23 de febrero de 2013

Margo Glantz. Sobre Monterroso, la fábula, la alegoría y el pacto autobiográfico

Leído, antologado, imitado, citado, celebrado, pluralizado en ingeniosas versiones textuales, Monterroso es uno de los escritores más conocidos e influyentes de la literatura hispanoamericana contemporánea. Pocos escritores latinoamericanos han gozado en vida de una valoración tan positiva de la crítica como él, materializada no sólo en los premios y reconocimientos públicos obtenidos en América Latina y España sino también en la gran cantidad de ensayos, compilaciones y artículos de revistas dedicados al estudio de su obra. De 1976 data "Augusto Monterroso. Lo demás es silencio", el primer trabajo de acercamiento crítico a su obra que fue escrito por el crítico literario uruguayo Jorge Ruffinelli. En los años '80 el editor ecuatoriano Wilfrido H. Corral publicó dos interesantes estudios: "Lector, sociedad y género en Monterroso" y "La literatura de Augusto Monterroso", a los que seguiría en 1991 "La fábula de Monterroso, lugar de encuentro con la verdad" de la escritora colombiana Lia de Roux. En 2000, la filóloga española Francisca Noguerol Jiménez lanzó "La trampa en la sonrisa. Sátira en la narrativa de Augusto Monterroso", una caracterización integral de la obra del escritor guatemalteco sobre el que ya había escrito con anterioridad varios artículos, entre ellos, "Augusto Monterroso y la literatura española" y "Augusto Monterroso o la tristeza del humor". De 2004 es el interesante ensayo "El dinosaurio sigue allí. Arte y política en Monterroso" de la profesora mexicana Gloria González Zenteno, quien había obtenido su licenciatura en Literatura una década antes con la tesis "La metáfora de lo desconocido. El animal en Franz Kafka, Juan José Arreola y Augusto Monterroso". Pero el que quizá sea el trabajo más completo sobre el autor de "Pájaros de Hispanoamérica" lo constituye "Refracción. Augusto Monterroso ante la crítica", un volumen que contiene, entre muchos otros, ensayos de prestigiosos autores como Angel Rama, Noé Jitrik, José Durand, David Huerta, Fabienne Bradu, Juan Antonio Masoliver Ródenas y nuestra Margo Glantz.
Glantz es escritora, profeso­ra, periodista y, sobre todo, estudiosa. Ha pu­blicado numerosos libros de ficción y de ensayo, y ha impartido cátedra en las universidades más prestigiosas del mundo. Si la obra de Monterroso se caracteriza por la brevedad, está, en cambio, rodeada de una extensa serie de auto figuraciones que él mismo ha construido a través del diálogo con la crítica, y en sus propios ensayos o notas autobiográficas. Esto se evidencia en "Viaje al centro de la fábula", un libro publicado en 1981 en el que seleccionó y redactó fragmentos de entrevistas que le fueron realizadas en diversas oportunidades. Justamente en este libro se basó Margo Glantz para escribir el ensayo "Monterroso y el pacto autobiográfico", que forma parte del citado "Refracción. Augusto Monterroso ante la crítica".

MONTERROSO Y EL PACTO AUTOBIOGRÁFICO

La palabra escribir en español procede de "desgarrar", "cortar", "rasgar", y es justamente este movimiento triple el que sigue Monterroso para lograr lo perpetuo. Veamos las dos cosas: la mutilación y lo autobiográfico que en este caso van juntos siempre, es decir en el caso de este escritor que estamos intentando explicar y digo estamos porque me pongo de acuerdo con la escritura de Monterroso y con sus opiniones sobre su propia escritura publicadas en "Viaje al centro de la fábula", un libro de entrevistas que Monterroso concediera a lo largo y a lo ancho de sus años, o de sus días. Lo que trataba de decir hace un momento era lo siguiente: si el verbo escribir, verbo de acción pasiva, quiere decir en el fondo, por razones etimológicas, cortar, rasgar, desgarrar, todo acto de escritura es un acto de destrucción y todo escritor se destruye a sí mismo al cortar paño sobre su propio traje, o al desgarrarlo en el acto mismo de la autobiografía. Y aquí seguiré con una discusión de lo que se ha dado en llamar el pacto autobiográfico desde hace una década, con precauciones eruditas y estructurales.
