8 de enero de 2012

Quehaceres de un escritor (13). Patricia Highsmith

Mientras en las novelas habituales del género policial la trama gira en torno al esclarecimiento de un crimen, en las suyas, Patricia Highsmith (1921-1995) prefirió profundizar en la mente de sus personajes y ahondar en la ambigüedad moral del ser humano. Veintidós novelas, diez volúmenes de relatos, un par de ensayos, voluminosos diarios y una copiosa correspondencia ha dejado la escritora estadounidense que utilizó sus propios conflictos interiores como materia prima para crear relatos que se apartan del canon de la novela policial clásica o de misterio para ingresar en los enigmas interiores de las personalidades anómalas, representadas éstas en sus libros por personajes complejos y tortuosos. En materia familiar nunca tuvo vínculos fáciles. Sus padres se divorciaron antes de que naciese, por lo que ella se trasladó con su madre a Greenwich Village, en Nueva York. Su padre desapareció de su vida y recién lo conoció cuando tuvo doce años. En 1924 su madre volvió a casarse pero la relación de la futura escritora con su padrastro no fue buena, de manera que la pequeña fue educada por su abuela materna. Cursó sus estudios primarios y secundarios en el Barnard College donde se graduó en 1942, para luego estudiar periodismo en la Universidad de Columbia. Lectora precoz que se interesó también por la pintura y la escultura, pronto abandonó los estudios y comenzó a trabajar como empleada en unos grandes almacenes hasta que logró incorporarse a la editorial Fawcett para encargarse de hacer sinopsis de historietas. En 1945, durante una breve estancia en México de cinco meses, escribió sus primeros cuentos y, ese mismo año, la revista "Harper's Bazaar" le publicó uno de ellos. En 1950 se consagró como escritora a través de su primera novela, "Strangers on a train" (Extraños en un tren), que al año siguiente fue llevada al cine por Alfred Hitchcock con guión de Raymond Chandler. En 1953, debido a una prohibición de su editora, decidió lanzar el libro "The price of salt" (El precio de la sal) bajo el seudónimo Claire Morgan. La novela que trataba de un amor homosexual llegó al millón de copias y fue reeditado en 1991 bajo el título de "Carol". Pero fue la creación del personaje de Tom Ripley, ex convicto y asesino bisexual, la que más satisfacciones le dió en su carrera. Su primera aparición fue en 1955 en "The talented Mr. Ripley" (El talento de Mr. Ripley), a la que le siguieron con el correr de los años "Ripley under ground" (La máscara de Ripley), "Ripley's game" (El juego de Ripley), "The boy who followed Ripley" (Tras los pasos de Ripley) y "Ripley under water" (Ripley en peligro). Sus historias pesimistas y despiadadas, la crueldad de sus análisis éticos y sus ideas políticas muy alejadas del "american way of life" fueron mal acogidas en su país pero no en Europa. Allí se radicó en 1963: primero en Inglaterra, luego en Francia, para retirarse finalmente en una casa aislada en Locarno, Suiza, cerca de la frontera con Italia. Highsmith fue una exploradora del sentimiento de culpabilidad y de los efectos psicológicos del crimen sobre los personajes de sus obras. En sus relatos la moral nunca se manifiesta en términos absolutos sino como un concepto totalmente relativo. Entre sus obras más significativas pueden mencionarse "A game for the living" (Un juego para los vivos), "The cry of the owl" (El grito de la lechuza), "Those who walk away" (El juego del escondite), "Little tales of misogyny" (Pequeños cuentos misóginos), "A dog's ransom" (Rescate por un perro), "The animal lover's book of beastly murder" (Crímenes bestiales) y "Edith's diary" (El diario de Edith).

