31 de diciembre de 2011

Entremeses literarios (CXLIV)

LA PERDIDA DE LOS ESTRIBOS
Blas Sewald
Argentina (1954)

Despertarse así, en realidad, no es del todo grato, pero uno se despierta una sola vez y listo, no hay otra posibilidad, así que hay que tomárselo con calma, sin quejarse. La habitación está en penumbras. Es tarde, o temprano, según cómo se lo mire y para qué se lo mire. Cuesta desperezarse. Si estuviera María tal vez fuese diferente. Ella hubiera venido mascullando algunas palabras en alemán, un vago saludo, una lisonja afectuosa, y le hubiese hecho cosquillas en la planta de los pies; esos pies que, sea cual sea el clima, haga frío o haga calor, siempre están desnudos. Pero está solo. Entonces cuesta despertarse e introducirse en la atmósfera de la tarde por los propios medios. Cuesta, realmente cuesta y mucho. Se levanta de la cama y corre un poco la persiana de la ventana que da a la calle. Hace frío. El espectáculo de afuera es gris, demasiado gris para lo que él esperaba encontrar, pero sabe que aunque quisiera encontrarse con una espléndida tarde de sol, nada podrá hacer para cambiar la realidad; esa realidad reflejada en un cielo poblado por espesas nubes que descargan una lluvia copiosa que magulla las hojas de los árboles. Así que tampoco hay quejas; ni siquiera una débil protesta. Esto no quiere decir que haya resignación, no, nada de eso; es simplemente sumisión al destino. Fatalismo, como le dicen por ahí. Si hasta se lo toma con una moderada alegría. Mientras lo piensa, se lo dice a sí mismo en voz baja y no puede evitar dudar ni sonreír con cierta malicia. Alegría... Enciende el tocadiscos. Siempre a mano ese bicho lleno de cables y perillas, de transistores y potenciómetros. Es indispensable para él estar conectado a ese aparato como un infartado a una unidad coronaria móvil, para lograr pervivir. Además, sabe que le queda muy poco tiempo: hace dos días tuvo los primeros síntomas, un terrible dolor en el oído izquierdo que lo hizo revolcarse en la cama, llorando y gimiendo como un chiquillo. Estuvo toda la tarde así, hasta que, alcohol de por medio (el que se bebe no el de aplicación medicinal), pudo dormirse. Cuando despertó, cerca de la medianoche, se encontró sin dolor en su oído, pero también supo que desde ese momento jamás volvería a escuchar los sonidos que viniesen desde babor. Y por eso no hay que hacerse mala sangre, no, de ninguna manera; más valdría la pena hacerse mala sangre por las cosas que les suceden a las personas que quiere, que han sido secuestradas, que han desaparecido, que seguramente serán torturadas. Eso es mucho más molesto y enfadoso que quedarse sordo de un oído. Además, todo eso era previsible: las torturas y también su sordera. Ya se lo había dicho el médico ese que usaba una especie de vincha con un espejo circular agujereado en el medio, por donde se vislumbraba el ojo inquisidor del tipo de blanco guardapolvo y suaves modales que a él lo aterrorizaba. De esto había pasado ya mucho tiempo, cuando tenía apenas doce años. El especialista tenía un título tan largo y tan difícil de pronunciar que se pasó toda la revisación tratando de pronunciarlo, para distraerse y alejar los temores, aunque fuese por un rato, no más. Otonido... otogirolán... otorinolingó... otorinolaringocólogo... otorinolaringólogo, pensaba, mientras éste le decía "el asunto es bastante delicado, habrá que cuidarlos mucho", y su madre, un poco más atrás, en una esquina del consultorio, hacía un recuento pormenorizado de los largos baños de su hijo en el tanque australiano que usaban como piscina en el campo de los abuelos, allá, en plena llanura pampeana; un tanque con el agua putrefacta por la descomposición de las hojas de los tamariscos que el viento depositaba allí, y el orín de los sapos que chapoteaban naturalmente en su supeficie. También mencionó las incursiones en el lago de agua salada, adonde iba a buscar enormes terrones de sal del tamaño de un meteorito espacial que luego se usaban para desparasitar a las ovejas, y en donde se sumergía y salía blanco como la sal, precisamente, para quedarse al rato con el cuerpo más duro que Edith cuando huía de Sodoma y se le dio por curiosear. Y él, con la travesura dibujada en la cara, no le dio demasiada importancia a todo aquello; sólo se inquietó un poco cuando lo hicieron salir del consultorio y adentro se quedó su madre para hablar con el médico del título ininteligible. No fue necesario ser demasiado perspicaz para advertir la cara de preocupación que tenía ella cuando salieron de la policlínica. Su madre habló con tono monocorde: "muy simple, todo muy simple -le mintió- es sólo una pequeña perforación, un minúsculo punto en la membrana de los tímpanos". "Ya va a pasar -siguió- vas a tener que usar unos taponcitos de goma cada vez que te metas en el agua y nada más", concluyó. Sí, sí. Nada más. Ya pasaron otros doce años y muchas cosas quedaron a un lado, entre ellas los taponcitos de goma y el convencer a los profesores de la escuela para que lo dejaran sentarse en el primer pupitre a pesar de su gran estatura. Sus compañeros le decían Beethoven, dando muestras de su gran originalidad para los apodos, y él no se enojaba, jamás lo hizo con nadie; al contrario, siempre fue manso como un cordero. Eso sí, cada vez escuchaba menos; en secreto, es cierto, pero cada vez menos. Hasta que, hace un par de días, se apagó para siempre uno de sus oídos y el otro anda por ahí también, chillando y zumbando continuamente. Por eso encendió el tocadiscos, porque es poco el tiempo que le queda y hay que aprovecharlo hasta el último instante. Y ahora, puede ver a través de la ventana como llueve afuera, e inclusive alcanza a percibir algo así como el sonido de un trueno y no entiende bien que es lo que pasa; ahora, que se ha quedado completamente solo, con sus cigarrillos y las obras completas de Nietzsche leídas hasta el cansancio. Ve a la gente que corre agitada, cruzando las calles, mientras casi instintivamente coloca un vinilo en la bandeja de su tocadiscos. Tendrá que poner el control del volumen por lo menos en el nivel 8 -que es mucho, recuerda-, pero es la única manera de escuchar algo. La habitación sigue en penumbras y es más lindo así, ya que la música que a él le gusta va a inundarla y le va a dar luz. Efectivamente. Ya no duda en sentirse feliz y alegre: corriendo un poco una tapa en el mueble de la biblioteca, aparece una botella de ginebra, transparente, brillante, apetecible, y entonces no hace falta nada más. Y ahora, puede ver a través de la ventana como llueve afuera, e inclusive alcanza a percibir algo así como el sonido de un trueno y entiende muy bien que es lo que pasa; ahora, que se ha quedado completamente solo, con las gotas de lluvia en el vidrio de la ventana y ese nuevo disco de los Rolling Stones que le gusta tanto escuchado hasta el cansancio. Ahora, justo ahora que ya empieza a sentir los dolores en su oído derecho.