Por pacto autobiográfico entiende Philippe Lejeune (quien ha propuesto ese nombre) la aceptación implícita del autor de un libro de que su libro lo es, es decir, es autobiográfico, como en el caso definitivo de Rousseau cuando escribe sus "Confesiones"; al definir un libro como confesión que se entrega a un lector se está determinando de antemano que es la vida del autor lo que el lector lee. No pasa lo mismo en autores como Proust o Constant ni en el Flaubert de "La educación sentimental": la necesidad autobiográfica parece definir "En busca del tiempo perdido", cuyo narrador pudiera muy bien ser Marcel Proust; la estratagema ideada por Constant al declarar que el manuscrito del "Adolfo" fue encontrado en un albergue suizo y entregado a un editor parece ocultar un deseo de negar la propia vida al tiempo que se la ofrece como texto. Muchas investigaciones policíacas se han hecho para demostrar que los personajes de Proust o que los lugares de su ficción tienen su correspondencia en la realidad vital del escritor. Muchos textos sostienen que Constant es Adolfo o que Frédéric Moreau es un Flaubert travestido de "bon vivant", y sin embargo, esos autores desechan el pacto, no lo plantean, más bien se escudan en el acto de creación de la ficción para rechazar cualquier identidad como se rechaza en el cine cualquier semejanza que por coincidencia tuviera que ver con la realidad. Y, efectivamente, podemos coincidir con lo anterior, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia y Proust es el narrador de un personaje que narra una historia que es y no es la del propio Proust, y lo mismo puede decirse por extensión de Constant y de Flaubert. Y quizá también del personaje que hoy propongo a su atención, quien en ningún momento propone ningún pacto, aunque constantemente su escritura empiece con la primera persona y muchas veces le oímos -o creemos que lo oímos- sustentar un diálogo consigo mismo.
La escritura de Monterroso examina asuntos cotidianos, tan de la vida diaria que uno de sus personajes favoritos es la mosca, animal que convive con nosotros hasta en la sopa. Tratándose de asuntos cotidianos, su escritura se ajusta a la banalidad de ese acontecer cotidiano organizando un texto de una sencillez fulgurante tanto por su brevedad (que cristaliza demostrando una capacidad prodigiosa de síntesis) como por la llaneza del estilo que rechaza cualquier ornamento. En la brevedad tan elaborada descubrimos una de las rebabas autobiográficas, quizá en la pregunta muchas veces formulada en la textualidad sobre el porqué de la propia escritura, pregunta también constatada muchas veces con el humorismo satírico y nihilista que presupone la falta de importancia reiterada, no sólo de la propia escritura sino de la escritura a secas. Algunas de las conclusiones que se inscriben en el decálogo del escritor propuesto por Monterroso cuando confiesa su admiración por Borges y las consecuencias a que esa admiración somete al escritor son, entre otras, y numeradas, las siguientes: "5. Descubrir que uno es inteligente, puesto que le gusta Borges (benéfica) y 10. Dejar de escribir (benéfica)". Al estipular que se puede demostrar la inteligencia por una preferencia (o que la preferencia demuestra una inteligencia o un modo inteligente de actuar) se constata que la escritura es de alguna manera necesaria, pero cuando se concluye que dejar de escribir es un acto positivo (si no se es Borges) como corolario de la premisa anterior se infiere que es la propia escritura la que falla, sobre todo en relación con el modelo que se ha elegido, modelo que responde a las características de la propia pasión escrituraria: Augusto Monterroso admira la claridad, la sencillez y la brevedad del estilo borgeano, cualidades todas que se aplican a su propia prosa. No creo que ésta sea una prueba muy contundente de la redondez de la tierra o de su capacidad de movimiento pero sí de una concepción de la escritura, a menudo implícita, literalmente, en los textos de Monterroso.
Otro ejemplo sería el que se titula pleonásticamente "La brevedad", texto en que se advierte de nuevo la paradoja, se confiesa una necesidad que al mismo tiempo se rechaza: la brevedad no es buena, es necesaria como la escritura, aunque a la vez se desea no escribir o escribir textos más largos. La condición de escritor implica un deseo, el de ser inteligente, cualidad que sólo se tiene si se escribe bien y muchas veces la excelsitud de una escritura está en su brevedad. Con todo, se desea la extensión, al tiempo que se la rechaza en nombre del rigor de la escritura y se ama justamente porque colinda con el caos: "Lo cierto es que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir interminablemente largos textos, largos textos en que la imaginación no tenga que trabajar, en que hechos, cosas, animales y hombres se curen, se busquen o se huyan, vivan, convivan, se amen o derramen libremente su sangre sin sujeción al punto y coma, al punto. A ese punto que en este instante me ha sido impuesto por algo más fuerte que yo, que respeto y que odio".
