4 de enero de 2012

Quehaceres de un escritor (7). Julio Cortázar

Hijo de padres argentinos, Julio Cortázar (1914-1984) nació en Bruselas y residió en la Argentina desde los cuatro años, luego de vivir cortos períodos en Suiza y España. Pasó su infancia en Bánfield, en el sur del Gran Buenos Aires, se graduó en la Escuela Normal de Profesores e inició estudios en la Universidad de Buenos Aires, los que debió abandonar por razones económicas. Trabajó en varios institutos de la provincia de Buenos Aires (Bolívar, Saladillo, Chivilcoy) como maestro y posteriormente se graduó en Letras. Más tarde lo hizo en la Universidad de Cuyo, donde fue profesor de Lengua y Literatura Francesa hasta que renunció a su cargo por desavenencias con el peronismo. Gracias a una beca del gobierno francés para realizar estudios en París, se instaló allí en 1951 y comenzó a trabajar como traductor independiente de la UNESCO. Para entonces ya había publicado -bajo el seudónimo de Julio Denis- su primer libro de poemas, "Presencia", en 1938, y una obra dramática, "Los reyes", la primera firmada con su nombre real, en 1949. Apenas dos años después, en 1951, publicó "Bestiario", un libro de relatos en el ya se pudo apreciar su deslumbrante fantasía y su revelación de mundos nuevos que irían enriqueciéndose en su obra futura. Renovador indiscutible del género narrativo, especialmente del cuento breve, tanto en la estructura como en el uso del lenguaje, Cortázar fue uno de los grandes protagonistas del "boom" de la literatura latinoamericana. Entre sus colecciones de cuentos más conocidas figuran "Las armas secretas", "Todos los fuegos el fuego", "Octaedro" y "Queremos tanto a Glenda". En su bibliografía cuentan varios libros de difícil clasificación que desbordan toda categoría genérica (poemas-cuentos-ensayos a la vez) tales como "Historias de cronopios y de famas", "La vuelta al día en ochenta mundos" y "Ultimo round". También escribió algunos poemarios como
"Pameos y meopas" y "Salvo el crepúsculo", y, por supuesto, las inolvidables novelas "Los premios", "Rayuela", "62/Modelo para armar" y "Libro de Manuel". Gran parte de su obra constituye un retrato, en clave surrealista, del mundo exterior, al que considera como un laberinto fantasmal del que el ser humano ha de intentar escapar. En su novela más famosa, "Rayuela", de 1963, la obra que despertó la curiosidad por su autor en todo el mundo, Cortázar compromete al lector para que él mismo pueda elegir el orden en el que leerá los capítulos: de manera sucesiva o siguiendo un esquema de saltos que el autor ofrece en el comienzo del libro, pero que no excluye -al menos hipotéticamente- otras alternancias posibles. El Cortázar cuentista, por su parte, creó escuela por sus propuestas sorprendentes, su aprovechamiento de los recursos del lenguaje coloquial y sus atmósferas fantásticas e inquietantes. El ritmo del lenguaje recuerda constantemente la oralidad y, por lo tanto, el origen del cuento: leídos en voz alta cobran otro significado. Lo curioso de estos relatos es que el lector siempre queda atrapado, a pesar de la alteración de la sintaxis, de la disolución de la realidad, de lo insólito, del humor o del misterio, y reconstruye o interioriza la historia como algo verosímil. Siguiendo la tradición inaugurada por Edgar Allan Poe (de quien tradujo al castellano la obra en prosa completa), Cortázar escribió breves ensayos sobre literatura, entre ellos "Teoría del túnel", donde propone una transformación radical de los modos novelescos y una escritura que conjugue surrealismo con existencialismo, "Algunos aspectos del cuento", en el que establece las diferencias entre novela y cuento haciendo una comparación analógica con el cine y la fotografía, y "El sentimiento de lo fantástico", donde reflexiona sobre su posición respecto al género.

Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue el no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra "madre" era la palabra "madre" y ahí se acaba todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mi un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba. En suma, desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se diferencia de mi relación con el mundo en general. Yo parezco haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas. Empecé a escribir una novela a los ocho años. Después le escribía sonetos a mis maestras y a algunas condiscípulas, de las cuales estaba muy enamorado, a los diez años; esos maravillosos amores infantiles que lo hacen a uno llorar de noche.
Sin vida personal, la literatura sería absolutamente imposible; es la prueba por la cual, por ejemplo, ningún árbol ha escrito una novela. La vida personal es acumulación de experiencias y de recuerdos y de esperanzas que, poco a poco, van abriendo un horizonte cada vez más amplio; cuando se ha nacido con la vocación de la palabra, desde muy joven el escritor siente la tentación de llevar a la escritura no solamente su propia vida, sino todo lo que él es capaz de inventar, pero que de alguna manera está tocando directa o indirectamente su lado personal. A mí me resulta casi imposible imaginar una invención abstracta. Yo creo que la imaginación es realmente una gran imaginación cuando tiene sus raíces profundamente apoyadas en la sangre, en la vida, en la personalidad del escritor; sólo así, como una especie de trampolín, la imaginación se lanza a crear nuevas imágenes, a establecer nuevas relaciones y de ahí va naciendo un cuento, un poema o una novela. Pero detras de esto, y sobre todo en el momento de darle el visto bueno a lo que uno ha escrito, está todo el aporte de muchos, muchos años de vida de equivocaciones o de aciertos, de comparaciones, de paralelismo y unas cuantas decenas de miles de libros leídos que no puedo recordar en detalle, pero que están allí en esa memoria que, como la del Funes de Borges, en el fondo guarda todo, hasta la última hojita de un árbol.
Lo primero que me sorprendió leyendo los cuentos de Borges fue una impresión de sequedad. Yo me preguntaba: "¿Qué pasa aquí? Esto está admirablemente dicho, pero parecería que más que una adición de cosas se trata de una continua sustracción". Entonces, yo fui un poco el centinela de mi propio lenguaje, desde muy joven. Seguí la lección borgeana, en el sentido de enseñarme la economía. Es decir: no la de escribir duro, pero sí ceñido. O sea eliminando todo lo eliminable, que es mucho. Y agregado a eso la noción que podríamos llamar estructural de la lengua. Cuando uno se pregunta si debe subordinarse la prosa a la anécdota o, por el contrario, es el lenguaje el que hace la gran literatura, toca el viejo problema llamado de fondo y forma. Desde luego es el lenguaje el que hace la gran literatura, pero no el lenguaje como lenguaje solo, sino el lenguaje propulsado por un contenido, con un valor de contenido profundo, enorme y rico. No faltan escritores o intelectuales que poseen un lenguaje muy amplio, pero perfectamente hueco; son esos señores que, como decía Borges por ahí, cuando uno termina de leer todo un libro de ellos le queda una libretita: palabras y palabras y palabras y palabras, con un contenido muy débil, muy flojo.
Entonces, la relación de fondo y forma es falsa. La literatura es algo que nace del encuentro de una voluntad del lenguaje con una voluntad de utilizar ese lenguaje para crear una nueva visión del mundo, para multiplicar un conocimiento, para descubrir. En realidad, un escritor es siempre un pequeño Cristóbal Colón, es decir, es alguien que sale a descubrir con sus carabelitas de palabras y... bueno, el gran escritor descubre América; pero no todos son Colón. Me encantaría poder decir que la sobriedad de mi prosa es el resultado de una fatiga y de muchos años de ejercitación, pero mentiría. No sería cierto. Yo escribo una vez que tengo esa sensación de necesidad de escribir, cuando sé que tengo que escribir algo y eso lo sé con toda claridad; entonces me resulta muy fácil hacerlo, es decir, veo nacer las páginas una tras otra y en general el cuento lo escribo o de una sola vez o, si es un poco largo, tal vez en un par de días. Pero lo que cuenta no es tanto eso, lo que cuenta es el trabajo al que lo someto después, porque soy muy crítico conmigo mismo y con mi escritura y sigo creyendo que uno de los problemas importantes en la literatura latinoamericana es que a veces falta suficiente autocrítica por parte de los escritores. Es una cosa que me gusta decirla, sobre todo a los escritores jóvenes, que adjetivan demasiado, que no se dan cuenta de que están usando estereotipos, igual como sucede con los textos políticos.
