24 de enero de 2013

Onetti reflexiona (3). Sobre William Faulkner, el escritor que esperaba ser el único individuo del mundo que no dejara huellas de su paso

Onetti fue uno de los más grandes escritores de América Latina, casi tan importante para las letras de este continente como lo fuera Jean Paul Sartre (1905-1980) en la Francia de la época posbélica. Tanto es así que ha proliferado un abultado número de estudios, reseñas e intentos de analizar su obra, una obra que para muchos es complicada y hermética. En efecto, "La nausee" (La náusea) y "El pozo" se publicaron ambos hacia 1938. Para esa época, la narrativa uruguaya padecía aún las rémoras del nativismo, una literatura arraigada en la tierra y la azarosa vida campesina y, a excepción de Onetti -y un poco antes que él, José Pedro Bellán (1889-1930)- la ciudad no había podido desplegarse como el espacio literario correspon­diente al notorio crecimiento de la urbanización. Fue Onetti quien generó la concien­cia de la necesidad de una literatura urbana al escribir sus historias, precisamente, a partir de los conflictos del hombre ante la ciudad. Y fue tal vez por eso que la fundación de una geografía novelística significó para él la concreción de un pacto profundo sostenido por la convicción de que la representación de la realidad estaba perdida para la literatura y sólo podía ser reconstruida a partir de la creación de un espacio urbano en el cual entrecruzar las vidas y los destinos de sus personajes.
Así nació la ciudad de Santa María, un espacio imaginario que Onetti inventó durante su primera estancia en Buenos Aires, que apareció por primera vez en 1945 cuando publicó "La casa en la arena" y que delimitaría con mayor precisión cinco años después en la novela "La vida breve". "Mucho más que Buenos Aires está presente Montevideo -diría-. Por eso fabriqué a Santa María: fruto de la nostalgia de mi ciudad". Inevitablemente, muchos exegetas de la obra de Onetti sostienen sin vacilar que Santa María es una copia de Yoknapatawpha, el condado ficticio creado por William Faulkner (1897-1962) para desarrollar la acción de su novela "Sartoris" en 1929 y en el cual transcurriría gran parte de su obra. Mucho más cuando el propio Onetti declaró en más de una ocasión (con ironía, con sorna, claro) ser un contumaz plagiario de Faulkner: "Todos coinciden en que mi obra no es más que un largo, empecinado, a veces inexplicable plagio de Faulkner. Tal vez el amor se parezca a esto. Por otra parte, he comprobado que esta clasificación es cómoda y alivia". "El encuentro de Onetti con William Faulkner fue decisivo y copioso", cuenta el escritor y periodista Carlos María Domínguez (1955), nacido en Buenos Aires y radicado en Montevideo desde hace varios años. Todo indica que sucedió en 1933 cuando "Revista de Occidente' publicó "All the dead pilots" (Todos los aviadores muertos). "Empecé a leer eso y fue un deslumbramiento tal que me senté en un café hasta terminarlo", revelaría años después Onetti, quien, para Domínguez, copió a Faulkner "profusamente, pero con inteligencia, talento y deseo de ayudarse a contar las historias que le pertenecían".
"Todos pasamos por la casa de Faulkner" dijo alguna vez Roa Bastos. Si se considera válido este aserto, tanto el Comala de Rulfo y la Piura de Vargas Llosa como el Macondo de García Márquez y la Santa María de Onetti son suburbios del barroco Yoknapatawpha. Y muy especialmente esta última, sostiene el escritor y periodista argentino Rodrigo Fresán (1963), quien recuerda que la influencia de Faulkner nunca fue negada por Onetti, "al contrario, la amplificó para que los críticos cayeran en la trampa. Los más lúcidos han sabido descubrir detrás de las huellas faulknerianas de Onetti el estilo de la novela latinoamericana moderna, la radical originalidad de un lenguaje y una imaginería absolutamente propios. Pero Faulkner no fue para él sólo un maestro de la escritura, sino también un ejemplo moral, el que le permitió desconfiar siempre del éxito y sortear la vanidad característica de sus colegas". "Al leer y releer a Faulkner -reconoció Onetti- es forzoso sospechar que su mirada era distinta a la nuestra, a la del común de los hombres, a la del común de los escritores... Faulkner, Faulkner. Yo he leído páginas de Faulkner que me han dado la sensación de que es inútil seguir escribiendo. ¿Para qué corno? Si él ya lo hizo todo".
