18 de marzo de 2012

Entremeses literarios (CXLIX)

EL EXTRAÑO CASO DE LADY ELWOOD
Roberto Fontanarrosa
Argentina (1944-2007)

El inspector Havilland detuvo su Austin al costado del camino que conducía a Middleford y quedó pensativo. No había dicho a nadie dónde pasaría sus quince días de vacaciones y la idea de retomar el camino hacia Londres se le instaló sólidamente en la cabeza. El tan sólo había prometido comunicarse cada tres días con Scotland Yard, en prevención de algún suceso inesperado, como el retorno del Destripador de Yorkshire, un ataque nuclear soviético o la fuga de un oso del zoológico. Esa franquicia de manejar a su gusto el contacto con sus superiores tan sólo se le concedía a hombres como Emerald L. Havilland, el más eficaz sabueso de las fuerzas de seguridad británicas. "El Detective Invicto" como bien lo había llamado la prensa tras su espectacular esclarecimiento del caso del robo del pony predilecto del Príncipe Andrew. En tanto viraba lentamente el volante, una sonrisa, apretada en torno al cigarro que sostenían sus labios, ensanchó el rostro adusto del inspector: recordaba claramente la densa, profunda, prometedora mirada que le había dispensado Lady Elwood desde lo alto de su palco, días atrás, durante el concierto que brindó la Royal Philarmonic Orchestra. Una hora después, el inspector Havilland, protegiendo su boca y su nariz bajo el abrigo de la bufanda con los colores del Tottenham Hotspur, golpeaba suavemente con su puño enguantado a las puertas de la mansión de Lady Elwood, la riquísima viuda de sir Lewis Norton. Tras unos minutos de espera Havilland repitió el llamado. Finalmente, con la curiosidad propia de la profesión, giró el picaporte comprobando que la pesada puerta estaba abierta. Antes de entrar observó hacia la calle. Nadie lo había visto. El viento y la lluvia eran dos azotes flagelando Newcastle Street. Recorrió un par de salones desiertos y luego comenzó a subir una ancha escalera de madera. En una de las habitaciones superiores halló a Lady Elwood. Estaba sobre la alfombra, caída al lado de su cama en posición poco ortodoxa y presentaba dos heridas profundas en la espalda. Havilland husmeó el aire y luego tomó la medida que separaba la cómoda de la perilla de la luz. Fue hasta el cenicero y recogió dentro de un sobre las colillas de cigarrillos. Se paró en medio de la habitación, cruzado de brazos y mirando hacia los cerrados ventanales. Meneó la cabeza y silbó suave.
- Paul -musitó-. Finalmente lo hizo.
Recordaba el rostro joven e ingenuo de Paul Carpentier, sobrino de la viuda, y las habladurías que de él y su tía se contaban en ciertos cenáculos.
- No debe haber abandonado el país aún -dedujo Havilland-. Tomará el ferry hacia Francia.
Anotó en una pequeña libreta la medida entre la cama y el ropero y constató que la puerta de éste estaba entornada. La abrió. Allí dentro, prácticamente sentado sobre el piso de madera, algo oculto por la profusión de tapados y pieles, se hallaba el cadáver de Paul Carpentier, estrangulado por una corbata de seda italiana azul, con diminutos puntos rojos. Havilland se pellizcó los labios y cerró el ropero. Miró su libreta de apuntes y golpeteó con la base de su lapicera sobre la tapa de la libreta.
- Mannix -silabeó-. Gus Mannix.
No escapaban a su memoria proverbial los rasgos acentuados de Gus Mannix, profesor de piano de Paul, a quien algunas revistas proclives al escándalo sindicaban como antiguo enamorado de Lady Elwood.
- Los celos -musitó Havilland- son malos consejeros.
Se encaminó hacia el baño. Allí podría detectar huellas dactilares del impetuoso profesor Mannix. Havilland no pudo disimular un rictus de contrariedad cuando, junto a la bañera, semitapado por la cortina plástica encontró el cuerpo del eximio pianista. Entre ceja y ceja, algo más arriba de la congelada expresión de asombro que dibujaban sus ojos, mostraba el orificio pequeño pero nítido de una bala calibre 22. El inspector aspiró hondo y tomó la medida entre el lavabo y el grifo de agua caliente.
- Estoy ante la obra de un loco -dictaminó-: Jerry Fergusson.
Nunca había podido olvidar la mirada extraviada del jardinero mientras le explicaba su extraña teoría sobre la doble personalidad de las azaleas y la influencia que ejercían las monocotiledóneas sobre las decisiones del Vaticano. Tampoco nunca había olvidado que Jerry Fergusson le había confiado que atendía los jardines de Lady Elwood.
- Sé muy bien dónde estará oculto -se dijo.
Sorteando el cadáver de la acaudalada viuda, se dirigió al teléfono. No tenía tono. Observó que se hallaba desconectado. Agachándose tras el cable atisbó bajo la cama. Allí, con la cabeza destrozada por un atizador de la estufa de leños, vio a Jerry Fergusson, el jardinero. Havilland se frotó suavemente las yemas de los dedos. Frunció los labios y aprobó un par de veces enérgicamente con su cabeza. Colocó nuevamente el auricular del teléfono en su horquilla. Luego retornó las colillas que había sacado a sus ceniceros. Cortó la hoja con anotaciones de su libreta y la arrojó al inodoro, accionando luego el turbión de agua. Se arrebujó entonces en su bufanda, bajó el ala de su sombrero, salió de la casa cerrando con cuidado la puerta y subiendo al Austin retomó el camino hacia Middleford.