Yo creo en los buenos parricidios. Así como Freud sostiene que el adolescente tiene que, simbólicamente, matar a su padre para convertirse en un auténtico adulto, las generaciones literarias deben proceder de la misma manera. Hay un momento en que hay que matar al padre; es decir, al maestro, al modelo. Pero hay que matarlo en buena ley y no con golpes bajos. Entonces, ese tipo de parricidio me parece necesario. Yo pienso, por ejemplo, que esa generación latinoamericana que se ha llamado del "boom", ha completado su obra; muchos de nosotros seguiremos escribiendo porque nos da la gana y porque es nuestro derecho, pero en el terreno de la acción, de la influencia literaria, yo creo que éste es el momento en que la palabra les es dada a los jóvenes, y que ellos deben asumir esa responsabilidad. Entonces, por mi parte, en la medida de mis fuerzas, yo ayudo todo lo que puedo. Yo no tengo el reflejo del escritor profesional que en general es egoísta, aunque reconozco que hay que serlo en algunos casos. Cuando estoy trabajando en un cuento y estoy posesionado por la historia y por la forma en que la estoy resolviendo, en ese momento cierro con doble llave mi puerta y no atiendo a nadie. No contesto el teléfono. Pero antes y después estoy lo más abierto posible.
La novela es realmente el gran medio de comunicación y de conocimiento literario, a pesar de que América Latina es un continente de cuentistas, para mi gran alegría. En América Latina se escriben y se leen muchos cuentos; pero de todas maneras, el lector en general y el editor también, tienen una preferencia intuitiva por la novela, por embarcarse así en un viaje más largo que el pequeño crucero por el Delta que le da un cuento. Cuando empiezo un libro -hablemos de una novela que es un trabajo más continuado- y tengo una necesidad imperiosa de escribir ese libro, tardo muchísimo en decidirme a empezarlo, doy vueltas como un perro alrededor de un tronco de árbol. En mi caso un cuento no se transforma nunca en novela; cuando me viene así como una especie de sensación general, de tema general, lo que yo llamo una situación que no está muy definida pero donde empiezo a ver determinados personajes y determinados acontecimientos, hay algo que me hace saber, sin que yo lo pueda explicar de manera racional, me hace saber que eso va a ser un cuento, o que eso es el inicio de una novela. Lo sé perfectamente y hasta hoy nunca me he equivocado; nunca he comenzado un cuento que luego ha sido el primer capítulo de una novela. En general, diría que yo creo que soy más cuentista que novelista, porque los cuentos siempre me han venido, me han nacido de una manera más espontánea y prácticamente de un sólo bloque; en tanto que en las novelas, su desarrollo, incluso el trabajo de escribirlas, es mucho más amplio. Siempre he tenido dificultades y ha habido momentos en que casi he pensado que estaba escribiendo algunos cuentos un poco empalmados unos con otros, un poco cosidos. Los críticos no parecen pensar eso, dicen que son novelas; pero yo me siento más seguro cuando escribo cuentos.
