3 de abril de 2013

Entremeses literarios (CLXVI)


NAPOLEÓN BONAPARTE
Miroslav Scheuba
Chile (1950)

Si Napoleón Bonaparte hubiera sabido que una marca de las mejores bebidas espirituosas iba a ser conocida en todo el mundo por su nombre, no hubiera elegido la carrera militar. El gran Corso no hubiera batallado en Italia, nadie se acordaría de la batalla de Marengo ni de la sedienta toma de Alejandría; mucho menos, de la batalla de Austerlitz. Finalmente, Napoleón no hubiera tomado ese trago amargo que fue la batalla de Waterloo y se hubiera dedicado de entrada a la fabricación de cognac.


LA BALLENA AZUL
Héctor Tizón
Argentina (1929-2012)

Tal vez a legua y media de Yala -lo cual antes era mucha distancia, cuando la velocidad no había im­puesto su ritmo a la vida y el hecho de nacer en un lu­gar era primordial o importante- estaba el poblado de Los Molinos; quizá no un poblado -meros rastros de una antigua merced- sino tan sólo unas cuantas vi­viendas junto a la gran sala donde durmió el general Belgrano. La casa todavía existe, casi en ruinas, ahora al costado de una alevosa carretera que le expropió buena parte de su huerta y los terrenos asúrcanos, de­jándole el torreón de las palomas, las verandas y el muro, algunas palmeras y dos o tres nísperos hueros y obstinados. De esa casa conservo un olor, un claroscu­ro, algunos pedazos del cielo entre las alfajías de su te­chumbre cariada, la figura silenciosa de una mujer marchita, de cabellos negros y larga pollera verde; una luminosidad y unos zumbidos de alma en pena deam­bulando a la hora de la siesta. También están presentes otros ruidos, confusos o amortiguados o inexistentes, como ecos de aquel mundo muerto tiempo atrás, que acabaran de llegar. En una de las habitaciones de esa casa, frontera de una acequia -espacio pircado de por medio, con pisingallos y matas de frutillas silvestres creciéndole en los costados- estaba el aula donde fun­cionaba la escuela. En esa escuela, al igual que en todas las demás es­cuelas a las que fui después, no recuerdo haber aprendido nada que me sirviese, pero tengo unidas aquellas imágenes docentes y sucesivas con la idea de la crueldad, la humillación, el deber impuesto, au­toritario y castrador, la educación dictada a palos, al margen del ritmo de nuestra vida, propinada con el extraño lenguaje de los manuales y las cartillas, que tragábamos a viva fuerza, como un alimento ajeno, caimo y forzoso. La clase daba comienzo cuando la maestra -en­tonces una señora ad honorem- llegaba a bordo de un rugby de bronces coruscantes conducido por un hombre flaco y mudo, a veces mucho después que todos nosotros. Los bancos eran para dos alumnos y yo me sentaba junto a una niña gorda, de unos trece años, entenada de un puestero de San Pablo de Re­yes, que aparecía, siempre la primera, de a pie, o a menudo montada en un burro con árganas de vari­llas de sauce que su padre empleaba para recolectar las verduras. No tenía guardapolvo; tenía ojos viva­ces pero desconfiados y cautelosos como los de un pájaro y se llamaba Pancha; de tarde servía en casa del hacendado Muñoz, para peinar a la dueña, des­piojarla y destrenzar y trenzar sus largos cabellos. Era unos cinco años mayor que yo. El aula era una sola y del primero al cuarto grado todos íbamos juntos. Había, en un rincón, un esquele­to humano, de pie, colgado de una vara y en la actitud tambaleante de un borracho; en el otro rincón había una alta percha de astas y al frente y hacia arriba un retrato de prócer con cara de oligofrénico. La maestra ese día repartió las pizarras y tres pedazos de tiza de colores distintos entre algunos alumnos, y dijo:
- Hoy van a dibujar una ballena. La ballena es un cetáceo mamífero, que vive en el mar; y tiene esta forma que yo hago en el pizarrón. Copien.
Era un asunto deslumbrante y maravilloso para quienes vivíamos en las montañas y jamás habíamos salido más allá de cinco leguas a la redonda. Ni las pizarras ni las tizas alcanzaron para mí, que tuve que mirar cómo trabajaba Pancha. Al cabo de diez minutos la maestra, que luego de dibujar en el pizarrón había permanecido en su escritorio masticando sen-sen en silencio, vino a pasearse entre los bancos para observar el trabajo. De ese momento ahora recuerdo las gastadas baldosas del piso, el taconear de sus zapatos y el aleteo espantadizo de algún murciélago en la cumbrera tenebrosa del techo, cuando sonó la bofetada junto a mí.
- ¡Idiota! -gritaba la maestra con la pizarra de mi compañera de banco en sus manos-. ¡Has pintado de azul la ballena! ¿De qué color entonces habrías de pin­tar el mar? ¡Fuera de aquí, pedazo de burra!
No me di cuenta en qué momento Pancha desapareció del aula. Dicen que primero estuvo llorando sentada entre las matas, debajo de unos tarcos. Después, seguramente huyendo del pavor del mar y la pedagogía, nunca más volvió a la escuela. Yo me salvé, ignorado, tal vez porque mi padre juga­ba al ajedrez y vivíamos en una casa blanca.