Rubén Cotelo (1930-2006), escritor y crítico uruguayo, observó que, dada la frecuencia con que se ha insistido en considerar a Onetti un escritor religioso, no es difícil vincular esto con la creación de una ciudad imaginaria llamada Santa María. "Santa María, sin pecado concebida, que engendró a su Hijo por obra y gracia del Espíritu Santo, virgen y madre, el epítome, el modelo inalcanzable, absoluto, total que rige la concepción de Onetti y que preside su obra".
Más secular es la anécdota contada por su coterráneo, el escritor Mario Levrero (1940-2004), que recuerda que al leer "Idyll in the desert" (Idilio en el desierto) de Faulkner, descubrió las semejanzas de la trama con la de "Los adioses" de Onetti. "Empecé a leerlo y... no lo pude creer. En seguida sentí una incómoda sensación de 'déjà vu'. ¡Ah, viejo sinvergüenza! pensé, porque este cuento de Faulkner es de 1931... y si bien yo no sabía cuándo escribió Onetti 'Los adioses', no tenía dudas de que fue mucho más tarde. Yo no hablaría exactamente de plagio o apropiación; a mi modesto entender, es una recreación. No sé qué habría opinado un juez en el caso de un pleito, pero desde el punto de vista artístico no me cabe la menor duda de que Onetti es inocente. Porque los temas no significan nada por sí mismos. Aunque me parece indudable que Onetti desarrolló su historia a partir de la situación básica narrada por Faulkner, también es indudable que lo hizo a su manera (quiero decir, a la manera de Onetti); y si bien la forma fragmentaria y casi indirecta de ir acumulando los datos que arman 'Los adioses' es también la forma de 'Idilio en el desierto', no me parece apropiado hablar de plagio". Y concluye: "Cuando la admiración de un autor por otro autor es muy grande -y Onetti nunca ocultó su admiración por Faulkner-, al que admira de tal modo le resulta casi inconcebible que se pueda escribir de otra manera. La palabra plagio implica una intención delictiva, un intento de apropiación indebida; yo creo que lo que hay en estas coincidencias debería ser llamado más bien contagio o, incluso, si se quiere, homenaje".
En abril de 1976 Onetti escribió para la agencia de noticias española EFE el artículo titulado "Confesiones de un lector de 2.00 a 2.15 p.m" sobre su admirado Faulkner, quien "estuvo toda su vida inmerso como nadie en la literatura, aún desde los años en que ni siquiera soñaba escribir. Pero el Buen Dios quiso preservarlo de uno de los aspectos más desagradables que puede ofrecer la personalidad de un hombre: nunca fue un intelectual, nunca se preocupó de la política de las letras. Obtenía en la noche y la soledad, sólo para sí mismo, sus triunfos y sus fracasos. Sabía que lo que llamamos éxito no pasa de una vanidad amañada: amigos críticos, editores, modas".