MONOLOGO DEL MAL
Augusto Monterroso
Guatemala (1921-2003)

Un día el Mal se encontró frente a frente con el Bien y estuvo a punto de tragárselo para acabar de una buena vez con aquella disputa ridícula, pero al verlo tan chico el Mal pensó: "Esto no puede ser más que una emboscada; pues si yo ahora me trago al Bien, que se ve tan débil, la gente va a pensar que hice mal, y yo me encogeré tanto de vergüenza que el Bien no despreciará la oportunidad y me tragará a mí, con la diferencia de que entonces la gente pensará que él si hizo bien, pues es difícil sacarla de sus moldes mentales consistentes en que lo que hace el Bien está bien y lo que hace el Mal está mal". Y así el Bien se salvó una vez más.


LA JORNADA
Elena Poniatowska
México (1932)

Creo que lo amé desde que lo vi. Allí estaban los otros mirando mis piernas, mis pechos, invitándome a bailar, a tomar una copa con sus risas calientes, sus miradas oblicuas y su cuatachonería que los llevaba a darse recias palmadas en los hombros. Me sopesaban. Eran como tenderos que colocan sobre el mostrador un kilo de lentejas y otro de azúcar. Mis dos pechos. El me miró a los ojos y hubiera querido acariciárselos con las manos. Ni siquiera se acercó y sentí que debía irme. Afuera lo tomé de la mano para caminar tantas, oh, tantas calles. Llegamos hasta la tierra. Cayeron las primeras gotas y la tierra se hizo potente, más negra, húmeda, como que se llenaba de ganas. Su mano era una raíz y la mía una semilla. Yo no sabía que las raíces asfixian a las semillas y seguí caminando confiada. Anduvimos varios años, oh, tantos años. El me decía que la tierra sólo es buena cuando está herida y creí adivinar tras cada uno de sus gestos el cuchillo del hombre. Ahora regresamos y ya no dormimos bajo la bóveda de nubes. Volvimos después de la primavera, por encima de los árboles, trayendo a cuestas pedazos de la misma vida. Ya nada sabemos de nosotros. Hemos desandado el camino.


NADA
Silvia Hopenhayn
Argentina (1966)

Nada por aquí, nada por allá. Nada de qué arrepentirse, nada de nada. Piaf, gracias. De nada. Desnuda, nada. Entre las olas. Y se hunde, y se muere, y vuelve a nadar, ahí donde el mar empieza de nuevo. Alfonsina estornuda en el mar, su poema brilla en la espuma como flotador de su alma anonadada. Recién llegada de su muerte, es por fin, nada. Heidegger la contempla y la envidia. La nada enamorada. El filósofo aprende a vivir sin poesía. Con la serenidad de la técnica. Con nada. Sufre igual. Y escribe hasta encontrar en lo que se tacha a una ahogada. La rescata, le da respiración boca a boca. Entonces lo que respira es ahora palabra. ¡Cuidado -grita Cocteau-, es palabra viva, voz humana! ¡Disparen contra el fotógrafo que capta la celada! Una foto de la playa: mar y cielo en azul continuo. Nada por aquí, nada por allá. De nuevo: nada de nada. Y el gorrión sale volando de la máquina fotográfica. Una nube aparece en el cielo, pero no es del cielo, ni del mar, se forma, es forma. ¡Eso es! ¡De la nada existe todo! Somos la evaporación de una mirada...


