11 de octubre de 2013

La escritura, el sostén de la segunda memoria

Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) decía en su “De interpretatione” (De la interpretación) que “los sonidos emitidos por la voz son los símbolos de los estados del alma, y las palabras escritas los símbolos de las palabras emitidas por la voz”. Para el filósofo griego, la voz, productora de los primeros símbolos, tenía una relación de proximidad esencial e inmediata con el alma. Varios siglos más tarde, Georg W.F. Hegel (1770-1831) agregaría en su “Phänomenologie des geistes” (Fenomenología del espíritu): “La escritura expresa sonidos que son ya, en sí mismos, signos. Consiste, por lo tanto, en signos de signos. Se deriva de ello que aprender a leer y a escribir debe mirarse como un medio infinito de cultura que nunca se aprecia lo suficiente; pues de esta manera el espíritu, al alejarse de lo concreto sensible, dirige su atención sobre el momento más formal, la palabra sonora y sus elementos abstractos, y contribuye de manera esencial a fundar y purificar en el sujeto el suelo de la interioridad”.
Veinte años después de que el filósofo alemán publicase la que sería su obra más importante, fueron encontrados en Engis, Bélgica, unos restos fósiles (concretamente dos cráneos) por el paleontólogo belga Philippe Charles Schmerling (1790-1836). Luego, en 1848, otros restos de similares características serían encontrados en una caverna en el peñón de Gibraltar. El cráneo allí descubierto era muy diferente al del hombre actual, pero más cercano a él por su capacidad y forma que los hallados en el curso de excavaciones anteriores. El descu­brimiento conmovió fuertemente al mundo científico pues, al parecer, dichos restos óseos perte­necieron al antecesor más inmediato del Homo Sapiens: el hombre de Neanderthal, nombre que tomaría recién en 1856 cuando el paleontólogo alemán Johann Carl Fuhlrott (1803-1877) desenterrase otro cráneo similar a orillas del río Neander, en Düsseldorf, Alemania.
El hombre de Neanderthal, un individuo de baja estatura pero de miembros vigorosos, fue el resultado de siglos de evolución y apareció sobre la tierra hace apro­ximadamente unos doscientos cincuenta mil años. Durante doscien­tos milenios subsistió cazando y recolectando frutos en las praderas, después aprendió a ha­cer fuego y gracias a éste tendió los primeros puentes para el desarrollo de la cultura. En primer término pudo establecerse en si­tios fijos, pues el fuego ahuyentaba a las fieras y le permitía protegerse del frío. Sus rudimen­tarios hogares le sirvieron para dar solidez a los vínculos familiares y posteriormente crear for­mas incipientes de organización social. Tam­bién comenzó a transformar la naturaleza con ayuda de herramientas y, con el afán de imitar el sonido, creó el len­guaje y después, en su interés por copiar lo que veía, untándose los dedos con carbón realizó sus primeros dibujos formales en las paredes de las cavernas. En el Paleolítico Superior, hace treinta mil años, el hombre de Neanderthal había desapa­recido dejando paso al de Cro-Magnon. Con él la pintura ru­pestre alcanzó una gran calidad artística mani­festada en el sentido de la forma y los colores. La figura humana estilizada apareció en gru­tas de Africa, Europa y Asia realizando accio­nes como bailar, cazar con flechas, pelear, etc.
Resulta difícil precisar qué motivos empuja­ron a nuestros antepasados a dibujar, aunque lo más probable es que haya sido el reflejo de su capacidad intelectual para abstraer y representar su realidad. Al entregarse a la pintura, el hombre había concentrado una nueva categoría del pensa­miento, gracias a la cual sería posible crear la escritura y con ella la civilización. Tal como escribió en 1925 el arqueólogo e historiador nor­teamericano James Breated (1865-1935), la escritura ''ha influido más en la elevación de la raza humana que ninguna otra proeza intelectual en el progreso del hombre". Al comprender que la roca le servía para transmitir información, el hombre probó otros tipos de lenguajes útiles para dar indicaciones sin necesidad de hablar, o para recordar cifras o caminos, o para comunicar, por ejemplo, la muerte de un semejante. No sólo trazó señales sobre la tierra o mensa­jes en las rocas, también anudó cordeles -como lo hicieron los incas y los chinos- para contabilizar. En el origen de la escritura está, pues, la pintura. La propia raíz de la palabra escribir lo indica con claridad: “scribere”, en latín, signifi­ca grabar.