EFECTOS ADVERSOS
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

A sus setenta años creía que ya nunca más experimentaría los perturbadores síntomas de un enamoramiento: nerviosismo, palpitaciones, vértigo, sudoración en las manos, trastornos del sueño... Solo tuvo que aumentar, por equivocación, la dosis de su antiinflamatorio.


ANTES DE EXPRESAR UNA OPINION POLITICA
David Huerta
México (1949)

Mira este lado negro en la cara de tus interlocutores, su comisura de bandidos o de sacerdotes, y luego mide la distancia que te separa del ojo del huracán: ahí esta la política, en esta fórmula absurda, no menos absurda que el poder. El huracán es la naturaleza y tus interlocutores son la sociedad (digamos) y en esta medición y esa mirada se resuelve tu posible opinar, tu abismo de vulgaridad, tu sublime liberación anárquica, tu tratadismo popperiano o marxista, tu metáfora justa al recoger la tradición y conseguir meter la mano invisible del mercado en las aguas heladas del cálculo egoísta, todo en orden y bien estructurado para el altar instantáneo de la conversación, de la cháchara libresca, con citas en alemán, economía clásica, sociología y martinis helados, bajo la tarde que se deshace.


LECTURAS
Márgara Averbach
Argentina (1957)

Lo conocí en las librerías de viejos. Ahora, lo evito pero no fue así siempre: al principio, me gustaba mirarlo desde el otro lado de las grandes mesas mientras él levantaba los libros uno por uno y los tocaba con dedos largos, cuidadosos. A veces, sonreía, sí. Pero no compraba nada. Ni siquiera leía los títulos. Y yo no entendía del todo. Supongo que era por eso que lo buscaba. No me gusta no entender. Y entonces, una tarde, eligió un policial que yo había vendido la semana anterior. Uno de mis libros. Lo tocó con dedos largos, cuidadosos. No sonrió. Un segundo después, me estaba mirando. Fue como en la luz de un relámpago. Me sentí enorme, transparente. Oí dentro de mí, las tardes ahogadas sobre el sillón naranja; las noches en camas demasiado grandes; las mañanas de rabia en oficinas que odio. Retrocedí un paso, apoyé lo que tenía sobre la mesa y me fui. Tuve que esforzarme para no correr. Que quede claro: no me lo quitó todo. Todavía me animo a comprar libros usados. Sé protegerme: miro despacio las siluetas inclinadas antes de entrar. Ah, y no vendo nunca. Cuando me canso de una historia, la dejo en un colectivo, la regalo, me la olvido en un bar. No pienso arriesgarme.


SUEÑO DEL VIOLINISTA
Ramón Gómez de la Serna
España (1888-1963)

Siempre había sido el sueño del gran violinista tocar debajo del agua para que se oyese arriba, creando los nenúfares musicales. En el jardín abandonado y silente y sobre las aguas verdes, como una sombra en el agua, se oyeron unos compases de algo muy melancólico que se podía haber llamado "La alegría de morir", y después de un último "glu glu" salió flotante el violín como un barco de los niños que comenzó a bogar desorientado.


SOLO
Rolando Revagliatti
Argentina (1945)

Desde que me quedé solo decreció mi optimismo (riego malvones a la madrugada; volveré al lecho hasta que, aburrido, me dejaré caer y lograré así reaccionar, sobreponerme y encarar el día, si no laborable para mí, que eso nunca, al menos...). Los que ya no están, con cariño y resignación, me instaban a la diurna vigilia. ¿Han contemplado a pájaros muriendo?... Yo los he contemplado. Corbatitas, jilgueros, chingolos, despidiéndose a través de sonidos broncos y aislados, o de un piar chillón y sostenido. Ya no me afeito ni me peino, no recito églogas en el salón principal ni ensayo formas de saludo frente al gran espejo del vestíbulo. No hay artilugio ni práctica conspicua que pudiera adquirir o conservar. Duermo ahora con los pies envueltos en una bufanda y bebo el té amargo, sin limón ni cognac. Claro está, no espero ser visitado ni socorrido, aun en circunstancias extremas. Desde que me quedé solo soy, a simple vista, un hombre infeliz.