LAZOS FAMILIARES
Fernando Vicente
España (1972)

Cuando entro en casa después de las clases en la universidad, miro a la izquierda, hacia la cocina, y veo a mi madre asomada a la ventana, con los codos apoyados en el alféizar y la barbilla sobre las manos todavía enguantadas tras fregar los platos. Por la espalda se le derrama una catarata de cabellos rojizos. Si le preguntara qué hace, confesaría que todavía guarda la esperanza de que un día verá regresar a mi padre. Entonces, miro a la derecha, hacia el salón, y veo a mi padre tumbado en el sofá, buscando con desgana un canal en el que emitan alguna película de Rita Hayworth. Y yo me quedo indeciso en el zaguán, temeroso de que a mi paso se rompa el hilo, quizás frágil, que aún les une.


CÉLINE
Cecilia Pavón
Argentina (1973)

Estoy a punto de abrir el libro de Céline "Muerte a crédito" que compramos en el supermercado junto a bifes y zanahorias. "Muerte a crédito" de Céline: "Aquí estamos solos otra vez. Es todo tan lento, tan pesado, tan triste... Pronto seré viejo y por fin se habrá acabado...". Voy a dormir con este libro bajo la almohada para soñar con él. A la mañana diré: fue una buena compra. Fue una buena compra, lo leeré en el balcón que da a los edificios. Lo leeré sola, perdida en la ciudad.


EL NÁUFRAGO Y EL CARACOL
Alfredo García Valdez
México (1964)

Náufrago en una isla desierta, cercado por la desesperación como por un mar de aguas trastornadas, el hombre tomó el enjoyado caracol de sobre la are­na. En su primer crepúsculo de abandono, se lo llevó a la ore­ja y escuchó: sirenas de barcos que podrían salvarlo, chillidos de gaviotas, la canción de una dulce ballena, el eco de sus gri­tos de ese día, angustia de náufragos en islotes semejantes al suyo, rumor de orquesta en cruceros transoceánicos, el sonido de un delfín llamando a su cría, blasfemias de marinos borra­chos, loros repitiendo versículos de la Biblia, canciones de mar en español antiguo, choque de escudos normandos, comer­ciantes fenicios recitando a gritos el alfabeto a los peces, prue­bas nucleares en atolones de coral, guerra de barcos chinos fa­bricados con papel, el silbato del capitán Graaf van Spee, el ro­mance enigmático que hechizara al conde Arnaldos, y el can­to de las sirenas que la armonía del mar modulaba, dejándolo en una escala más soportable. Extenuado, bajó el hermoso aparato y lo tendió sobre la arena. Solo en el espacio numeroso y el tráfago de los siglos, consumido en el centro de los su­cesos fáusticos, el hombre se preparó a morir. Rechazaba el rescate, después de haber rescatado él mismo al mar en la ur­na fatigada del caracol.