Mi primer encuentro con Faulkner fue peripatético. Este comienzo que parece prometedor de estremecimientos no es más que la imagen, el recuerdo de un pequeño accidente, de una casualidad. Una tarde, al salir de la oficina donde trabajaba, pasé por una librería y compré el último número de "Sur", revista fundada y mantenida por Victoria Ocampo. Creo que el nombre le fue sugerido por Ortega y Gasset. La intención del título fue desvirtuada porque "Sur" se convirtió -afortunadamente- en un instrumento que nos permitió conocer lo mejor de la literatura europea y la de Estados Unidos. Se trató, reitero, de una casualidad porque yo leía la revista esporádicamente debido a que las poesías que publicaba eran intercambiables. Es decir: recogía poemas que parecían todos de un mismo autor. Cuántas veces jugué a dar a leer las poesías de un número cualquiera de la revista y, escondiendo el nombre del poeta, preguntar quien era. Fue una broma y una tortura para amigas y amigos. Vuelvo atrás, recuerdo que abrí el ejemplar en la calle, encontré por primera vez en mi vida en nombre de William Faulkner. Había una presentación del escritor desconocido y un cuento mal traducido al castellano. Comencé a leerlo y seguí caminando, fuera del mundo de peatones y automóviles, hasta que decidí meterme en un café para terminar el cuento, felizmente olvidado de quienes me estaban esperando. Volví a leerlo y el embrujo aumentó. Aumentó, y todos los críticos coinciden en que aún dura.
En muchos comentarios y sobre todo en solapas de libros, he visto las palabras alucinante o alucinado referidas a obras de Faulkner. Según mi diccionario, el término puede significar ceguera o engaño. Aquí recuerdo que Bernard Shaw se vanagloriaba de sus ojos que por ser totalmente normales eran anormales por cuanto es muy reducido el número de personas que disfrutan o padecen de una vista perfecta. El irlandés atribuía a esto el desconcierto y hasta las iras que provocaban sus comedias. Al leer y releer a Faulkner es forzoso sospechar que su mirada era distinta a la nuestra, a la del común de los hombres, a la del común de los escritores. Detenida sobre paisajes, personas, circunstancias, veía algo más que lo percibido por nosotros. Dejando de lado lo que escribió por astucia o compromiso ("Sartoris", "Gambito de caballo", "Intruso en el polvo", "Los rateros", etcétera) aquella mirada, cuando es totalmente faulkneriana tiene, sí, algo de ceguera y engaño. Aunque jamás recurra a lo sobrenatural, aunque parezca siempre aferrado a una realidad, nos deja la sensación de que el hombre sólo veía de verdad un mundo propio, introducido sin esfuerzo en los mundos universales y ajenos. De ahí que todo lo nombrado (panoramas, gente, anécdotas) resulte creíble pero fantasmal. El ejemplo más violento de lo que digo tal vez sea el reportero innominado de "Pilon". Este, ausente y profundamente metido en el relato, hace pensar en el mismo Faulkner, capacitado para ver vivir y mantenerse, a la vez, fuera de los hechos. Si los lectores meditan podrán atribuir la misma cualidad fantasmal a los personajes más importantes de su obra y a sus mismas peripecias.
Pero lo que más me deslumbró y me unió en aquel primer encuentro con su genio fue aquella manera de largarse, como uno de los caballitos que creó para nosotros en "El villorrio", él solo, seguro de que nadie podía acompañarlo o que no tenían lo necesario para enfrentar un fracaso idiomático, heredado, puesto para siempre frente a una barrera que maestros viejos habían colocado para reventar los morros de los potrillos audaces y nuevos. Esa fue la historia y los siete años sin obras en los "bookstores" forman la más exacta apreciación de la cultura norteamericana en materia literaria. Los hombrecitos del tren de regreso a las 5.15 p.m., polluelos del más feroz matriarcado conocido por la historia contemporánea traían los viernes -puntuales- el libro del mes, el libro elegido por solteronas o no solteras y tampoco satisfechas; el libro seleccionado por el pastor de cualquier iglesia antipapista y su rebaño feliz. ¿Cómo imaginar que un hombre sin pecado atravesara la sucia red puritana y llegara a casa llevando escondido en el portafolio un libro del maldito W.F., del sadista que había escrito "Santuario"? De manera que no había más y ninguna "miss" tenía motivo para ruborizarse y ninguna "mistress" se privaba de leerlo cuando el ganapán respectivo comenzaba a roncar. Claro que nunca se trataba de una novela comprada en una librería y al aire libre; eran préstamos sigilosos de amigas y al diablo los derechos de autor. Pero esta pobre gente no pensaba que en un rincón de Oxford o Memphis un maniático llamado William Faulkner persistía escribiendo libros incomparables que flotaban muy por encima de lo que ellos consideraban literatura.