KRISTIAN
Jan Beltrán
Estonia (1970)

A Kristian le parecía que el encanto de Lisboa y su grandeza, que había quedado enterrada en las tinieblas del pasado, salían a la luz durante las cálidas noches de verano. Estas noches se llenaban de un calor sofocante pero placentero, que irradiaba de la calzada y de las murallas construidas de piedras colocadas sin apenas espacio entre ellas, abriendo los poros de piel en sudor. En esta cálida oscuridad hubo sexualidad y pasión. Parecía como si el aire hubiera sido tejido con las gotas evaporadas del Atlántico en una delicada manta de encaje que cubría toda la ciudad. Aquellas noches contenían voces y crujidos que daban una impresión de misterio como si las almas de los difuntos hubieran invadido la ciudad para echarse a descansar a orillas del río Tajo. Esta calma e inquietud, a la vez mística y paradójica, cubría toda Lisboa, naciendo en la falda de Alfama, desplegándose sobre Baixa- Chiado y el Barrio Alto, llegando a Rossio y a la plaza de Restauradores. Un sueño eterno, cálido y tierno o, quizás, un vacío dulce en el que no es preciso pensar, ni existir, ni sentir, se movía lentamente por la Avenida de Libertad, se dispersaba por las estrechas calles de la ciudad, pasando por encima de las colinas, introduciéndose en las grietas de las paredes y en los huecos de las puertas, metiéndose en las camas y en las almas de los lisboetas. A la luz del día, Lisboa parecía otra. Era como un museo de tiempos paralizados, un conjunto de muchas leyendas, dioses, leyes y actitudes. Había malestar de los árabes contra los cristianos, cotilleos de disidentes y caprichos del autócrata Salazar que había sido un gran amante del silencio. En esta ciudad reinaba una energía, un paso de tiempo extraño y misterioso, desconocido hasta ahora para Kristian, que disipó todas las prisas y frenó el paso. El progreso era tabú, irresponsabilidad, sin embargo, una virtud. Lisboa hubiera perdido este encanto si el mayor traficante de esclavos no hubiera sufrido un tremendo terremoto y un colapso demoledor, si el conservadurismo hubiera sido vencido por el liberalismo. También los judíos, que fueron perseguidos por la inquisición hace siglos y que encontraron en Lisboa un refugio en su huida de la Segunda Guerra Mundial, habían dejado su huella en este lugar. Esta extraña ciudad, a la que el paso del tiempo había acostumbrado a la grandiosidad y al poder olvidándose de hacer hueco para la miniaturización y debilidad, se había convertido, sin reconocerlo jamás, en un bastión de nihilismo, liberalismo e hipocresía. Allí se habían congregado lo absurdo, la falsa moralidad y la pereza, que teñían al resto del mundo de blanco y negro. A Kristian le gustó toda esa alteración, neurosis e introversión en el alma de esta ciudad, que olía a betún, café y cannabis. Llevaba en sí la libertad. Una libertad tan grande como la mentira, pero más creíble que la verdad, que se elevaba al cielo junto con el humo que expulsaban los puestos de castañeros callejeros.


