27 de abril de 2012

Julio Cortázar. Una carta para Felisberto Hernández

El escritor uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964) es sin dudas el exponente más brillante de la literatura fantástica del Uruguay. La recuperación del pasado, el análisis de los mecanismos de la memoria y la irrupción de los misterios del inconsciente en la vida cotidiana son los aspectos más destacados de su obra. En la década del '40 los lectores argentinos pudieron conocerlo cuando Victoria Ocampo (1890-1979) publicó "Las dos historias" y "Menos Julia" en los Nros. 103 y 143 respectivamente de la revista "Sur". Además, un fragmento de la finalmente inconclusa "Tierras de la memoria" apareció en la revista "Papeles de Buenos Aires", "Historia de un cigarrillo" en la revista "Contrapunto", "El balcón" en el diario "La Nación" y "El acomodador" en la revista "Los Anales de Buenos Aires". Se dice con frecuencia que al universo hernandiano lo cruzan dimensiones de percepciones encontradas. Su compatriota Juan Carlos Onetti (1908-1994), por ejemplo, escribió sobre él: "Fue uno de los más importantes escritores de nuestro país", el escritor mexicano Carlos Fuentes (1928) opinó que "la ficción moderna de América Latina tuvo sus comienzos con dos más bien oscuros escritores uruguayos, Horacio Quiroga y Felisberto Hernández" y el gran escritor francés Roger Caillois (1913-1978) lo definió como "el escritor más original de América del Sur". Italo Calvino (1923-1985) estudió los diversos planos imbricados en la realidad que construyó Felisberto, destacando las asociaciones de ideas como juego predilecto de sus personajes, catalogándolas como un procedimiento útil para enlazar los motivos del relato: "Los puntos de referencia en su larga búsqueda de medios de expresión debieron ser un surrealismo muy suyo, un psicoanálisis muy suyo. Esa forma que tiene de darle cabida a una representación dentro de la representación, de establecer dentro del relato extraños juegos cuyas reglas establece en cada oportunidad, es la solución que ha encontrado para darle una estructura narrativa clásica al automatismo casi onírico de su imaginación". Para el escritor uruguayo Milton Fornaro (1957), en cambio, la singular sugestión literaria de esas formas, atractivas pero extrañas, que mucho tienen que ver con su autodidactismo, revelan ciertos desenfoques: "Su espectro idiomático es estrecho y se despreocupa de las reglas del bien escribir. La reunión de cada una de estas fallas en una misma persona-obra puede resultar fatal. Si a esto se agrega la excepcionalidad de una obra que se aleja de los trillados caminos por los cuales marcha toda una literatura, ya el caso no tiene salvación aparente". También suele darse por sentado que sus obras pueden ordenarse de acuerdo a su cronología personal dado que los hechos de su biografía forman parte de su mundo ficticio. Aludiendo a este tema, la Doctora en Filología Hispánica y crítica literaria argentina Enriqueta Morillas (1948) dice que uno de los recursos más llamativos de Felisberto es el de "imbricar selectivamente hilos de su propia biografía en sus relatos. Es el pianista itinerante, o el escritor que lee su creación a un auditorio, o bien quien recibe una narración que luego habrá de contar el protagonista reconocible de sus historias". Por su parte, el recordado ensayista y crítico literario uruguayo Emir Rodríguez Monegal (1921-1985) no consideraba que, en cuanto a eminencia, hubiese que clasificar a Felisberto juntamente con los grandes literatos: "Para ser el gran autor que sus amigos proclaman le falta a Hernández estatura y profundidad. Sus hallazgos son de detalle. Cada cuento se basa en una intuición que daría para un aforismo, para el resumen de un apunte, de esos que los poetas hacen en altas horas de la mañana. De allí no pasa Hernández. Hallazgos sueltos no hacen un narrador, intuiciones aisladas no hacen un mundo". Muy lejos de esta apreciación se encontraba Julio Cortázar (1914-1984), para quien el estilo intimista de Felisberto, su propia vida, despertaban amistad y hasta complicidad. Tan es así que fue uno de los primeros escritores latinoamericanos en citarlo en una de sus obras -lo hizo en "La vuelta al día en ochenta mundos"- y cuando escribió para el prólogo a la edición francesa de "Las hortensias" el texto "Carta en mano propia", una dedicación póstuma al autor de "Libro sin tapas", "Nadie encendía las lámparas" y "Por los tiempos de Clemente Colling". Escribió Felisberto: "No sé si lo que he escrito es la actitud de un filósofo valiéndose de medios artísticos para dar su conocimiento, o es la de un artista que toma para su arte temas filosóficos. Creo que mi especialidad está en escribir lo que no sé, pues no creo que sólamente se deba escribir lo que se sabe. Yo tengo como un proceso de amistad con las palabras: primero me hago amigo directo de ellas; y después me quedo muy contento cuando se me aparecen juntas dos que nunca habían estado juntas, que habían simpatizado o se habían atraído en algún lugar de mi alma no vigilado por mí. Pero hay palabras que nunca podrán ser amigas mías: las que no me parecen naturales o las que no entran en el misterio de la simpatía. Me seduce cierto desorden que encuentro en la realidad y en los aspectos de su misterio. Y aquí se encuentran mi filosofía y mi arte". Por un asincrónico albur, Julio Cortázar y Felisberto Hernández no llegaron a conocerse en persona, aunque sus itinerarios casi coincidieron en Chivilcoy o en París, tal como lo recuerda el autor de "Instrucciones para John Howell" en el texto que escribió para prologar la edición francesa de "Las hortensias" en 1975.


