.
- Hablen.
- ¿Hable?
¿Con quién? Al llamar, esperaba que nadie le respondería. ¿No estaba la casa cerrada y vacía? Si alguien acudía al aparato significaba, por lo tanto, que su primera sospecha estaba fundada, que Luisella se había quedado encerrada dentro (aunque apenas tuviera cuatro años, sabía contestar al teléfono). Habían pasado ya diez días; hacía un calor espantoso y en casa Ada no había dejado ni un bocado de comida. ¡El calor! En los días de la canícula se cuecen los muebles en las casas abandonadas, y se quedan sin aliento los seres vivos, si permanecen en ellas. Ada se sintió morir. Temblando, dijo:
- ¡Oiga!
- Diga -dijo desde Milán una voz de hombre.
Y con la velocidad de un relámpago, Ada imaginó lo ocurrido: Luisella, encerrada y sola en casa, incapaz de abrir la puerta, sus gritos, la primera alarma en el barrio, la policía, la puerta forzada, la niña enloquecida de miedo.
- Diga. ¿Quién es? -preguntó el hombre.
- Soy yo, la mamá. Pero, ¿quién es usted?
- ¿Qué mamá? ¡Yo no tengo mamá! Se ha equivocado de número.
Y colgó. Ada volvió a llamar inmediatamente a Milán (pero la angustia había ya cedido). Dio el número exacto, oyó la señal de línea y esta vez nadie le respondió. Respiró aliviada. Menos mal. ¿Qué estupidez había imaginado? Ante un espejo se puso unos pocos polvos y salió afuera al jardín. La miraron, pero nadie dijo nada.Sin embargo, cuando se acostó y en la enorme casa de campo se estableció el plúmbeo silencio de la noche y solamente por la ventana entornada entraban las voces de los grillos, volvió a sentir miedo. En aquella hora imaginó a la niña, muerta de calor y de hambre que, de rodillas, agarrada al pestillo de la puerta y con los ojos desorbitados, lanzaba sus postreros lamentos. Pensó que, en el peor de los casos, alguien debía de haber oído sus gritos. Otra voz, pérfida, objetaba: si alguien la hubiese oído, ya la habrían socorrido; ya han pasado diez días y a estas alturas te habrían avisado. Pudo ocurrir también que los pisos contiguos estuvieran desocupados en este período de vacaciones. La portera, cinco pisos más abajo, ¿qué podía oír? Miró el reloj, eran las cuatro. A las seis salía un tren. Ada saltó de la cama, se vistió, hizo la maleta. Acaso empieza así la locura, se dijo. Pero no podía contenerse. Dejó una nota excusándose, cautelosamente salió, abrió la puerta del jardín y se dirigió a la estación. Había cuatro kilómetros de camino. Cuanto más avanzaba el tren, mayor era su angustia. Llegó a Milán hacia las tres de la tarde. La ciudad ardía en un halo de polvo tórrido y húmedo. Balbuceando, dio al taxi la dirección. ¡Por fin, su casa! No se notaba nada anormal. Las persianas del piso estaban todas bajadas, como las había dejado días antes. Pasó corriendo ante la portería. La portera le hizo el acostumbrado saludo. Bendito sea Dios, pensó Ana. Ha sido todo una pesadilla, nada más. Silencio y quietud en el rellano del quinto piso. Pero, ¿por qué temblaba tanto su mano al introducir la llave en la cerradura? Se descorrió el pestillo. Al abrirse la puerta, salió un vaho caliente y denso. De pronto, cuando abrió la puerta interior, Ada sintió en el pecho un nudo doloroso; porque, un poco por encima de su cabeza, flotó, ansioso de huir, un pequeñísimo e incomprensible humo, una minúscula nubecilla, oblonga y pálida, que no despedía olor. Corrió a la ventana del recibidor, abrió los postigos y se volvió. Sobre el suelo, a dos metros de ella, se veía algo, como una larga y recortada mancha, pero de notable espesor. Se acercó, la tocó con el pie. Cenizas. Estaban esparcidas uniformemente como formando una especie de dibujo. Aquel nudo que tenía en el pecho se hizo fuego, infierno. Las cenizas tenían exactamente la forma de Luisella.


PEDRO Y EL LOBO
José Gregorio Bello Porras
Venezuela (1953)

Pedro anunciaba que venía el lobo, por ignorancia más que por broma. Nadie le creyó desde el principio. Eso no le causó la más mínima molestia, por el contrario, cuando de veras llego la noche de luna llena, disfrutó mucho atacando incrédulos transformado en bestia.


CASTING
Roberto Malo
España (1970)


¿Cómo? ¿Que no viene al casting? Pues da igual, es su día de suerte. Ha nacido para ser modelo, se lo digo yo, que entiendo un rato. Es perfecta: pómulos angulosos, mirada profunda, una extrema y deliciosa delgadez... No como las chicas que han pasado antes, por cierto, unas ilusas llenas de curvas, ¡con tetas, con culo...! ¡Por Dios, lo que hay que ver...!Además, le vendrá muy bien entrar en el mundo de la moda pues la ropa que lleva, y perdone que se lo diga, está un poco pasadita... Y oiga, ¿para qué lleva esa guadaña?


