13 de octubre de 2011

Sobre la novela (17). Morris Dickstein y el agotamiento del minimalismo

Nacido en Nueva York, Morris Dickstein (1940) estudió en las univeridades de Columbia, Cambridge y Yale, donde trabajó con distinguidos críticos como Lionel Trilling (1905-1975) y Harold Bloom (1930). Profesor de inglés en el Queens College de Nueva York y director del Departamento de Humanidades en el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY), ha combinado su carrera como profesor con la de investigador de la historia cultural de Estados Unidos, desde la poesía romántica hasta la ficción moderna y contemporánea. Entre los ensayos de Dickstein, a quien Norman Mailer (1923-2007) llamó "uno de los mejores y más distinguidos críticos de la literatura norteamericana", sobresalen "Gates of Eden" (Las puertas de Edén), un profundo análisis sobre la cultura de su país en los años sesenta; "Double agent" (Doble agente), un estudio de la crítica moderna; "Leopards in the temple" (Leopardos en el templo), una historia social de la ficción estadounidense de la posguerra; "A mirror in the roadway" (Un espejo en el camino), una colección de ensayos sobre el realismo y la literatura; y "Dancing in the dark" (Bailando en la oscuridad), una historia cultural de la época de la Gran Depresión. En el siguiente artículo, publicado por la revista "Magazín Literario" en su nº 3, de septiembre de 1997, Dickstein explora, a partir de algunos de los creadores del realismo social norteamericano -John Cheever (1912-1982), Bernard Malamud (1914-1986), Donald Barthelme (1931-1989) y Raymond Carver (1938-1988)- los problemas de la literatura de Estados Unidos en las dos últimas décadas del siglo XX. Para este afamado historiador de la cultura, con la muerte de aquellos escritores experimentales, surgidos de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, "toda una generación creativa ha desparecido del escenario". Y rescata la notable influencia que éstos ejercieron entre la nueva camada de escritores entre los que encuentra como más prometedores a Russell Banks (1940) y Richard Ford (1944). "La novela tiene una función social -dice Dickstein-. Es el examen que la sociedad hace de sí misma. Es la manera en que reflexiona sobre sus propios valores, la manera en que se contempla a sí misma. Es diversión, pero también es contemplación. Es entretenimiento, pero también es discernimiento".

FICCION: LA BUSCA DE LA VIDA ORDINARIA

Durante la década del '80, luego de la desa­parición de John Cheever, Bernard Malamud, Donald Barthelme y Raymond Carver, que­daron diferenciadas tres generaciones en la ficción norteameri­cana. En una época en la que la novela costumbrista "wasp" había muerto en Estados Unidos, Cheever se convirtió, gracias a una brillante serie de "nouvelles" aparecidas en el "New Yorker", en cronista de las angustias secretas de la generación de jóvenes ejecutivos de posguerra que entonces educaban a sus hijos en suburbios acomodados. A pesar de la ligereza de tono y de su gusto por la fantasía y el sueño, Cheever era un escrupuloso realista, un observador de la sociedad dotado de una mirada aguda. Sin embargo, sus "nouvelles" también bucearon en sus propias obsesiones y simulacros: sentimientos ambivalentes hacia la familia, velada homosexualidad, alcoholismo suicida. Con el paso del tiempo, su obra articuló con meticulosidad los valores morales y las costumbres norteamericanas en la temprana posguerra. Los judíos del gueto, esos pobres tipos constantemente perseguidos por la mala suerte que pinta Bernard Malamud, parecen encontrarse a años luz de los tenistas que se la pasan bebiendo: los "wasp" de Cheever. Malamud, fallecido en 1986, era el más puro, el más emotivo de los escritores norteamericanos que se dieron a conocer en los '50. Al igual que Cheever, manifestaba poco interés por las cuestiones políticas y sociales. Sus personajes, vagamente espectrales, atorados en sus propios tormentos, sólo se ven aliviados por el sentido cómico (y cósmico) que Malamud otorga a las ironías del destino y por la forma agridulce en la que encarna el desastre. Mucho más que Cheever, Malamud era un fabulista, un descendiente de Hawthorne y de Kafka, que transformó cada "nouvelle" en una parábola de la distancia que separa a sus propias criaturas de la vida que tanto anhelan.