Esta declaración es de principios, también la puesta en marcha de los principios que se articulan ingeniosamente sobre la forma de decir las cosas y la cosa misma, es decir teoría y práctica se ensamblan en el espacio de unas cuantas líneas. Se ha logrado la materia de un texto al tiempo que una confesión autobiográfica, aunque ésta se desplace al acto mismo de escribir y sea por eso autobiografía sin pacto. Autobiografía como escritura: "Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea". Autobiografía en un sentido especial, no en la relación de incidentes mínimos de la vida diaria (aunque mucho de lo que aquí se observa se forma de esos incidentes), si no en la violación del lugar común, el distanciamiento que da la autocrítica y la constante utilización (por ello) de una lupa dirigida a la propia ambigüedad. O mejor, es autobiografía justamente por eso, cuando al pasar al texto demuestra una exigencia de depuración tan colosal que sólo subsiste la quintaesencia de una realidad cotidiana y repetitiva que se modela en la forma, para usar una de las definiciones que el mismo Monterroso ofrece cuando delinea su método de trabajo, además de "tachar" que como a Chéjov le parece el medio más efectivo y más inmediato.
"Siempre he estado consciente o conscientemente, sujeto a reglas. En cuanto me salgo de ellas me siento mal. La sintaxis, la prosodia, la lógica, me traen siempre del pelo. Claro que a veces trato de fingir rebeldía contra los preceptos clásicos, pero no me sale, y si alguna vez me ha salido debe haber sido por chambonada". La constricción que imponen las reglas y el clasicismo que se declara son necesariamente la inserción de una tradición que dicta sus preceptos y que fuerza al escritor a ceñir la escritura, a darle apariencia de algo nuevo, totalmente marcado por la época de producción aunque a la vez sea un eslabón dentro de una genealogía escrituraria, e inclusive, aunque se niegue cualquier relación con una moral implícita en la moraleja y se evite caer en la actitud didáctica de los escritores que escribían fábulas, su inclusión dentro de la alegoría hace que sus textos sean de alguna manera moralistas. La diferencia con fabulistas como Samaniego estaría en un cambio de posición entre escritor y lector, posición que altera de raíz la relación estatuida. Monterroso es observador cuidadoso de todos los ridículos humanos, pero quizá su máxima preocupación, como la de los grandes humoristas, es una flagelada y terrible, aunque divertida, conciencia de la propia ridiculez, del propio caos. Además, su escritura se desgarra cuando en el acto de escritura Monterroso escinde la observación que produce la materia del relato y la polariza distendiendo la mirada a tal punto que su propia observación culmina en la alegoría.
"Toda literatura -le aclara Monterroso a Graciela Carminatti, en una entrevista- es alegórica o no es nada. Muchos escritores explican sus simbolismos, temerosos de que la gente se los pierda. Bueno, si la gente se los pierde, peor para la gente. Creo que no explicar lo que uno quiso decir en un libro es cuestión de decoro". La alegoría se construye "rascando" en las cosas hasta descubrir su singularidad, reduciendo la distancia que parece haber entre ellas, es decir se llega a la alegoría cuando se ha encontrado una regla general y puede erigirse como ejemplo. Y esto se uniría a las reglas de la preceptiva para reiterar su pertenencia a un mundo clásico. Clásico además porque la alegoría empieza a despreciarse justo cuando se rechaza el clasicismo al advenir el romanticismo. Goethe la considera una forma menor de poesía cuando afirma: "Hay una gran diferencia entre un poeta que busca lo particular en lo general y lo general en lo particular. El primero da origen a la alegoría, mientras que el segundo lo usa sólo como ejemplo de lo general; ésta es sin embargo la verdadera esencia de la poesía: la expresión de lo particular sin ningún pensamiento de, sin referencia a, lo general". Aunque la definición de lo que es alegoría no es estática y por la palabra y su significado pasa la historicidad y se plantean muchas discusiones sobre el verdadero sentido de la alegoría, quizá la definición de Goethe es bastante adecuada como estereotipo y puede servirnos porque es una definición corriente y porque de ella se deduce un rechazo característico de los dos últimos siglos.
Monterroso acepta complacido el carácter alegórico de sus textos, en donde se usa, según él, esa figura retórica que consiste "en hacer patentes en el discurso, por medio de varias metáforas consecutivas, un sentido recto y otro figurado, ambos completos, a fin de dar a entender una cosa expresando otra diferente". Y claro, las definiciones de la Real Academia son dignas (y lo han sido) de un breve texto de Monterroso en que repudia las metáforas, haciéndonos caer en una confusión mayúscula cuando lo vemos elogiando la alegoría y rechazando la metáfora. "Huyo de las metáforas, sólo los malos escritores se ponen felices con ellas". Y bueno, quizá lo mejor es creerle a Monterroso y no al diccionario y pensar que en la alegoría no deben entrar en juego las metáforas, porque para Monterroso lo metafórico es negativo y lo alegórico es positivo, pero también dice que la alegoría es un producto de varias metáforas. Pero sigo: la alegoría tiene que ver con el apólogo que organiza como la fábula moralejas. Gilbert Durand dice en "La imaginación simbólica": "La alegoría es traducción concreta de una idea difícil de aprehender o de expresar fácilmente. Los signos alegóricos contienen siempre un elemento concreto o ejemplar del significado" y Jung asegura que la diferencia entre "una representación simbólica y una representación alegórica reside en el hecho de que la última ofrece únicamente una noción general, o una idea que es diferente de ella misma, mientras que la primera es la idea misma convertida en algo sensible, encarnada". Con lo que se demuestra que sólo coinciden las definiciones cuando se habla de tomar lo particular y convertirlo en lo general organizando una ejemplaridad.