CARTA EN MANO PROPIA

Felisberto, tú sabes (no escribiré "tú sabías"; a los dos nos gustó siempre transgredir los tiempos verbales, justa manera de poner en crisis ese otro tiempo que nos hostiga con calendarios y relojes), tú sabes que los prólogos a las ediciones de obras completas o antológicas visten casi siempre el traje negro y la corbata de las disertaciones magistrales, y eso nos gusta poquísimo a los que preferimos leer cuentos o contar historias o caminar por la ciudad entre dos tragos de vino. Descuento que esta edición de tus obras contará con los aportes críticos necesarios; por mi parte prefiero decirles a quienes entren por estas páginas lo que Anton Webern le decía a un discípulo: "Cuando tenga que dar una conferencia, no diga nada teórico sino más bien que ama la música". Aquí para empezar no habrá ni sospecha de conferencia, pero a vos te divertirá el buen consejo de Webern por la doble razón de la palabra y la música, y sobre todo te gustará que sea un músico el que nos abra la puerta para ir a jugar un rato a nuestra manera rioplatense. Esto de abrir la puerta no es un mero recuerdo infantil. En estos días en que andaba dándole la vuelta a la máquina de escribir como un perrito necesitado de árbol, encontré cosas tuyas y sobre vos que no conocía en los remotos tiempos en que por primera vez leí tus libros y escribí páginas que tanto te buscaban en el terreno de la admiración y del afecto. Y te imaginarás mi sorpresa (mezclada con algo que se parece al miedo y a la nostalgia frente a lo que nos separa) cuando llegué a un epistolario recogido por Norah Gilardi, en el que aparecen las cartas que le escribiste a tu amigo Lorenzo Destoc mientras hacías una gira musical por la provincia de Buenos Aires. Como si nada, sin el menor respeto hacia un amigo como yo, fechás una carta en la ciudad de Chivilcoy el 26 de diciembre de 1939. Así, tranquilamente, como hubieras podido fecharla en cualquier otro lado, sin demostrar la menor preocupación por el hecho de que en ese año yo vivía en Chivilcoy, sin inquietarte por la sacudida que me darías treinta y ocho años más tarde en un departamento de la calle Saint-Honoré donde estoy escribiéndote al filo de la medianoche.
No es broma, Felisberto. Yo vivía entonces en Chivilcoy, era un joven profesor en la escuela normal, vegeté allí desde el '39 hasta el '44 y podríamos habernos encontrado y conocido. De haber estado a fines de ese diciembre no hubiera faltado al concierto del Terceto Felisberto Hernández, como no faltaba a ningún concierto en esa aplastada ciudad pampeana por la simple razón de que casi nunca había concierto, casi nunca pasaba nada, casi nunca se podía sentir que la vida era algo más que enseñar Instrucción Cívica a los adolescentes o escribir interminablemente en un cuarto de la pensión Varzilio. Pero habían empezado las vacaciones de verano y yo aprovechaba para volver a Buenos Aires donde me esperaban mis amigos, los cafés del centro, amores desdichados y el último número de "Sur". Vos tocaste con tu terceto en eso que llamás a secas "el club" y que conocí muy bien, el Club Social de Chivilcoy, detrás de cuyo amable nombre se escondían las salas donde el cacique político, sus amigos, los estancieros y los nuevos ricos se trenzaban en el poker y el billar. Cuando en tu carta le decís a Destoc que la discusión para que te aceptaran y te pagaran el concierto se libró junto a una mesa de billar, no me enseñás nada nuevo porque en ese club todas las cosas se libraban así. Muy de cuando en cuando, a regañadientes pero obligados a cuidar la fachada de las "actividades culturales", los dirigentes accedían a un concierto o a una velada presuntamente artística, que pagaban mal y sin ganas y que escuchaban apoyándose entredormidos en el hombro de sus nobles esposas. Si te hablara de algunas cosas que vi y escuché en esos tiempos no te sorprenderían demasiado y en todo caso te divertirían, vos que les contabas tantos cuentos a tus amigos como un preludio para aflojar los dedos antes de refugiarte en tu cuarto de hotel y escribir tus cuentos, justamente esos que hubiera sido imposible contar sin destruir su razón más profunda. En esos mismos salones donde tocaste con tu terceto yo escuché, entre otras abominaciones, a un señor que primero contempló al público con aire cadavérico (probablemente tenía hambre) y luego exigió silencio absoluto y concentración estética pues se disponía a interpretar la... "Sinfonía inconclusa" de Schubert. Yo me estaba frotando todavía los oídos cuando arrancó con un vulgar popurrí en el que se mezclaban el "Ave María", la "Serenata", y creo que un tema de "Rosamunda"; entonces me acordé de que en los cines andaban pasando una película sobre la vida del pobre Franz que se llamaba precisamente "La sinfonía inconclusa", y que este desgraciado no hacía más que reproducir la música que había escuchado en ella. Inútil decirte que en el selecto público no hubo nadie a quien se le ocurriera pensar que una sinfonía no ha sido escrita para el piano.
