3 de enero de 2012

Quehaceres de un escritor (4). Italo Calvino

Nacido en Cuba de padres italianos, el novelista, cuentista y ensayista Italo Calvino (1923-1985) es heredero, tal vez en un tono menor y en forma más íntima y ligera, de los principales elementos de la escuela neorrealista, enriquecidos con una apertura fantástica e imaginativa. Trasladado a Italia en su juventud, después de la Segunda Guerra Mundial -durante la que luchó contra los nazis en un grupo de partisanos- se licenció en Literatura (con una tesis sobre Joseph Conrad), se afilió al Partido Comunista Italiano (PCI) y realizó diversos trabajos editoriales tras conocer a Cesare Pavese y Elio Vittorini. Su primera novela, "Il sentiero dei nidi di ragno" (El sendero de los nidos de araña) fue realista, pero luego utilizó técnicas alegóricas en novelas como "Il cavaliere inesistente" (El caballero inexistente) o "Il visconte dimezzato" (El vizconde demediado). En obras posteriores, como "Se una notte d'inverno un viaggiatore" (Si una noche de invierno un viajero), "Le cosmicomiche" (Las cosmicómicas), "Ti con zero" (Tiempo cero) y "Palomar", quedó patente su original mezcla de fantasía, curiosidad científica y especulación metafísica. Sus obras principales son las novelas "Il barone rampante" (El barón rampante), "Il castello dei destini incrociati" (El castillo de los destinos cruzados) y "La giornata d'uno scrutatore" (La jornada de un interventor electoral); los libros de cuentos "Gli amori difficili" (Los amores difíciles) y "Le città invisibili" (Las ciudades invisibles); y los tomos de ensayos "Una pietra sopra. Discorsi di letteratura e società" (Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad), "Perché leggere i classici" (Por qué leer los clásicos) y "Sulla fiaba" (De fábula).

El arte de escribir historias está en saber sacar de lo poco que se ha comprendido de la vida todo lo demás; pero acabada la página se reanuda la vida y uno se da cuenta de que lo que sabía es muy poco. ¿Qué somos, qué es cada uno de nosotros sino una combinatoria de experiencias, de informaciones, de lecturas, de imaginaciones? Cada vida es una enciclopedia, una biblioteca, un muestrario de estilos donde todo se puede mezclar continuamente y reordenar de todas las formas posibles. Tal como ha sido hasta ahora, el escritor es ya una máquina escribiente, al menos cuando funciona bien; lo que la terminología romántica llamaba genio, o talento, o inspiración, no consiste más que en encontrar el camino empíricamente, a olfato, cortando por atajos, allí donde la máquina seguiría un camino sistemático y concienzudo, a la par que rapidísimo y múltiple. El escritor no existe. Es un hombre funcionando como una máquina imperfecta. Pero la literatura no pierde por ello su componente humano. Este se desplaza al momento de la lectura, que es con el que ha contribuido el autor hasta ahora, primer lector de su obra. La llamada personalidad del escritor es interna al acto del escribir, es un producto y un modo de la escritura. Desmontado y vuelto a montar el proceso de la composición literaria, el momento decisivo de la vida literaria será el de la lectura.
Para un escritor, la situación de crisis (cuando una determinada relación con el mundo sobre el que ha construido su trabajo se muestra inadecuada y es necesario encontrar otra relación, otra forma de ver a las gentes, a la realidad de las cosas, a la lógica de las historias humanas) es la única situación que da fruto, que permite el contacto con algo verdadero, que permite escribir justamente aquello que los hombres necesitan leer, aunque no se den cuenta de que lo necesitan. Para cubrir la necesidad de contar historias que muestren los casos de nuestra sociedad, que marquen los cambios de las costumbres y expongan en esquema los problemas sociales, se bastan y se sobran el cine, el periodismo y el ensayo psicológico. Sin embargo, muchos escritores persisten en escribir novelas compitiendo con el cine, no consiguiendo más que resultados poéticos ínfimos: los ambientes, los personajes y las situaciones que el cine ha hecho suyos ya no pueden ser asimilados por la literatura: en cuanto se les acerca la mano no queda de ellos más que polvo, como si hubieran sido roídos por las termitas.