Hacia fines de los '60, el estilo de Malamud ya casi se había volatilizado tanto como el de las chispeantes observaciones sociales de Cheever. Ambos eran artesanos consumados de la frase. Las contradicciones explosivas de la época, los ruidosos enfrentamientos públicos y el descabellado abandono de las inhibiciones exigían una ficción que fuera más fragmentaria y surrealista, más sofisticada, también más carnavalesca. Esta época reclamaba a Donald Barthelme, cuyo inspirado bricolaje barría desde Blanca Nieves hasta Tolstoi, desde Robert Kennedy hasta Kierkegaard. Las primeras nouvelles de Barthelme, con sus ilustraciones obsesivas y sus títulos oscuros, constituyeron un mar de los Sargazos de toda la historia de la cultura. El gusto de los '60, fundado en el Pop Art, había derribado las viejas jerarquías culturales. Barthelme favoreció una ficción de dos dimensiones que jugaba con sus propios procedimientos, dotada de una conciencia aguda de su estatuto ficcional. El resultado fue una obra elegante y seca, espiritual y despojada, falsamente seria, cargada de un misterio y un "pathos" fuertemente sugestivos. A pesar de las deudas confesadas hacia escritores precedentes (desde Laurence Sterne hasta Borges), Barthelme impuso una nueva forma de tratar los desperdicios de la cultura. Poco a poco sus textos perdieron la magia: la corriente de emoción más honda se agotó y sus ironías se volvieron previsibles.
Como consecuencia de las crisis energéticas, las recesiones crónicas y los desastres políticos (el fracaso de Vietnam y Watergate) la década del '70 fue, desde todo punto de vista, más chata que la del '60. Con la economía tambaleante y la declinación de los Estados Unidos, la cultura requería autores capaces de reflejar el sentimiento colectivo de frustración. Ningún escritor más adecuado para cumplir con el papel de profeta social que Raymond Carver. La mayoría de sus "nouvelles" se desarrollan en el Noroeste, sus personajes proletarios viven lejos de la corriente dominante de la vida burguesa, impregnados de ironía urbana y esnobismo, de sofisticación. Estas "nouvelles" no hablan de dilemas cósmicos, sino de desgracias ordinarias y temas triviales: el casamiento y la vida familiar, el alcoholismo, la infidelidad, los empleos sin interés o la desocupación. Los personajes de Carver no poseen sensibilidad ni dones de introspección particulares: el límite de sus conciencias es integrado a la técnica narrativa. En las obras de madurez de Carver hay menos psicología, menos lengua literaria, menos narración continua, en favor de los detalles que el propio lector debe ensamblar. Al agotarse la metaficción, la obra de Carver (como la de Ann Beattie, Bobbie Ann Mason, Richard Ford y Tobías Wolff) representa un regreso al realismo y al regionalismo, un redescubrimiento de la vida tal como se vive en los centros comerciales, en las casas de los suburbios y en los empleos industriales. Los personajes de Carver son perdedores, gente arruinada por la violencia doméstica que, invariablemente, elige la opción que no había que elegir. El minimalismo de Carver es un realismo postbeckettiano, reducido a su máxima expresión por el escepticismo y la desesperación modernos: se evitan las descripciones físicas, la textura narrativa, el detalle de la atmósfera, los comentarios de autor.