Al escribir un libro, a la primera persona a la que se debe complacer es a uno mismo. Si uno es capaz de divertirse durante todo el tiempo que le lleve escribir el libro, más adelante también divertirá a los editores y a los lectores. La individualidad, la felici¬dad de escribir, realmente no se puede describir, no puede capturarse en palabras y ser entregada a otro para compartirlo o para que lo utilice. Es el extraño poder que tiene este trabajo de transformar una habi¬tación, cualquier habitación, en algo muy especial para un escritor que ha trabajado allí, sudado e injuriado y acaso vivido allí algunos pocos minutos de gloria y satisfacción. Está en la naturaleza solitaria de la escritura que estos recuerdos y emociones imborrables no puedan ser compartidos con nadie. Del lado placentero, se encuentra la sensación de estar completa y felizmente absorbida en un libro durante su escritura, llevara ésta seis semanas, seis meses o mucho más. Uno debe proteger a un libro mientras lo escribe; es un grueso error, por ejemplo, mostrar parte de él a alguien que uno está seguro será un crítico cruel y por ende pueda dañar nuestra autoconfianza, pero a su modo la escritura de un libro nos protegerá de toda clase de golpes emocionales, destructivos, que de otro modo nos podrían herir y distraernos.
La precariedad y la distancia de la existencia de un escritor tiene su contracara cuando nuestra suerte viaja un poco: podemos volar a Mallorca por un par de semanas, al sol, en temporada baja, cuando nuestros amigos están anclados a la ciudad. O podemos unirnos a un amigo que está navegando en un barquito maltrecho de Acapulco a Tahití, sin preocuparnos cuánto llevará el viaje, y es posible a la vez que el viaje nos procure un libro. La vida de un escritor es libre e ilimitada, y si hay privaciones hay algún consuelo en el hecho de que no somos los únicos en enfrentarlas y nunca lo seremos mientras viva la raza humana. La economía es en general un problema y a los escritores siempre les preocupa, pero eso es parte del juego. Y el juego tiene sus reglas: la mayoría de escritores y artistas deben tener dos trabajos en su juventud, un trabajo para ganarse el pan y el trabajo de hacer su obra. Y es peor que eso. Si la naturaleza no nos ha procurado una voluntad adicional, el amor por la escritura y la necesidad de escribir nos la proveerán. Como los boxeadores, tal vez nos debilitamos después de los treinta años, ya incapaces de sostenernos con cuatro horas de sueño, y después empezamos a quejarnos de los impuestos, y a sentir que el objetivo de la sociedad es dejarnos a todos fuera de juego. Entonces es conveniente recordar que han existido artistas que persistieron -como el caracol y el celacanto y otras formas tenaces de vida orgánica- vivas desde mucho antes que soñáramos con la existencia de gobiernos.
A menudo sucede que un escritor tiene un tema o un esquema que utiliza en sus novelas una y otra vez. Debería ser consciente de esto, no de un modo restrictivo, pero para aprovecharlo bien y repetirlo sólo con deliberación. Algunos escritores recurren al esquema de una búsqueda: la búsqueda de un padre que uno nunca conoció, de un cántaro de oro que hay al pie de un arco iris. Otros pueden recurrir al tema de la "niña en problemas", que es lo que les dispara la trama y sin la cual no estarían cómodos escribiendo. Otro tema bastante utilizado es el del amor o del matrimonio condenado. El tema que he utilizado una y otra vez en mis novelas es el de la relación entre dos hombres, en general bastante distintos en carácter, a veces con un obvio contraste entre el bien y el mal, a veces simplemente amigos muy desparejos. Debí haberme dado cuenta de esto hacia la mitad de "Extraños en un tren", pero fue un amigo, un periodista, el que me lo señaló cuando tenía veintiséis años y apenas había comenzado con la escritura.