La novela es una planta que no puede crecer en un terreno trillado; tiene que encontrar una tierra virgen para plantar sus raíces. La novela ya no puede pretender informarnos sobre cómo está hecho el mundo; pero puede y debe descubrir la forma, las mil, las cien mil formas en las que se configura nuestra injerencia en el mundo, testimoniando, a medida que se van produciendo, las nuevas situaciones existenciales. ¿Para quién se escribe una novela? ¿Para quién se escribe un poema? Para personas que han leído alguna otra novela, algún otro poema. Un libro se escribe para que pueda ser colocado junto a otros libros, para que entre a formar parte de una estantería hipotética y, al entrar en ella, de alguna manera la modifique, cambie de lugar a otros volúmenes o los haga pasar a segunda fila, reclamando que pasen a primera fila algunos otros. En todas las épocas y las sociedades, una vez establecido un determinado canon estético, un modo determinado de interpretar el mundo, una determinada escala de valores morales y sociales, la literatura puede perpetuarse a sí misma mediante sucesivas confirmaciones y algunas actualizaciones y profundizaciones. Pero a nosotros nos interesa otra posibilidad de la literatura: la de poner en discusión la escala de valores y el código de los significados establecidos.
La labor de un escritor es tanto más importante cuanto más improbable sea aún la estantería ideal en que quisiera situarse con libros que todavía no están acostumbrados a estar colocados junto a otros y cuya proximidad podría producir descargas eléctricas, cortocircuitos. Pero mi primera respuesta a la pregunta: ¿Para quién se escribe una novela? exige ya una corrección: una situación literaria empieza a ser interesante cuando se escriben novelas para personas que no son únicamente lectores de novelas, cuando se escribe literatura pensando en una estantería que no contenga solamente libros de literatura. La literatura no es la escuela; la literatura debe presuponer un público más culto, más culto incluso que el escritor. Que dicho público exista o no carece de importancia. El escritor le habla a un lector que sabe más que el mismo, fingiendo saber más de lo que sabe para hablarle a alguien que sabe todavía más. La literatura tiene que jugar a la alza, apostar al encarecimiento, doblar la apuesta, seguir la lógica de una situación que necesariamente se va agravando. La literatura, por lo que yo sabía de ésta, era una obstinada serie de tentativas por colocar una palabra tras otra siguiendo determinadas reglas definidas, o más a menudo reglas no definidas ni definibles, pero extrapolables a partir de una serie de ejemplos o códigos, o bien reglas inventadas para esa ocasión, haciéndolas derivar de reglas seguidas por otros. Y en estas operaciones la persona, el yo, explícito o implícito, se fragmenta en distintas figuras, en un yo que está escribiendo y en un yo que es escrito, en un yo empírico que está en hombros del yo que está escribiendo y en un yo mítico que le hace de modelo al yo que es escrito. El yo del autor en el acto de escribir se disuelve: la llamada "personalidad" del escritor es interna al acto de escribir, es un producto y un modo de la escritura.
La batalla de la literatura consiste precisamente en un esfuerzo por salirse de los límites del lenguaje; se asoma al borde extremo de lo decible y es la llamada de lo que está fuera del vocabulario lo que mueve a la literatura. La literatura sigue itinerarios que bordean y sobrepasan las barreras de las prohibiciones, que nos hacen decir lo que no se podía decir, que desembocan en un inventar que es siempre un reinventar palabras e historias que habían sido apartadas de la memoria colectiva e individual. El inconsciente es el mar de lo no decible, de lo expulsado de las fronteras del lenguaje, de lo alejado por antiguas prohibiciones: el inconsciente habla -en los sueños, en los lapsus, en las asociaciones instantáneas- mediante palabras prestadas, símbolos robados, contrabandos lingüísticos, hasta que la literatura no rescata estos territorios y los anexiona al lenguaje que está fuera del sueño. La línea de fuerza de la literatura moderna está en su conciencia de estarle dando la palabra a todo lo que en el inconsciente social o individual ha quedado sin decir: en ella radica el continuo desafío.