En fin, Felisberto, ¿vos te das cuenta, te das realmente cuenta de que estuvimos tan cerca, que a tan pocos días de diferencia yo hubiera estado ahí y te hubiera escuchado? Por lo menos escuchado, a vos y al "mandolión" y al tercer músico, aunque no supiera nada de vos como escritor porque eso habría de suceder mucho después, en el '47 cuando "Nadie encendía las lámparas". Y sin embargo creo que nos hubiéramos reconocido en ese club donde todo nos habría proyectado el uno hacia el otro, yo te habría invitado a mi piecita para darte caña y mostrarte libros y quizá, vaya a saber, alguno de esos cuentos que escribía por entonces y que nunca publiqué. En todo caso hubiéramos hablado de música y escuchado los discos que yo pasaba en una victrola más que rasposa pero de donde salían, cosa inaudita en Chivilcoy, cuartetos de Mozart, partitas de Bach y también, claro, Gardel y Jelly Roll Morton y Bing Crosby. Sé que nos hubiéramos hecho amigos, y andá a imaginar lo que habría salido de ese encuentro, cómo habría incidido en nuestro futuro después de conocernos en Chivilcoy; pero claro, justamente entonces yo tenía que irme a Buenos Aires y a vos se te ocurría elegir ese hueco para dar tu concierto. Fijate que las órbitas no solamente se rozaron ahí sino que siguieron muy cerca durante una punta de meses. Por tus cartas sé ahora que en junio del '40 estabas en Pehuajó, en julio llegaste a Bolívar de donde yo había emigrado el año anterior después de enseñar Geografía en el colegio nacional, "horresco referens". Andabas dando tumbos musicales por mi zona, Bragado, General Villegas, Las Flores, Tres Arroyos, pero no volviste a Chivilcoy, la batalla junto a la mesa de billar había sido demasiado para vos. Todo eso asoma ahora en tus cartas como de un extraño portulano perdido, y también que en Bolívar paraste en el hotel La Vizcaína, donde yo había vivido dos años antes de mi pase a Chivilcoy, y no puedo dejar de pensar que a lo mejor te dieron la misma pieza flaca y fría en el piso alto, allí donde yo había leído a Rimbaud y a Keats para no morirme demasiado de tristeza provinciana. Y el nuevo propietario que se llamaba Musella, te acompañó sin duda hasta tu pieza, frotándose las manos con un gesto entre monacal y servil que bien le conocí, y en el comedor te atendió el mozo Cesteros, un gallego maravilloso siempre dispuesto a escuchar los pedidos más complicados y traer después cualquier cosa con una naturalidad desarmante. Ah, Felisberto, qué cerca anduvimos en esos años, qué poco faltó para que un zaguán de hotel, una esquina con palomas o un billar de club social nos vieran darnos la mano y emprender esa primera conversación de la que hubiera salido, te imaginás, una amistad para la vida.