En la obra de Carver, la lógica asociativa, surreal, infiltró el terreno del minucioso realismo doméstico, volviéndolo descabellado, sombríamente cómico. Así como una tristeza infinita se oculta en la prosa mundana y sofisticada de Barthelme, hay un humor extravagante y nihilista en el corazón de las tragedias de Carver. Malamud y Cheever, al igual que su gran contemporánea Flannery O'Connor, eran maestros en ese género de "nouvelle" que llegaba a decir tantas cosas tan rápidamente. Barthelme y Carver, cada uno a su manera, inician una nueva era en la que las significaciones se enredan y en la que se acude a series de imágenes rápidas, fragmentadas, sin pretención y con poco contacto con "lo real". El minimalismo de Carver es perfectamente conveniente para un período en el que los norteamericanos revisan sus ambiciones, aprenden a asignar límites a su existencia y exigen menos a su propia vida. En la última fase de su carrera, antes de morir (1988), Carver cambió. Sus "nouvelles" se hicieron más largas, fluidas y optimistas. Confrontado él mismo con la muerte, Carver se concentró en los sobrevivientes y, fiel a sí mismo, puso el acento en detalles triviales que hacían de la muerte y la supervivencia instancias soportables, ordinarias. Finalmente, Carver sacrificó la economía de Hemingway (el primer minimalista) y la negrura de Kafka en beneficio del calor humano elemental que encontró en Chéjov. Su escritura perdió, en parte, su aspecto amenazante de punto muerto, de desasosiego y derrota. Y ganó un sentido renovado de las posibilidades humanas.
Sería imposible no sobrestimar el efecto que tuvo la obra de Carver en los escritores norteamericanos de los años '80. Cuando Cheever, Malamud y Barthelme murieron, la mejor parte de sus obras eran hitos venerables de cierto momento clave de las letras norteamericanas. Por más modesto que haya sido, Carver desapareció de escena en la cumbre de sus poderes, rodeado de las pruebas de su arte. "Descubrir la ficción de Carver a principios de los años '70 fue una experiencia que transformó a muchos escritores de mi generación", escribió Jay McInerney, el autor de "Bright lights, big city" (Diario de un ave nocturna). Su influencia se hacía sentir en todos lados, ya fuera entre los jóvenes como McInerney, Bret Easton Ellis -"Less than zero" (Menos que cero)- o en minimalistas meticulosos como Amy Hempel -"Reasons to live" (Razones para vivir)-, Frederick Barthelme -"Second marriage" (Segundo casamiento) y Mary Robison -"Days" (Días)-. Carver enseñó a los escritores jóvenes a concentrarse en detalles, en fragmentos de conversación. Pero, por una razón o por otra, creyeron (del mismo modo que los primeros imitadores de Hemingway) que la esencia de la ficción era omitir cosas: no sólo la textura literaria, sino también la construcción de una intriga. No sólo la psicología y la descripción, sino también toda implicación emocional. En la cumbre de su prestigio, la "nouvelle" no iba a ninguna parte.