Para mí un relato que valga como tal supone el desarrollo de un mecanismo, una máquina que, a partir de una serie de elementos previos o finales, se organiza, se define y adquiere su autonomía como cuento. Se despega por completo de cualquier otro género: no es un fragmento de novela, no es un poema en prosa, no es el relato de un sueño. Cuando escribo un cuento busco instintivamente que sea de alguna manera ajeno a mí en tanto demiurgo, que eche a vivir con una vida independiente y que el lector tenga o pueda tener la sensación de que en cierto modo está leyendo algo que ha nacido por sí mismo, en sí mismo y hasta de sí mismo, en todo caso con la mediación pero jamás la presencia manifiesta del demiurgo. Siempre me han irritado los relatos donde los personajes tienen que quedarse como al margen mientras el narrador explica por su cuenta (aunque esa cuenta sea la mera explicación y no suponga interferencia demiúrgica) detalles o pasos de una situación a otra. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. La gran mayoría de mis cuentos fueron escritos al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi conciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena.


Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa a efecto, de psicologías definidas, de geografías bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo. Pienso en Jarry, en un lento comercio a base de humor, de ironía, de familiaridad, que termina por inclinar la balanza del lado de las excepciones, por anular la diferencia escandalosa entre lo sólito y lo insólito, y permite el paso cotidiano.
Para mí, la escritura es una operación musical. Lo he dicho ya varias veces: es la noción del ritmo, de la eufonía. No de la eufonía en el sentido de las palabras bonitas; por supuesto que no, sino la eufonía que sale de un dibujo sintáctico (ahora hablamos del idioma) que al haber eliminado todo lo innecesario, todo lo superfluo, muestra la pura melodía. Lo que yo podría considerar como mi estilo al escribir es la eliminación de toda posibilidad de hacer variaciones. Es decir, que la melodía tiene que darse en toda su pureza. El cuento tiene que llegar fatalmente a su fin como llega a su fin una gran improvisación de jazz o una gran sinfonía de Mozart. Si no se detiene ahí se va todo al diablo. Un cambio de ritmo que puede ser, en la mayoría de los casos una aceleración. Es una aceleración, es una precipitación del desenlace, que es casi siempre la explicación fatal del cuento. El punto máximo del drama. Si alguna vez el cuentista ha pasado por la experiencia de librarse de un cuento como quien se quita de encima una alimaña, sabrá la diferencia entre posesión y cocina literaria. El gran cuento breve condensa la obsesión de la alimaña, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que lo rodea. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante.
El signo de un gran cuento me lo da eso que podríamos llamar su autarquía, el hecho de que el relato se ha desprendido del autor como una pompa de jabón de la pipa de yeso. Aunque parezca paradójico, la narración en primera persona constituye la más fácil y quizá mejor solución del problema, porque narración y acción son ahí una y la misma cosa. Incluso cuando se habla de terceros, quien lo hace es parte de la acción, está en la burbuja y no en la pipa. Quizá por eso, en mis relatos en tercera persona, he procurado casi siempre no salirme de una narración en sentido estricto, sin esas tomas de distancia que equivalen a un juicio sobre lo que está pasando. Me parece una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que con el cuento en sí. Esto lleva necesariamente a la cuestión de la técnica narrativa, entendiendo por esto el especial enlace en que se sitúan el narrador y lo narrado. Personalmente ese enlace se me ha dado siempre como una polarización, es decir que si existe el obvio puente de un lenguaje yendo de una voluntad de expresión a la expresión misma, a la vez ese puente me separa, como escritor, del cuento como cosa escrita, al punto que el relato queda siempre, con la última palabra, en la orilla opuesta.
Para entender el carácter peculiar del cuento se lo suele comparar con la novela, género más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de lectura, sin otros límites que el agotamiento de la materia novelada; por su parte el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede de las veinte páginas, toma ya el nombre de "nouvelle", género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. Precisamente, la diferencia entre el cuento y lo que los franceses llaman "nouvelle" y los anglosajones "long short story" se basa en esa implacable carrera contra el reloj que es un cuento plenamente logrado. Lo siempre asombroso de los cuentos contra reloj está en que potencian vertiginosamente un mínimo de elementos, probando que ciertas situaciones y terrenos narrativos privilegiados pueden traducirse en un relato de proyecciones tan vastas como la más elaborada de las "nouvelles".