Porque fijate en esto que mucha gente no comprende o no quiere comprender ahora que se habla tanto de la escritura como única fuente válida de la crítica literaria y de la literatura misma. Es cierto que a mí no me hizo falta encontrarte en Chivilcoy para que años más tarde me deslumbraras en Buenos Aires con "El acomodador" y "Menos Julia" y tantos otros cuentos; es cierto que si hubieras sido un millonario guatemalteco o un coronel birmano tus relatos me hubieran parecido igualmente admirables. Pero me pregunto si muchos de los que en aquel entonces (y en éste, todavía) te ignoraron o te perdonaron la vida, no eran gentes incapaces de comprender por qué escribías lo que escribías y sobre todo por qué lo escribías así, con el sordo y persistente pedal de la primera persona, de la rememoración obstinada de tantas lúgubres andanzas por pueblos y caminos, de tantos hoteles fríos y descascarados, de salas con públicos ausentes, de billares y clubes sociales y deudas permanentes. Ya sé que para admirarte basta leer tus textos, pero si además se los ha vivido paralelamente, si además se ha conocido la vida de provincia, la miseria del fin de mes, el olor de las pensiones, el nivel de los diálogos, la tristeza de las vueltas a la plaza al atardecer, entonces se te conoce y se te admira de otra manera, se te vive y convive, y de golpe es tan natural que hayas estado en mi hotel, que el gallego Cesteros te haya traído las papas fritas, que los socios del club te hayan discutido unas pocas monedas entre dos golpes de billar. Ya casi no me asombra lo que tanto me asombró al leer tus cartas de ese tiempo, ya me parece elemental que anduviéramos tan cerca. No solamente en ese momento y esos lugares; cerca por dentro y por paralelismos de vida, de los cuales el momentáneo acercamiento físico no fue más que una sigilosa avanzada, una manera de que a tantos años de una mesa de billar, a tantos años de tu muerte, yo recibiera fuera del tiempo el signo final de la hermandad en esta helada medianoche de París.
Porque además también viviste aquí, en el Barrio Latino, y como a mí te maravilló el metro y que las parejas jóvenes se besaran en la calle y que el pan fuera tan rico. Tus cartas me devuelven a mis primeros años de París, tan poco tiempo después que vos; también yo escribí cartas afligidas por la falta de dinero, también yo esperé la llegada de esos cajoncitos en los que la familia nos mandaba yerba y café y latas de carne y de leche condensada, también yo despaché mis cartas por barco porque el correo aéreo costaba demasiado. Otra vez las órbitas tangenciales, el roce sigiloso sin que nos diéramos cuenta; pero qué querés, a mí me tocaría encontrarte en tus libros y a vos no encontrarme en nada; en este territorio en que habitamos eso no tuvo ni tiene importancia, como no la tiene el que ahora yo no lleve esta carta al correo. De cosas así vos sabías mucho, bien que lo mostrás en Las manos equivocadas y en tantos otros momentos de tus relatos que al fin y al cabo son cartas a un pasado o a un futuro en los que poco a poco van apareciendo los destinatarios que tanto te faltaron en la vida. Y hablando de faltas, si por un lado me duele que no nos hayamos conocido, más me duele que no encontraras nunca a Macedonio y a José Lezama Lima, porque los dos hubieran respondido a ese signo paralelo que nos une por encima de cualquier cosa, Macedonio capaz de aprehender tu búsqueda de un yo que nunca aceptaste asimilar a tu pensamiento o a tu cuerpo, que buscaste desesperadamente y que el "Diario de un sinvergüenza" acorrala y hostiga, y Lezama Lima entrando en la materia de la realidad con esas jabalinas de poesía que descosifican las cosas para hacerlas acceder a un terreno donde lo mental y lo sensual cesan de ser siniestros mediadores. Siempre sentí y siempre dije que en Lezama y en vos (y por qué no en Macedonio, y qué hermoso saberlos a todos latinoamericanos) estaban los eleatas de nuestro tiempo, los presocráticos que nada aceptan de las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de lógica, Felisberto, nadie lo supo mejor que vos a la hora de "Menos Julia" y de "La casa inundada".
Bueno, se me acaba el papel y ya sabemos que el franqueo es caro, por lo menos el que paga el lector con su atención. Acaso hubiera sido preferible callar cosas que siempre supiste mejor que los demás, pero confesá que la historia de la "Sinfonía inconclusa" te hizo reír, y que seguro te gustó saber que habíamos estado tan cerca allá en las pampas criollas. Esta carta te la debía aunque no sea ni de lejos las que te escriben otros más capaces. A mí me pasó lo que vos mismo dijiste tan bien: "Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado". Ahora llega el otro sueño, el de las dos de la mañana. Déjame que me despida con palabras que no son mías pero que me hubiera gustado tanto escribirte. Te las escribió Paulina también de madrugada, como un resumen de lo que había encontrado en vos: "Las más sutiles relaciones de las cosas, la danza sin ojos de los más antiguos elementos; el fuego y el humo inaprehensible; la alta cúpula de la nube y el mensaje del azar en una simple hierba; todo lo maravilloso y oscuro del mundo estaba en ti". Te querrá siempre. Julio Cortázar.