¿Y la autobiografía? Monterroso escribe, según su propia confesión alegórica, para divertirse o para que sus amigos le tengan envidia y el ingrediente que se utiliza es el ingenio, además la idea esencial que parece surgir de los textos es una medición de la inteligencia casi como sustituto de la altura física: los gigantes son objetos de circo, avaros y estúpidos. Vuelvo a preguntar: ¿y la autobiografía? Está magnificada en la elección de un molde donde se va a verter acromegálicamente como en el "Diógenes también" de "Obras completas (y otros cuentos)" una mirada sobre el mundo, mirada que antes que nada inquiete sobre la minúscula figura del escritor, quien al mirarse inicia la alegórica distancia que media entre lo particular y su propia realidad y esa generalidad: "En mi caso -precisa Monterroso en 'Viaje...'-, no se trata de presentar ninguna costumbre para castigarla, ni riendo de ninguna manera. Todos somos tontos. Si en mi libro aparece gente tonta es porque la gente es así y no hay nada que pueda hacerse. Cuando siendo adolescente leí 'El diablo cojuelo' me impresionó la frase: 'Todos somos locos, los unos de los otros' y me di cuenta de que así era. Después leí en Gracián que 'son tontos la mitad de los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen', de manera que lo mejor es tratar de averiguar en qué mitad está uno".
Y en la averiguación se va la vida, es decir por ella pasa la propia vida, el tiempo buscado y el perdido y el que se concentra en la literatura, mas si todos son tontos y no hay posibilidad alguna de cambiar a nadie y no se tiene la ilusión que tenían los antiguos moralistas respecto a cambiar al hombre fustigando sus costumbres, ¿para qué se escribe? Para divertirse, insiste Monterroso. Y si además de divertirse el texto es inteligente aunque el autor insista en que todos somos tontos, ¿en dónde para el ingenio? Aquí se prepara la difícil tensión, la cuerda floja donde el equilibrista Monterroso se detiene con toda su estatura: la observación de la propia tontería o de la vanidad de vanidades que todos llevamos dentro y sobre todo si se es escritor y la fama (?) puede alcanzarnos, entonces hay que decir: "Pero lo poco que pudiera haber tenido de escritor lo he ido perdiendo a medida que mi situación económica se ha vuelto demasiado buena, que mis relaciones sociales aumentan de tal forma que no puedo escribir nada sin ofender a alguno de mis conocidos, o adular sin quererlo a mis protectores y mecenas, que son los más". Y claro, aunque esto es de broma y es una declaración dicha en una entrevista y al autor hay que tomarlo por lo que escribe como autor y no por sus confesiones autobiográficas, lo mismo se ha dicho en "El mono que quiso ser escritor satírico", donde cualquier intento de sátira se estrella contra la posibilidad de ofender a los animales que nos rodean. Y uno se cura en salud y pone en salmuera a los demás y se logra otro de los propósitos de la escritura: "ver mi nombre en el periódico y que algún amigo se moleste al verlo".
Además, determina una incisiva y cuidadosa ojeada a la propia particularidad pero, para condensarla en una breve y violenta textualidad que nos ilumine ordenando el desorden asiático de la realidad (según palabras de Borges a quien Monterroso excluye del catálogo de Gracián), hay que renunciar a la pequeña y propia vida, hay que cancelarla en la escritura para que ésta se nutra de ellas, explicación elemental que nos hace entender por lo menos el tamaño de Monterroso y su olfato, porque como él mismo lo dice en "Estatura y poesía", los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista: "Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño. Ni mi padre ni mi madre fueron altos. Cuando a los quince años me di cuenta que iba para bajito me puse a hacer cuantos ejercicios me recomendaron, los que no me convirtieron ni en más alto ni en más fuerte, pero me abrieron el apetito. Eso sí fue problema porque en ese tiempo estábamos muy pobres". Lo que no deja de ningún modo de ser totalmente autobiográfico pero también alegórico, porque lo que Monterroso no confiesa en ese texto aunque se deduzca alegóricamente de él, es que Monterroso sacrificó su estatura para alimentar sus textos y al sacrificarse así para crecer en la escritura se quedó chiquito.