LAS NALGAS
Ricardo Castillo
México (1954)

El hombre también tiene el trasero dividido en dos, pero es indudable que las nalgas de una mujer son incomparablemente mejores que las de un hombre, tienen más vida, más alegría, son pura imaginación: son más importantes que el sol y Dios juntos, son un artículo de primera necesidad que no afecta la inflación, un pastel de cumpleaños en tu cumpleaños, una bendición de la naturaleza, el origen de la poesía y del escándalo.


LA CEREMONIA
Carlos Garramuño
Argentina (1932)

Estaban sepultando al soldado. A aquel que con atrevimiento corrió a campo traviesa entre el silbido de las balas de las ametralladoras y las explosiones de los obuses que levantaban mortales hongos de humo, tierra y esquirlas. Enterraban al simple soldado, uno entre tantos, el que cayera abatido al pie de la trinchera enemiga a la vista de varios compañeros que testificaron su arrojo y recomendaron después homenajear su osadía con una medalla. El cortejo avanzó con parsimonia majestuosa entre los setos de tuya que bordeaban el sendero hacia el hoyo en el que sería depositada la caja con el cuerpo del valiente. Un momento de inusual recogimiento, una pausa sostenida por la emoción de los que asistían al acto. El camposanto estaba regado de toscas cruces blancas. Dejaron la caja en el suelo a la vera de la tumba recién abierta. El capitán, a quien una granada había volado el brazo derecho en los primeros escarceos de la guerra, se adelantó unos pasos y dijo algunas palabras sentidas. El que hacía las veces de capellán, por su parte, rezó un responso. Se echaba de menos el solo del clarín, pero es que ya no quedaban músicos. El cadáver fue descendido a la tumba y el hoyo rellenado con los terrones de tierra que cada uno de los presentes, con solemnidad, fue arrojando sobre la caja mortuoria. El momento más emotivo de la ceremonia arrancó algunas lágrimas. Cuatro soldados que se encontraban hincados en tierra con sus fusiles apuntando al cielo fueron alineados y dispararon una salva. El héroe lo merecía y mucho más.
El abuelo Cicerón entró al cobertizo donde los tres nietos jugaban, los retó porque no habían respondido al insistente llamado a la cena e, irascible, pateó la burda alameda de hojas de tuya, las crucecitas de escarbadientes y los soldaditos de plomo rodaron por el polvo, esta vez sin ninguna gloria.


RECETA PARA UNA LOCURA
William Ernest Fleming
España (1982)

Receta para una locura, al menos así lo decía ella: envolvemos en un conjunto negro y rojo de sujetador, medias, liguero, braga y tacones de aguja... un cuerpo nacarado, taimado con polvos para aromatizar y embellecer puntos tales como el pecho o las mejillas. Sobre una capa de rosácea superficie mejillar, colocamos puntos de estrategia cual lunares, todo rematado en unos labios coloreados de un tono carmesí semejantes a manzanas maduras. Atusamos el pelo tan rojo, como los mismos rayos del sol, con rizos y voladuras, para dar poder a la cascada de cabello y delimitamos unas enormes pestañas, con un negro oscuro, como el charol de los tacones. Maceramos todo durante unos minutos y comprobamos los efectos en un boquiabierto y estúpido detective.