IRINA
Beatriz Alonso Aranzábal
España (1963)

No sé si os pasa, pero yo nunca logro evitar que los restos de ceniza manchen la madera del mueble del comedor. Dejo que se acumulen y luego soplo para que queden esparcidos. Y cuando viene Irina, los miércoles, saca el paño y borra de una pasada la palabra que he dibujado con el dedo. Aunque al principio me divertía poniendo refinados insultos, incomprensibles para una ucraniana recién llegada, luego empecé a declararme en varios idiomas, menos el suyo. Hoy sin embargo se ha marchado antes de tiempo, y sin despedirse. Justo hoy que le había dibujado un corazón.


INTRUSOS
Sara Lew
Argentina (1974)

Los intrusos irrumpen en los sueños sin ser llamados, los extraños están ahí pero no son reconocidos. Ambos merodean en la nublada conciencia de la mañana, fisgoneando entre mis recuerdos, reemplazando imágenes caducas por sus espléndidas figuras; enunciando lo que siempre quise escuchar para acallar lo que nunca debí oír. Sus restos se ocultan en los frunces de mi improvisada cama, que yo me niego a sacudir, para no espantarlos. Doblo mis mantas, pliego los cartones y ruedo por las calles buscando basura. Todavía me pican los intrusos en la cabeza.


LA CARTA
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

Que llevara siete sellos le pareció excesivo. Preocupante. Los despegó uno a uno con mucho tiento y abrió la carta certificada. Un ejército de falsos profetas, tronos, plagas, cuernos, copas y números salieron en estampida y llenaron la habitación. Cuando por fin cesó el sonido de las trompetas y las multitudes se retiraron a las esquinas, sacó el documento del interior del sobre con pulso indeciso. En el mismo instante en que la temida notificación de desahucio entró en contacto con la atmósfera, las estrellas cayeron y el sol se oscureció, escenificando así el primer acto de su particular Apocalipsis.


ADRIÁN Y YO
Paloma Amaya
Chile (1983)

Con Adrián vivimos en el centro. Me hace reír mucho. Está convencidísimo de que es un asesino en serie. "Soy un roba almas", dice mientras nada inquieto de un lado a otro en la pecera que le compré. Últimamente está muy callado. Intenté hacerle cariño, pero inmediatamente comenzó a dar saltitos acrobáticos queriendo morderme algún dedo. Se cree piraña. Un domingo lo vi devastado, así que disolví 1/4 de fluoxetina en su agua y me tomé otra pastilla yo. Estuvimos toda la tarde mirando fijo por la ventana, tarareando canciones en inglés. Es que a veces nos sentimos muy solos.


ESE CHICO TIENE PROBLEMAS EN SU CASA
Ildiko Nassr
Argentina (1976)

Esta mañana, en clase, un alumno se transformó en perro. Siempre me pierdo la acción en mi afán de copiarles la teoría en la pizarra. Después de la confusión, les pregunté a sus compañeros, disimulando mi curiosidad. Ninguno supo precisar el momento exacto en que ocurrió la transformación. No fue paulatina, sino sorpresiva. Los adolescentes, en general, no dejan de sorprenderme. Sin embargo, en todos estos años de docencia, jamás había estado tan cerca del alumno-perro. Se transformó descaradamente en mi clase y me lo perdí. No un cancerbero, ni siquiera un perro negro. Un perro lanudo, común, despeinado, que no llamaría la atención si no supiera que es López, el del tercer banco a la izquierda. No recuerdo su nombre de pila. Sólo su pelo desteñido y despeinado, como si nunca se lo hubiera lavado o peinado. Un chico común, con mirada perdida, como drogado. Un perro común, con mirada de perro, como hambriento. Hablé con la psicóloga del colegio y me dijo:
- No puedo creer hasta qué extremos está dispuesta a llegar la gente para llamar la atención. Ese chico tiene problemas en su casa.
Vaya si los tiene, pensé.
- Su padre los abandonó cuando él nació, porque era diferente a lo que esperaba. No sé qué quería este tipo, si lo vieras. Creo que se parece al chico, cuando se transforma. Una cara de perro impresionante.
Después de la transformación, el perro escapó del aula y sus compañeros tuvieron que buscarlo. Hasta que volvieron mi hora había terminado. Definitivamente, siempre me pierdo la acción.