Toda narración que conste de un principio, una mitad y un final tiene suspenso; es de suponer que una narración de suspenso se llama así porque tiene más. Utilizo la palabra suspenso en el sentido en que se emplea en el mundo editorial: un relato en el que hay una amenaza de violencia y peligro, amenaza que a veces se hace realidad. Otra característica de la narración de suspenso es que proporciona una distracción llena de vitalidad y normalmente superficial. En una narración de esta clase el lector no espera encontrar pensamientos profundos o páginas y más páginas sin acción. Pero lo bueno del género de suspenso es que el escritor, si así lo desea, puede escribir pensamientos profundos y páginas sin ninguna acción física porque el marco es esencialmente un relato animado. "Crimen y castigo" es un espléndido ejemplo de ello. De hecho, creo que a la mayoría de los libros de Dostoyevski se les llamaría libros de suspenso si se publicaran ahora por primera vez. Pero, debido a los costos de producción, los editores le pedirían que los acortase.
¿En qué consiste el germen de una idea? Probablemente en todo hay el germen de una idea: en un niño que cae sobre la acera y derrama el helado que lleva en la mano; en un señor de aspecto respetable que está en una verdulería y, furtivamente, pero como si no pudiera evitarlo, se mete una pera en el bolsillo sin pagarla; o puede estar en una breve secuencia de acción que se nos ocurre inesperadamente, sin que hayamos visto u oído nada que nos la inspire. La mayoría de mis ideas germinales pertenecen al segundo tipo. Por ejemplo, el germen del argumento de "Extraños en un tren" fue: "dos personas acuerdan asesinar a sus enemigos mutuos, lo que les proporcionará una coartada perfecta". Algunas ideas no se desarrollan por sí solas, sino que necesitan la ayuda de una segunda idea. La historia más apasionante que nos cuenta una amiga con el fatal comentario: "Sé que tú puedes escribir un relato magnífico partiendo de esto", es casi seguro que no valdrá nada para el escritor. Si es un relato, ya lo es. No necesita la imaginación de un escritor, cuya imaginación y cerebro lo rechazan artísticamente, del mismo modo que su carne rechazaría un injerto de carne ajena. Una anécdota famosa sobre Henry James cuenta que cuando un amigo empezó a relatarle "una historia", James le hizo callar al cabo de unas cuantas palabras. James ya había oído bastante y prefería dejar el resto a su imaginación.
Así pues, los gérmenes de los que nace la idea para un relato pueden ser pequeños o grandes, sencillos o complejos, fragmentarios o bastante completos, quietos o móviles. Lo importante es reconocerlos cuando se presentan. Yo los reconozco gracias a cierta excitación que siento enseguida, una excitación parecida a la que produce un buen poema o una sola línea de un poema. Algunas cosas que parecen ser ideas para un argumento no lo son; no crecen ni permanecen en la mente. Pero el mundo está lleno de ideas germinales. Es realmente imposible quedarse sin ideas, ya que éstas se encuentran en todas partes. Pero hay varias cosas que pueden crear la sensación de no tener ninguna idea. Una de ellas es la fatiga física y mental; debido a las presiones, a algunas personas les cuesta poner remedio a este problema, aunque saben cómo hacerlo y lo harían si pudieran. La mejor manera es dejar de trabajar y de pensar en el trabajo y hacer un viaje, incluso un viaje corto, barato, simplemente para cambiar de escenario. Si no se puede emprender un viaje, aunque sea salir a dar un paseo.
Algunos escritores jóvenes exigen demasiado de sí mismos y en la juventud esto da buenos resultados hasta cierto punto. Al llegar a dicho punto, el inconsciente se rebela, las palabras se niegan a salir, las ideas se niegan a nacer: el cerebro está exigiendo unas vacaciones, al margen de si es o no es posible tomárselas. El escritor hará bien teniendo un empleo suplementario que le permita ganar algo de dinero, al menos hasta que ya haya escrito suficientes libros como para tener unos ingresos constantes. Otra causa de esta falta de ideas es que el escritor se vea rodeado de personas que no le convienen, o simplemente personas, sean del tipo que sean. La gente puede ser estimulante, desde luego, y una frase dicha al azar, una anécdota o algo parecido puede poner en marcha la imaginación del escritor. Pero, en la mayoría de los casos, el plano de las relaciones sociales no es el plano sobre el que vuelan las ideas creativas. Es difícil ser receptivo hacia el propio inconsciente cuando se está en un grupo o incluso con una sola persona, aunque esto último resulta más fácil. Es curioso, pero a veces las personas que nos atraen o de las que estamos enamorados son como una especie de caucho que nos aísla de la chispa de la inspiración. No quiero que se me tome por una persona mística cuando hablo de la gente y del efecto que surte en el escritor, pero hay algunas personas, a menudo las más inesperadas -sosas, perezosas, mediocres en todos los sentidos-, que por alguna razón inexplicable estimulan la imaginación. Yo he conocido a muchas. Me gusta verlas y hablar con ellas de vez en cuando, si es posible.