Lo que estos escritores no lograror ver en Carver fue el anclaje social y emocional de su obra. El mismo era un personaje. Era capaz de ser tan suicida, de sentirse tan vencido como cualquiera de sus criaturas. Conocía por dentro la vida de los mecánicos, de los cadetes y de los alcohólicos. El tono chato, la enunciación tímida y la banalidad obstinada de su prosa eran los rasgos de un modo de vida propio de una región determinada, de una clase e, inclusive, de cierto paisaje. El humanismo modesto de su último período fue una victoria que pagó cara. No era posible reducirlo a experimentaciones estrictamente formales. Por eso, los autores que mejor reflejaron su visión fueron los que compartían con él los orígenes regionales y pequeño-burgueses. Dos de los más prometedores autores que emergieron en los años '80 son Richard Ford y Russel Banks. Antes de que la literatura norteamericana se urbanizase, los escritores que huyeron de las pequeñas ciudades y los pueblos del Medio Oeste habían escrito siempre con una mezcla de simpatía y horror sobre los mundos de los que provenían: Winesburg, Ohio (Sherwood Anderson) y Gopher Prairie, Minnesota (Sinclair Lewis). Más recientemente, John Updike en "Rabbit, run" (Corre, Conejo), "Rabbit redux" (El regreso de Conejo) y "Rabbit is rich" (Conejo es rico); Bobbie Ann Mason, en "Shiloh"; y Joyce Carol Oates en "Marya" y en otras obras que transcurren en el Oeste del estado de Nueva York, demostraron con qué poder llegaban a imaginar las tristes existencias de los prisioneros de su lugar de origen. Pero Richard Ford en "Rock Springs", una brillante antología de "nouvelles" correlativas que, esencialmente, transcurren en el Noroeste, es el que logra igualar a Carver, con sus propias armas.
Mientras los hombres se van a cazar y a pescar y vuelven borrachos y violentos, las parejas se desintegran, la gente se convierte paulatinamente en extraña, los niños pierden todo contacto con sus padres. Una atmósfera inefablemente triste emana de estas "nouvelles", como es el caso de "The sportswriter" (El periodista deportivo), la obra más conocida de Ford. Se trata de un extenso texto en el que, prácticamente, no ocurre nada y cuyo héroe sufre accesos de depresión, desvarios que sólo se disipan hacia el final cuando renuncia al duelo secreto por su hijo muerto y por su abortada carrera de escritor. La banalidad inexorable y lírica de esta obra recuerda a la novela "The moviegoer" (El cinéfilo), que Walker Percy publicó en 1961, y constituye la definición de la búsqueda contemporánea de lo ordinario. En "Rock Springs", Ford aborda la vida de sus personajes como si modelara un mito a su alrededor. A diferencia de Carver, que evitaba toda ornamentación "literaria", Ford trata a esa gente como si fuera materia legendaria. En sus peores momentos, despliega esfuerzos demasiado enfáticos como para no afectar la simplicidad pretendida. Sin embargo, devuelve su lugar al lirismo que Carver había podado despiadadamente de sus primeros trabajos. En la ficción de Ford, a menudo, el narrador es protagonista: un hombre de cuarenta años que sufre carencias afectivas, que tiene una mirada lúcida y fatal sobre los vaivenes que hicieron de su vida lo que es. "Great Falls" comienza así: "No es una historia que termine bien. Se los advierto". Pero mientras los detalles sofocantes hacen que su acumulación sombría se eleve, Ford nos prepara para un audaz salto retórico. Con frecuencia, sus "nouvelles" terminan con inmensas preguntas sin respuesta que nombran una falta, "una frialdad que está en todos nosotros, una impotencia que nos hace malentender la existencia, cuando en realidad es pura y evidente". Estos gestos son, precisamente, los que cualquier editor con sentido común haría eliminar a un autor, aun cuando su efecto pudiera romperle a uno el corazón. En ellos resuena una especie de tristeza insondable y, sin embargo, confieren una dignidad más vasta a las decepciones de la vida ordinaria.


Las novelas de Russell Banks, por su parte, con su intensidad melodramática y su poderoso ímpetu narrativo, no evocan en nada el estilo de Carver. Pero el ejemplo de Carver quizás liberó a Banks, permitiéndole juzgar directamente su propio pasado de obrero. Banks empezó escribiendo metaficción. Sin embargo, en trabajos recientes como "Continental drift" (Continentes a la deriva) y "Affliction" (Aflicción) adoptó un poderoso realismo basado en el impulso suicida del proletario masculino, el soñador hombre-niño que no mide las consecuencias de sus actos, el perdedor perfecto. Así es la gente "cuyas vidas eran ordinarias y a pesar de lo que tenían de ordinario, no dejaban de causarles dificultades". Sin embargo, Banks es también un escritor que reacciona contra el tipo de minimalismo estrecho que Carver, muy a su pesar, alentó. Del mismo modo que Robert Stone y Don DeLillo -dos admirables escritores-, Banks consiente en asociar una aguda percepción del hombre a una intriga de novela policial. Con esto, confiere un extraordinario ímpetu a su visión fatalista y liga destinos individuales a un entorno social más amplio, sobre todo en "Continentes a la deriva". Al fin de cuentas, Banks, al igual que Hemingway, corre el riesgo de sentimentalizar la visión que da de su perdedor, hasta transformarlo en "el hombre ordinario", cuya respetabilidad está consensuada. No obstante, al mostrarnos la manera como convergen otras vidas y mundos diferentes, la obra de Banks sugiere que el minimalismo quizás se haya agotado en los Estados Unidos, y alienta el retorno a una ficción más expansiva, consistente y, al mismo tiempo, a una escritura más compleja, emotiva y sustancialmente política.