BANDERAS
Cristina Peri Rossi
Uruguay (1941)

Por cada hombre muerto, se regala una bandera. La ceremonia es sencilla y se desarrolla siempre de la misma forma, en la intimidad de la familia y sin curiosos que interfieran. Primero llegan dos oficiales que comunican la triste noticia a los deudos; luego, comienzan los preparativos para la entrega de la bandera. Hay que hacer notar que la presencia de los oficiales tiene un efecto moderador sobre el dolor de las familias que, por sobriedad, contienen sus manifestaciones de pesar. Algo en los uniformes, en los gestos medidos y protocolares, impone límites a los sentimientos exasperados: se llora con más recato. Para desplegar la bandera se prefieren las superficies chatas, como la mesa del living, por ejemplo. Con mucha solemnidad, en medio del silencio general (sólo se escuchan los sollozos ahogados de alguna mujer), uno de los oficiales procede a extenderla con mucho cuidado, procurando que no se formen pliegues. La bandera se desenvuelve sobre la mesa como si fuera el tapiz antes de la celebración de la misa. Una vez ha quedado extendida, el otro oficial dirige algunas palabras -sobrias, contenidas- al público reunido. Se habla de valentía, honorabilidad y servicio a la patria. Cuando termina, se hace un minuto de silencio. Luego, el mismo oficial procede a enrollar la banden. Podríamos decir que éste es el momento más emotivo de toda la ceremonia. Muchas familias no pueden contener el llanto, las cejas crispadas. La bandera se pliega así: primero, se dobla por uno de los extremos de modo que forme un pequeño triángulo, luego el triángulo se dobla sobre sí mismo y así sucesivamente hasta terminar con la bandera. Cuando ésta se ha reducido a un cuadrado, en virtud de la propiedad geométrica de la adición de dos triángulos equiláteros iguales, uno de los oficiales (no el que la enrolló) procede a depositarla en manos de uno de los miembros de la familia, que la recibe con gran emoción. Puede decirse entonces que la ceremonia ha concluido, y los oficiales, haciendo el saludo de rigor, se retiran. Si bien la bandera así doblada no pesa mucho, en cambio se ha advertido que es algo incómoda de llevar. El miembro de la familia que la ha recibido suele no saber qué hacer con ella. Colocada debajo del brazo, a la altura de la axila derecha o izquierda, si bien permite disponer de las extremidades con libertad, en cambio produce mucho calor, especialmente en los días de verano. Si se la sostiene entre las manos, obstaculiza otras tareas necesarias para la continuidad de la vida, como gesticular, por ejemplo. También es difícil encontrarle un lugar en la casa. Seria irrespetuoso -dado que de alguna manera la bandera es el padre o el hijo muerto- colgarla de la pared del living donde adquiriría un carácter decorativo no siempre a tono con los demás ornamentos. Usada como sábana tiene el inconveniente de no ajustarse exactamente a las dimensiones de las camas normales, y el frío, además, se cuela por los costados. Y nadie comería a gusto encima de los colores que representan al noble soldado muerto. Hay madres que la colocan encima del tocador, pero se llena de polvo y atrae a las polillas. Lo más adecuado parece ser guardarla en una bolsa de nylon en el cajón de la ropa en desuso. Se ha visto, con todo, hombres por las avenidas transitando con su bandera arrollada debajo del brazo como el periódico de la tarde. El creciente consumo de banderas ha dado lugar a una floreciente industria. Multitud de mujeres desocupadas se dedican ahora, con todo esmero, a la confección de pabellones patrios para cubrir las necesidades del ejército, la aviación, la marina, la infantería, el cuerpo de paracaidistas, las brigadas especiales, los lanzallamas, el servicio de expedicionarios y los selectos equipos de bombarderos. De este modo, la población del país se ha dividido en dos grandes categorías: aquellas personas dedicadas a la confección de banderas y aquellas destinadas a recibirlas. Pero no son dos sectores separados entre sí. Muchas veces una mujer que se encontraba cosiendo a máquina las tres franjas de color que componen nuestra bandera, fue interrumpida por dos oficiales que cumplían el penoso deber de entregarle una, no cosida por ella. Como menudas diferencias se advierten en la confección de una bandera y otra (el espesor del hilo, el ancho de separación entre un color y otro, el tamaño de las puntadas, la costura de los bordes), se ha desarrollado entre las gentes una curiosa afición: coleccionar piezas raras. Las familias estudian entre sí las características de sus numerosas banderas y se dedican a buscar aquellas que se distinguen por alguna peculiaridad, desdeñando las fabricadas en serie. Un pequeño mercado negro de banderas se ha iniciado al margen de la entrega oficial. Pero este tráfico indecente no afecta a la mayoría de las familias del país, que con todo esmero continúan fabricando banderas. Todo lo cual revela el alto grado de patriotismo del que gozamos en la actualidad.