Nunca he encontrado estimulantes a los otros escritores. A algunos de ellos les he oído decir lo mismo, y no creo que se deba a los celos o a la desconfianza. Tengo entendido que los escritores franceses no suelen opinar igual y que son aficionados a reunirse para hablar de su trabajo. No se me ocurre nada peor o más peligroso que comentar mi trabajo con otro escritor. Me produciría una sensación incómoda, como la de estar desnuda. Que un escritor guarde su trabajo para sí es más bien una actitud anglosajona y norteamericana y es evidente que no puedo librarme de ella. Pienso que el desasosiego mutuo que se producen los escritores nace del hecho de que, de un modo u otro, todos ellos se encuentran en el mismo plano, si escriben obras de ficción. Sus antenas invisibles tratan de captar las mismas vibraciones en el aire o, para utilizar una metáfora más prosaica, nadan unos junto a otros en la misma profundidad, dispuestos a hincar los dientes en el mismo plancton que flota a la deriva. Me llevo mucho mejor con los pintores, y la pintura es el arte que está más íntimamente relacionado con el del escritor. Los pintores están acostumbrados a utilizar los ojos y es bueno que el escritor haga lo mismo. El germen de una idea, aunque sea leve, con frecuencia trae consigo un factor importantísimo para el producto final: el ambiente.
Suelo decir poco acerca de los libros de suspenso de otros escritores, principalmente porque casi no los leo, de modo que no estoy calificada para afirmar si ciertos libros de suspenso son buenos o muy buenos y por qué. Los que más me gustan son los de Graham Greene, sobre todo porque son inteligentes y su escritura es muy virtuosa. Es también un moralista, aún en sus divertimentos, y estoy interesada en la moralidad, siempre y cuando no se vuelva un sermón. No hay duda de que un sondeo de todo el terreno de "lo mejor" de la escritura de suspenso, lo que sea que eso signifique, puede beneficiar profesionalmente a un escritor de suspenso, pero no me atrevería ni a embarcarme en semejante cosa. Después de todo, no me tomo seriamente como escritora de suspenso dentro de una categoría y no estoy interesada en cómo otro escritor enfrentó con éxito cierta cuestión, porque no puedo mantener su ejemplo en mi cabeza cuando estoy sentada frente a mi máquina y mi propio problema. Leí las novelas de Graham Greene por placer, pero nunca se me ocurriría imitarlo o buscar en él un guía, excepto que quisiera tener su talento para "la palabra justa", un don que también puede ser admirado en Flaubert. Y dada esta pereza por estudiar mi propio territorio, es fácil racionalizar y justificarme repitiéndome a mí misma que creo que corro el riesgo de copiar si leo libros de suspenso ajenos. No creo realmente en esto. Al copiar no existe ningún entusiasmo, y sin entusiasmo uno no puede escribir un libro decente. Es en la historia que reside un valor perdurable. La moral y el comportamiento social cambian a lo largo de las décadas, y sin embargo los guionistas de cine y televisión siguen rastrillando las obras de Henry James porque siempre contaba una buena historia.