La relación entre filosofía y literatura constituye una lucha. La mirada de los filósofos atraviesa la opacidad del mundo, supera su espesor carnoso, reduce la variedad de lo existente a una telaraña de relaciones entre conceptos generales y fija las reglas del juego por las que número finito de peones que se mueven sobre un tablero de ajedrez agota un número tal vez infinito de combinaciones. Llegan los escritores, y las abstractas piezas del ajedrez, los reyes, las reinas, los caballos y las torres son sustituidas con un nombre, una forma determinada, un conjunto de atributos reales o equinos y en el lugar del tablero se extienden polvorientos campos de batalla o mares agitados; y así las reglas del juego saltan por los aires y un orden distinto del de los filósofos se va abriendo camino paulatinamente. Cada una de las partes está convencida de haber dado un paso adelante en la conquista de la verdad, o al menos de una verdad, pero al mismo tiempo es consciente de que la materia prima de las construcciones propias es la misma que la de las ajenas, es decir, palabras.He estudiado también las fábulas populares. Me interesa la fábula por el diseño lineal de la narración, su ritmo, su esencialidad y el modo en que el sentido de una vida está contenido en una síntesis de hechos, de dificultades por superar, de momentos supremos. Fue así que me interesé en la relación entre la fábula y las más antiguas formas de novela, como la novela caballeresca del Medioevo y los grandes poemas de nuestro Renacimiento. De todos los poetas de nuestra tradición, el que siento más cercano y, al mismo tiempo, el más oscuramente fascinante es Ludovico Ariosto. No me canso de releerlo. Este poeta tan absolutamente límpido y jovial, sin problemas y, sin embargo, tan misterioso en el fondo, tan hábil en ocultarse a sí mismo; este incrédulo italiano del siglo XVI, que extrae de la cultura renacentista un sentido sin ilusiones de la realidad, y mientras Machiavelli funda sobre esa misma noción desencantada de la humanidad una dura idea de ciencia política, Ariosto se obstina en diseñar una fábula.


En la realidad siempre se encuentra una sutil, intangible y, a veces, contradictoria relación entre el nombre y la persona, de manera que uno siempre es lo que es más el nombre que lleva, nombre que sin él no significaría nada pero que ligado a él adquiere un significado especial y es esa relación la que el escritor ha de conseguir suscitar en sus personajes. Yo también me hallo entre los escritores que comenzaron creando la literatura de la Resistencia; pero no quise renunciar a la carga épica y de la aventura, a la energía física y moral. En vista de que las imágenes de la vida contemporánea no satisfacían esta necesidad, me pareció natural transferir esta carga de aventuras fantásticas, fuera de nuestro tiempo, fuera de la realidad. Un señor del siglo XVIII que se pasa la vida trepado a los árboles, un guerrero partido en dos por un obús, que continúa vivo, demediado, un guerrero medieval que no existe, que sólo es una armadura vacía. ¿Por qué? De todo lo que he dicho se desprende que la acción me interesa más que la inmovilidad; la voluntad más que la resignación, la excepcionalidad más que lo consuetudinario. Pero también he escrito historias realistas. Mi primera novela y mis primeros cuentos trataban de la guerra partisana; era un mundo coloreado, aventurero, donde la alegría y la tragedia se mezclaban. La realidad que está a mi alrededor no me ha dado imágenes tan plenas de esa energía que me gusta expresar. No he dejado de escribir historias realistas, pero por más que intento darles el movimiento y la deformación por medio de la ironía y la paradoja, siempre resultan demasiado tristes; y siento entonces la necesidad de alternar historias realistas e historias fantásticas en mi trabajo narrativo.