El génesis del cuento o del poema es sin embargo el mismo, nace de un repentino extrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen "normal' de la conciencia; en un tiempo en que las etiquetas y los géneros ceden a una estrepitosa bancarrota, no es inútil insistir en esa afinidad que muchos encontrarán fantasiosa. Mi experiencia me dice que, de alguna manera, un cuento breve no tiene una estructura de prosa. He sentido hasta qué punto la eficacia y el sentido del cuento dependían de esos valores que dan su carácter específico al poema y también al jazz: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de parámetros previstos, esa libertad fatal que no admite alteración sin pérdida irrestañable. Los cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los merezca: son criaturas vivientes, organismos completos, ciclos cerrados, y respiran. Ellos respiran, no el narrador, a semejanza de los poemas perdurables. Descubre el cuentista que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con su circunstancia de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa.
"Rayuela" fue un libro escrito sin ninguna conciencia política, un libro individualista, sin contacto con la historia, con lo que sucedía a mi alrededor mientras lo escribía. Soy lo bastante severo como para advertirlo. Sin embargo, estoy contento de haber escrito "Rayuela", porque hay experiencias que uno debe cumplir, esas que le permiten después a uno dar un paso adelante y descubrir que existen otras cosas. Hay un montón de gente que ha sufrido mi influencia. "Rayuela" es un libro que le pegó en la cara a un montón de gente y eso se nota, pero volvemos aquí a la cuestión de las influencias. He encontrado la presencia de "Rayuela" en muchos libros latinoamericanos y ahora, incluso, en algunos franceses. Esto no me molesta en absoluto: todo está en la forma en que luego eso se elabora en el libro que está escribiendo o que ha escrito esa gente; y si el resultado es positivo, nada puede resultarme más conmovedor y más hermoso que saberme un poco partícipe de un libro que es un buen libro, que es un hermoso libro. De ninguna manera me produce un sentimiento negativo, muy al contrario. Creo que mis libros, al proponer más de un plano de lectura como posible lectura del texto, provocan la necesidad de pensar en libros como objetos abiertamente intertextuales. Pero creo que es también una cuestión de cultura. Una persona con un nivel cultural más o menos primario leerá un libro sin comprender la intertextualidad. Para él, lo que leerá es el texto de ese escritor, no se dará cuenta de las alusiones. En tanto en un nivel superior de cultura, con una pantalla, un horizonte cultural más amplio, todas las guiñadas de ojo, las referencias, las citas no directamente citadas pero evidentes, pues, deberán serle claras y además enriquecerán profundamente no sólo la experiencia del lector, sino el libro que está leyendo.
Uno de los personajes de "Rayuela" dice: "¿Para qué sirve un escritor si no puede destruir la literatura?". Esto hay que entenderlo como una paradoja, si se quiere. Es decir, cuando se habla allí de literatura, se está hablando justamente de la literatura no intuitiva, de la literatura únicamente basada en la cultura. Lo que yo podría llamar la literatura de herencia. Hay escritores que pueden escribir una obra bastante decorosa, pero que basta rastrear un poco para darse cuenta de que no contiene absolutamente nada de original, sino que es una habilidad estilística lograda escolar y experimentalmente, y luego apoyada en una serie de valores heredados. Numerosos escritores llegan a la literatura movidos por fuerzas extraliterarias, extraestéticas, extraverbales, y procuran mediante la agresión y la reconstrucción impedir a todo precio que las trampas sutiles del verbo motiven y encaucen, conformándolas, sus razones de expresión. La originalidad absoluta sabemos muy bien que no existe; la originalidad relativa es la única a la que podemos aspirar. Pero dentro de eso relativo entra la noción exacta de originalidad, es decir, que lo que cuenta es que la suma de todas esas influencias, esa especie de caldo cultural y vital de donde procede un escritor, se traduzca en una nueva apertura, en una nueva posibilidad, en una nueva visión.