Degenerado dentro de la sociedad norteamericana, no buscaba dólares; se contentaba con ser, párrafo tras párrafo, él mismo dentro de su genio o su locura; se contentaba -lo dijo- con un poco de tabaco, un poco de whisky sureño y su maravillosa soledad nocturna en un granero al borde de la ruina, desbordante de marlos resecos, alfombrado por suciedad de gallinas. La vida tiene una asombrosa imaginación y fuerza suficientes para inventar e imponer infiernos privados, efímeros paraísos subjetivos. Nadie sabrá nunca si el mencionado granero contenía un paraíso o un infierno para el amo y propietario de Yoknapatawpha. Ambas cosas, supongo. Todos los vicios ofrecen o imponen lo mismo. Ambas cosas, también, cuando uno está hundido en un amor, sin remisión. En el proyecto -inútil y fracasado antes de iniciarlo- de descubrir al hombre, debe tenerse en cuenta su timidez enfermiza, su corta estatura, su repugnancia y desdén por "la feria en la plaza”, su obsesiva resolución de no permitir, en las pocas entrevistas que regaló a críticos y reporteros, ninguna pregunta de índole personal. Sabemos que tenía una hija adolescente cuando estuvo de paso en París, rumbo a Estocolmo y al cheque del premio. Pero no lo sabemos de verdad; se dice que la hermosa criatura había nacido mucho antes de su casamiento con una señora divorciada que aportó dos hijos al matrimonio; su nombre era Stelle Oldham Franklin.
El misterio que él usó como valla para que nadie penetrara en su vida privada fue mantenido por sus deudos. Nadie conoce la causa de su muerte. Se habló de una caída al intentar descender, en la madrugada o la mañana, los escalones de madera podrida del mencionado granero. Y, como en la canción de Stevenson, el bourbon hizo lo demás. El bourbon y los fantasmas que seguían poblándolo cuando consideró que la cuota diaria de escritura había terminado. Pero esto no está probado y tampoco interesa. Los deudos, los Faulkners o Falkners, eran en Oxford tan importantes como los Sartoris, los Sutpen, los Compson, o Miss Emily Grierson -"una tradición, un deber y una preocupación"- personaje de aquel cuento tan envidiado como inmortal: "Una rosa para Emily". Tenían poderes feudales nacidos de los sufrimientos y la derrota del Sur en la Guerra de Secesión. Y sabían usarlos. Dócilmente, el doctor Martino escribió un certificado: falla del corazón. De modo que ordenaron al sheriff que declarara persona no grata a todo periodista, curioso o admirador que se acercara a la casa blanca de Oxford, donde Faulkner vivió sus últimos años y en cuyo cementerio fue puesto a descansar bajo un olmo ya quemado por el verano incipiente. Y el velatorio se hizo con el ataúd cerrado.
Como es natural e irremediable, al día siguiente de su muerte todas las agencias de noticias norteamericanas cubrieron el mundo con obituarios ditirámbicos y desolados. Al fin y al cabo -aunque los redactores no lo hubieran leído nunca- se trataba de un Premio Nobel. Pero este animal de estirpe extraña había dicho una vez: "Espero ser el único individuo del mundo que no haya dejado huellas de su paso". Los elogios, las interpretaciones críticas ("entre los aplausos, entre los desdenes y las tonterías de la multitud"; y "la fama es siempre un malentendido") habrían resbalado sobre su genio como una lluvia molesta que nos coge desprevenidos. Pero tal vez hubiera sonreído con ironía afectuosa de haber podido mirar los letreros colocados en los escaparates de los negocios de Oxford el día de su entierro: "En memoria de William Faulkner este negocio permanecerá cerrado desde las 2.00 hasta las 2.15 p.m. Julio 7 de 1962". Es decir: ¡quince minutos sin ganar un mísero "cent"! El muerto no podría imaginar una homenaje mayor y más sacrificado que éste de los pequeños "gold diggers" de su país.