EL OTRO YO
Mano Benedetti
Uruguay (1920-2009)

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos en la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando. Corriente en todo, menos en una cosa: tenía Otro Yo. El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte, el Otro Yo era melancólico y, debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo. Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó, el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo qué hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado. Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser íntegramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó. Sólo llevaba cinco días de luto cuando salló a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le llenó de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: "Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte, tan saludable". El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír, y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.


LA ARDILLA VEROSIMIL
Ana María Shua
Argentina (1951)

Un hombre es amigo de una ardilla que vive en el jardín de un conocido financista. Trepando de un salto al alféizar de la ventana, la ardilla escucha conversaciones claves acerca de las oscilaciones de la Bolsa de Valores. Usted no se sorprenderá en absoluto si le cuento que el amigo de la ardilla se enriquece rápidamente con sus inversiones. Pero yo sí estoy sorprendida. No dejo de preguntarme por qué usted está tan dispuesto a creer, sin un instante de duda, que una ardilla pueda entender conversaciones claves acerca de las oscilaciones de la Bolsa.


DE UNA PROSTITUTA EN MINNEAPOLIS
Tom Waits
Estados Unidos (1949)

Estoy embarazada y vivo en la calle 9, Charlie. Vivo encima de una sucia librería detrás de Euclid Avenue. Dejé las drogas y ya no bebo whisky. Mi marido toca el trombón y trabaja en el ferrocarril. Dice que querrá al bebé aunque no sea suyo, dice que lo educará y lo cuidará. Me regaló un anillo que usaba su madre y me lleva a bailar todos los sábados por la noche. Oye Charlie, cada vez que paso por la estación de servicio me acuerdo de vos por la grasa que había en tu pelo. Aún conservo aquel disco de Little Anthony & The Imperials, pero me robaron el equipo, ¿no te parece injusto? Charlie, casi me volví loca cuando detuvieron a Mario. Volví a Omaha para vivir con mis viejos. Todos los que conocía están muertos o en la cárcel, así que volví a Minneápolis donde creo que me quedaré. Charlie, creo que soy feliz por primera vez desde el accidente. Me gustaría tener todo el dinero que gastabas en drogas. Me compraría un negocio de autos usados pero no vendería ninguno y manejaría uno distinto cada día según sea mi estado de ánimo. Oye Charlie, por el amor de Dios, ¿quieres saber la verdad? No tengo marido, no toca el trombón. Necesito plata para pagar el abogado. Estaré libre bajo fianza. Ven a verme, si puedes, el Día de los Enamorados.


RINCONES
Antonio Di Benedetto
Argentina (1922-1986)

Creo que era amor y, sin embargo, no perseveramos. A los diez años de ese encuentro/desencuentro, me dí de frente con ella al entrar a una oficina. Hablamos. Yo me había casado, ella no, pero no insinuó que me culpara de su soltería. Quiso defenderse de lo que ya había pasado, y dejó caer un cargo trivial:
- No te entendía, Pedro. Tu carácter tan complejo...
Dejó colgado el reproche caduco y se recompuso para confesar su propia debilidad:
- Bueno, si yo tampoco entiendo las cuestiones más simples.
Opiné que ella perseveraba en dañarse con su excesiva modestia. Lo aceptó, a su manera:
- No sé... Soy así. Siempre me encontrarás en los rincones...
Enseguida, esa mañana, nos dejamos ir. Después, al descender de un autobús, otro autobús tronchó su cuerpo. Lo supe por un diario de la tarde. Acudí con el pequeño cortejo de sorprendidos y dolientes que ella podía concitar. Alguien había ejercido la piedad de componer, aunque toscamente, su faz muy malherida. Pero nadie tuvo la compasión de cubrir el óvalo de vidrio del ataúd, para que no nos detuviéramos ante el rostro mancillado. Ya no era ella. Ahora me deslizo por los rincones. Los rincones que poseen las casas que construyen los hombres y los rincones que tienen los espacios abiertos: calles, plazas, alamedas. La busco.