Escribo a mano y hago muchas, muchas correcciones. Diría que tacho más de lo que escribo. Tengo que buscar cada palabra cuando hablo, y experimento la misma dificultad cuando escribo. Después hago una cantidad de adiciones, interpolaciones, con una caligrafía diminuta. Me gustaría trabajar todos los días, pero a la mañana invento todo tipo de excusas para no trabajar: tengo que salir, hacer alguna compra, comprar los periódicos. Por lo general, me las arreglo para desperdiciar la mañana, así que termino escribiendo de tarde. Soy un escritor diurno, pero como desperdicio la mañana, me he convertido en un escritor vespertino. Podría escribir de noche, pero cuando lo hago no duermo. Así que trato de evitarlo. Siempre tengo una cantidad de proyectos. Tengo una lista de alrededor de veinte libros que me gustaría escribir, pero después llega el momento de decidir que voy a escribir ese libro. Cuando, al escribir, debo introducir un personaje nuevo y tengo ya clarísimo cómo será ese personaje, a veces me pongo a buscar más de media hora y hasta que no he encontrado un nombre, el único nombre de ese personaje, no puedo seguir adelante.
Cuando escribo un libro que es pura invención, siento un anhelo de escribir de un modo que trate directamente la vida cotidiana, mis actividades e ideas. En ese momento, el libro que me gustaría escribir no es el que estoy escribiendo. Por otra parte, cuando estoy escribiendo algo muy autobiográfico, ligado a las particularidades de la vida cotidiana, mi deseo va en dirección opuesta. El libro se convierte en uno de invención, sin relación aparente conmigo mismo y, tal vez por esa misma razón, más sincero. Mis cuentos son una especie de delirio del antropomorfismo, de la imposibilidad de pensar el mundo de otra manera que no sea a través de figuras humanas o, más concretamente, de gestos humanos, de murmullos humanos. Ciertamente también éste es un modo de poner a prueba la imagen más obvia, indolente y jactanciosa del hombre: multiplicar sus ojos y su nariz en rededor, de manera que ya no sepa dónde reconocerse. A los escritores que, como a mí, no les atrae la psicología, el análisis de los sentimientos, la introspección, se les abren horizontes que no tienen por qué ser menos amplios que los dominados por personajes de individualidad bien esculpida o los que se les revelan a quienes exploran desde el interior del alma humana. Lo que me interesa es el mosaico en que el hombre se encuentra empotrado, el juego de las relaciones, la figura que hay que descubrir entre los arabescos del tapiz. Porque lo que sí sé es que de lo humano no puedo escapar, aunque no me esfuerce por transpirar humanidad por todos los poros; las historias que escribo se construyen en un cerebro humano a través de una combinación de signos elaborados por las culturas humanas que me han precedido.
Desde un principio me ha ocurrido, sin quererlo, mientras consideraba como maestros a los novelistas de la apasionada y racional participación activa en la Historia, desde Stendhal a Hemingway y Malraux, que me hallaba ante ellos con la misma actitud (no hablo de valores poéticos, entiéndase bien, sino sólo de la actitud histórica y psicológica) con la cual Ariosto se hallaba frente a los poemas caballerescos: Ariosto que es capaz de ver todo solamente a través de la ironía y la deformación fantástica -pero que jamás minimizaba las virtudes fundamentales que la caballeresca expresaba-, nunca rebaja la noción del hombre que anima esas vicisitudes, aunque a él le parezca que no queda más que trasmutarlas en un juego colorido y danzante. Ariosto, tan lejano de la trágica profundidad que un siglo después tendrá Cervantes, pero con tanta tristeza aún en su continuo ejercicio de levedad y elegancia; Ariosto, tan hábil en construir octavas tras octavas con el infalible contrapunto de los dos últimos versos rimados; tan diestro para dar a veces la sensación de una terquedad obsesiva en un trabajo demente; Ariosto, tan lleno de amor por la vida, tan realista, tan humano. El nos enseña cómo la inteligencia vive también -y sobre todo- de fantasías, de ironía, de cuidado formal; cómo ninguna de estas dotes es un fin en sí misma, sino cómo ellas pueden entrar a formar parte de una concepción del mundo, cómo pueden servir para valorar mejor los vicios humanos. Son lecciones actuales, tan necesarias hoy, en la época de los cerebros electrónicos y de los vuelos espaciales.