LA FOTO DEL ALBUM
William Torcátiz
Venezuela (1949)

Desde que nació le hemos hecho un registro fotográfico permanente. A él le encanta ver el álbum de fotos donde aparece, incluso, desde antes de nacer, desde que la madre lo tenía en el vientre. Anoche mientras veía las fotos, jugaba a meterse dentro de las páginas; de repente, sin darnos cuenta y sin ninguna explicación lógica hasta ahora, desapareció. Comenzamos a buscarlo por todos los rincones de la casa, no lo hallamos; pero se nos ocurrió hojear el álbum buscando alguna pista. Mayor sorpresa nos llevamos cuando, en la única página que quedaba libre, encontramos una foto suya en tamaño natural.


TODA UNA VIDA
Beatriz Pérez Moreno
España (1974)

Lo vio pasar en un vagón de metro y supo que era el hombre de su vida. Imaginó hablar, cenar, ir al cine, yacer, vivir con él. Dejó de interesarle.


CONJURA VANA
Mario Said Silvera
Uruguay (1945)

El hombrecillo esperó, para abandonar su trabajo, a que llegara la hora catorce. Al salir avistó una escalera y la rodeó parsimoniosamente para no pasar debajo de ella. Se apuró a cruzar ante una casa y asi evitó que el gato negro que estaba en el umbral se atravezara en su camino. Todo esto hizo y mucho más. Pero fué inutil. Su suegra ya lo estaba esperando en la puerta.


CRIMEN EJEMPLAR
Max Aub
España (1903-1972)

Hacía un frío de mil demonios. Me había citado a las siete y cuarto en la esquina de Venustiano Carranza y San Juan de Letrán. No soy de esos hombres absurdos que adoran el reloj reverenciándolo como una deidad inalterable. Comprendo que el tiempo es elástico y que cuando le dicen a uno a las siete y cuarto, lo mismo da que sean las siete y media. Tengo un criterio amplio para todas las cosas. Siempre he sido un hombre muy tolerante: un liberal de la buena escuela. Pero hay cosas que no se pueden aguantar por muy liberal que uno sea. Que yo sea puntual a las citas no obliga a los demás sino hasta cierto punto; pero ustedes reconocerán conmigo que ese punto existe. Ya dije que hacía un frío espantoso. Y aquella condenada esquina abierta a todos los vientos. Las siete y media, las ocho menos veinte, las ocho menos diez. Las ocho. Es natural que ustedes se pregunten que por qué no lo dejé plantado. La cosa es muy sencilla: yo soy un hombre respetuoso de mi palabra, un poco chapado a la antigua, si ustedes quieren, pero cuando digo una cosa, la cumplo. Héctor me había citado a las siete y cuarto, y no me cabe en la cabeza el faltar a una cita. Las ocho y cuarto, las ocho y veinte, las ocho y veinticinco, las ocho y media, y Héctor sin venir. Yo estaba positivamente helado: me dolían los pies, me dolían las manos, me dolía el pecho, me dolía el pelo. La verdad es que si hubiese llevado mi abrigo café, lo más probable es que no hubiera sucedido nada. Pero ésas son cosas del destino y les aseguro que a las tres de la tarde, hora en que salí de casa, nadie podía suponer que se levantara aquel viento. Las nueve menos veinticinco, las nueve menos veinte, las nueve menos cuarto. Transido, amoratado. Llegó a las nueve menos diez: tranquilo, sonriente y satisfecho. Con su grueso abrigo gris y sus guantes forrados:
- ¡Hola, amigo! -dijo así, sin más.
No lo pude remediar: lo empujé bajo el tren que pasaba.


HOMBRE SOBRE LA ALFOMBRA
Ana María Shua
Argentina (1951)

Luis ve al hombre en el suelo, le parece que está muerto y lo dice.
- Se murió.
- No -dice la mamá-. Se quedó dormido.
- Nadie se duerme así tirado. Es incómodo -dice Luis.
- Estaba muy cansado. Yo también a veces me quedaría dormida: ¡exactamente así!
Luis y la mamá tendrían que hablar en voz más baja, porque el hombre no está muerto ni dormido sino dibujado en un libro, y oye perfectamente todo lo que dicen de él.


LAS PUERTAS
Juan Antonio Masoliver Ródenas
España (1939)

Abrió una puerta que le llevó a una puerta más pequeña; la abrió y le llevó a una puerta más pequeña, y así fue abriendo puertas hasta llegar a una puerta diminuta como una gatera por la que se metió para encontrarse con una puerta pequeña que le llevó a una puerta más grande y así siguió recorriendo un corredor infinito de puertas hasta que finalmente llegó a una pared. Al otro lado se oía una sucesión de portazos.