VENTANA OVAL
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

La yaya Rafaela estaba sorda como una tapia. Cuando la iban a visitar al pueblo todos sus nietos, ella limpiaba con esmero la trompetilla y se la ponía en la oreja derecha. Uno por uno iban pasando los siete niños, colocando la boca sobre el artilugio. Respiraban hondo, posicionaban los labios para vocalizar y vertían sus palabras en ese colador metálico. Las palabras colisionaban entre si , giraban en hélices , se deslizaban sobre las paredes lisas y se dirigían vibrantes por el tubo hacia el tímpano descolgado , detrás del cual el alma de la abuela recogía con avidez todas las voces, las saboreaba , las retenía y las clasificaba en bolsitas de seda, que atesoraba hasta la siguiente visita.


SILENCIO
Clarice Lispector
Brasil (1920-1977)

Es tan vasto el silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un programa, frágil punto que mal nos une al súbitamente improbable día de mañana. Cómo superar esa paz que nos acecha. Silencio tan grande que la desesperación tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha: ningún rumor. Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del silencio. De ese silencio sin memoria de palabras. Si es muerte, cómo alcanzarla. Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede hablar del silencio como se habla de la nieve. No se puede decir a nadie como se diría de la nieve: ¿oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó, no lo dice. La noche desciende con las pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el cansancio que tanto justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran las últimas puertas. Las calles brillan en las piedras del suelo y brillan ya vacías. Y al final se apagan las luces más distantes. Pero este primer silencio todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de los árboles todavía se acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con esperanza por las escaleras. Pero hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de la tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio, aparece. El corazón late al reconocerlo. Se puede pensar rápidamente en el día que pasó. O en los amigos que pasaron y para siempre se perdieron. Pero es inútil huir: el silencio está ahí. Aún el sufrimiento peor, el de la amistad perdida, es sólo fuga. Pues si al principio el silencio parece aguardar una respuesta -cómo ardemos por ser llamados a responder-, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan sólo tu silencio. Cuántas horas se pierden en la oscuridad suponiendo que el silencio te juzga, como esperamos en vano ser juzgados por Dios. Surgen las justificaciones, trágicas justificaciones forzadas, humildes disculpas hasta la indignidad. Tan suave es para el ser humano mostrar al fin su indignidad y ser perdonado con la justificación de que es un ser humano humillado de nacimiento. Hasta que se descubre que él ni siquiera quiere su indignidad. El es el silencio. Puede intentar engañársele, también. Se deja caer como por casualidad el libro de cabecera en el suelo. Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde en la muda y quieta vorágine de éste. ¿Y si un pájaro enloquecido cantara? Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría como una leve flauta el silencio. Entonces, si se tiene valor, no se lucha más. Se entra en él, se va con él, nosotros los únicos fantasmas de una noche en Berna. Que entre. Que no espere el resto de la oscuridad delante de él, sólo él mismo. Será como si estuviéramos en un navío tan descomunalmente grande que ignoráramos estar en un navío. Y éste navegara tan largamente que ignoráramos que nos estamos moviendo. Más de eso, nadie puede. Vivir en la orla de la muerte y de las estrellas es una vibración más tensa de lo que las venas pueden soportar. No hay, siquiera, un hijo de astro y de mujer como intermediario piadoso. El corazón tiene que presentarse frente a la nada sólito y sólito latir alto en las tinieblas. Sólo se escucha en los oídos el propio corazón. Cuando éste se presenta completamente desnudo, no es comunicación, es sumisión. Además, nosotros no fuimos hechos sino para el pequeño silencio. Si no se tiene valor, que no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad frente al silencio, sólo los pies mojados por la espuma de algo que se expande dentro de nosotros. Que se espere. Un insoluble por otro. Uno al lado del otro, dos cosas que no se ven en la oscuridad. Que se espere. No el fin del silencio, sino la ayuda bendita de un tercer elemento, la luz de la aurora. Después, nunca más se olvida. Es inútil intentar huir a otra ciudad. Porque cuando menos se lo espera, se puede reconocerlo de repente. Al atravesar la calle en medio de las bocinas de los autos. Entre una carcajada fantasmagórica y otra. Después de una palabra dicha. A veces, en el mismo corazón de la palabra. Los oídos se asombran, la mirada se desvanece: helo ahí. Y desde entonces, él es fantasma.