El escritor de suspenso puede mejorar el nivel y la reputación de la novela de suspenso sembrando en sus libros las cualidades que siempre han hecho que las novelas fueran buenas: perspicacia, carácter y una apertura de nuevos horizontes para la imaginación del lector. Si, por ejemplo, un escritor de suspenso va a escribir sobre asesinos y víctimas, sobre gente en la vorágine de un horrible torbellino de acontecimientos, debería hacer más que describir la brutalidad y la sangre derramada. Debería intentar arrojar algo de luz en las mentes de los personajes; debería estar interesado en la justicia o en la falta de ella en el mundo, el bien y el mal, y en la cobardía y el coraje humanos, pero no solo como fuerzas que hacen avanzar su trama en una dirección u otra. En una palabra, sus personajes inventados deben parecer reales. Pero una vez que tiene a los personajes y la trama en mente, a los personajes se les debería consagrar mucha reflexión y uno debería prestar atención a lo que están haciendo y por qué. Si uno no lo explica -y puede resultar artísticamente negativo explicar demasiado- entonces un escritor debería saber por qué sus personajes se comportan como lo hacen y debería ser capaz de responderse esta pregunta. Es con esto que nace la perspicacia, por esto que un libro adquiere valor. La perspicacia no es algo que se encuentre en los libros de psicología; está en cada persona creativa. Y de todas maneras los escritores -véase a Dostoyevski- están adelantados por décadas con respecto a los libros de texto.
Tengo la impresión de que hasta aquí he estado dando consejos y haciendo sugerencias que no permiten hacerse una idea de cómo es en realidad escribir un libro. Quizá sea imposible dar tal idea. Además, cada escritor tiene su propia manera de trabajar, de inventar un relato y unos personajes. Sobre todo, lo que hace difícil escribir sobre el arte de escribir es la imposibilidad de establecer reglas. No es mi deseo establecerlas, de modo que lo único que puedo hacer es sugerir formas de abordar un libro. Puede que algunas de ellas sean útiles para algunas personas y puede que otras no ayuden a nadie. Escribir un libro que tenga éxito significa adquirir cierto ímpetu, cierto impulso y cierta convicción que duren hasta que el libro quede terminado. También he oído decir que algunos escritores escriben primero una escena dramática, una escena que saldrá cuando ya estén escritas las tres cuartas partes del libro. ¿Quién soy yo para decir que hacen mal? Un libro no se escribe de un tirón, como un poema, sino que es algo más largo que requiere tiempo y energía y, como también exige habilidad, tal vez la primera obra o incluso la segunda no encuentren mercado. Si así ocurre, el escritor no debe pensar que es malo o que está acabado y, por supuesto, los escritores con auténtico ímpetu no lo harán. Cada fracaso enseña algo. Uno debe tener la impresión, como la tienen todos los escritores con experiencia, de que hay más ideas en el lugar de donde salió ésta, más energía en el lugar de donde salió la primera energía, de que se es inagotable mientras se esté vivo.
Para esto se necesita como mínimo ser optimista, y si uno no es de naturaleza optimista, tiene que creársela artificialmente. A veces uno tiene que persuadirse a sí mismo. Psicológicamente, es bueno que durante un tiempo decente se lleve luto por el manuscrito que le han rechazado -es decir, rechazado unas veinte veces, realmente rechazado, no sólo dos o tres veces-, pero el luto no debe durar más que unos cuantos días. Tampoco hay que tirar el manuscrito a la basura, porque puede que dentro de uno o dos años se nos ocurra qué hacer exactamente con él para que se venda. Para tener el ímpetu necesario, esa corriente constante que nos permitirá terminar el libro, uno debe esperar hasta que sienta cómo empieza a surgir la historia. Esto ocurre con lentitud durante el período que se dedica a desarrollar el argumento y no hay que precipitarse, toda vez que se trata de un proceso emocional, una sensación de realización emocional, como si un día le dieran a uno ganas de decirse a sí mismo: "¡Esta narración es realmente magnífica y ardo en deseos de contarla!". Entonces se puede empezar a escribir.