Con el tiempo los dibujos utiliza­dos para comunicar hechos o situaciones se fue­ron concretando en líneas esenciales, de mane­ra que llegó un momento en que los seres hu­manos tuvieron símbolos para cada objeto del mundo exterior. A éstos se los llamó pictogramas y fueron empleados incluso en la narración de anécdotas, pero nunca para expresar ideas. Durante más de quince mil años el ser humano empleó la llamada escritura pictórica, que hoy puede juzgarse como un precedente poco ela­borado de la escritura sistematizada. El desarrollo cultural fue dándose con lentitud extrema si se compara con los avances registrados en los últimos dos mil años. Así y todo, durante los periodos Mesolítico (10.000-6.000 a.C.) y Neolítico (6.000-2.500 a.C.) el hombre co­menzó a vivir en chozas y diversificó utensilios.
Se han hallado numerosos yacimientos de pin­turas grabadas correspondientes a la cultura aziliense, que prosperó en los Pirineos franceses en la fase inicial del Mesolítico, y ellas indican que ésta no fue una época de grandes logros. En cambio, durante el Neolítico el hombre se convirtió en agricultor, aprendió a do­mesticar animales como perros, cerdos, bueyes y corderos, y también a traficar en base al true­que. Pero quizá lo más significativo de esa eta­pa haya sido el nacimiento de las aldeas o poblados.
"Tierra entre los ríos" denominaron los grie­gos a la patria de los sumerios, cuna de la civilización en más de un sentido. Sus habitantes no sólo inventaron un sistema de escritura que revolucionaría la comunicación humana, sino que fundaron entre los ríos Tigris y Eufrates, en lo que hoy es Iraq, los primeros centros urbanos surgidos hace cinco mil años. Al parecer, los pueblos mesopotámicos se ins­talaron en la región durante el año 8.000 a.C. y desarrollaron la agricultura a tal punto que cada aldea pudo alimentar dos mil o más habi­tantes. Esta prosperidad trajo consigo la nece­sidad de llevar registros de los bienes producidos, la que se satisfizo atando a los objetos etiquetas de arcilla o yeso, donde con un sello se indi­caba el nombre del propietario.
Entre los años 5.000 y 2.500 a.C. tuvo lugar la diversi­ficación de las razas, que se distribuyeron por áreas de Europa, Africa y Asia. Para entonces ya existían varios pueblos organiza­dos en grandes comunidades y los más avanza­dos -entre los que cabe mencionar a egipcios, cretenses y sumerios- habían conseguido ex­presar, utilizando signos, verbos como llorar, pensar, ir. Los primeros en lograrlo fueron los escribas sumerios, los que optaron, para dar un ejemplo, por dibujar una boca cuyo signo sería leído como "hablar'' si así lo exigía el contexto de la lectura. De esta forma había nacido el tipo de escritura ideográfica, aquélla que con un sólo símbolo puede manifestar ideas o palabras completas.
Tiempo después, los mismos sumerios inten­taron representar también los sonidos y utiliza­ron el símbolo de la flecha para escribir vida, pues las dos palabras -flecha y vida- se pro­nunciaban “ti” en su lengua. Sin imaginar los alcances de su hallazgo, este pueblo había inventado el signo fonético, que denota sonidos y es el primer paso de importan­cia fundamental en la evolución de la escritura. Otras civilizaciones de la antigüedad adopta­ron los fonogramas, pero siguieron utilizando pictogramas e ideogramas como los egipcios y los chinos.
Hacia el año 515 a.C. Darío el Grande (549-486 a.C.), rey del Imperio persa, mandó tallar en la Roca de Beshitun (en lo que hoy es la provincia de Kermanshah, al oeste de Irán), la inscripción más extraordinaria del mundo antiguo. Todavía hoy puede observársela: la figura del monarca persa aparece grabada en tamaño natural junto a diez prisio­neros; después viene el mensaje ubicado a 110 metros del suelo, con 20 metros de ancho y 6,6 de altura. En total, mil trescientas seis líneas escritas en persa antiguo, acadio y elamita, ejemplos notables de la escritura cuneiforme (en forma de cuña) que inventaron los sumerios en el tercer milenio a.C., después imitada por los pueblos se­mitas que fueron sus conquistadores. Dichas escrituras encerraron el codiciado se­creto de numerosas culturas anteriores a nues­tra era hasta 1857, año en que el orientalista británico Henry Rawlinson (1810-1895) logró descifrar la proclamación im­perial del reinado persa contenida en sus líneas. La gran extensión del texto permitió encontrar la clave de signos que, para el hombre moderno, fueron mudos durante largo tiempo. Posteriormente, pudo demostrarse que los semitas no habían inventado la escritura cuneiforme, ni tampoco habían sido los primeros poblado­res urbanos de Mesopotamia meridional como se pensó durante más de cinco siglos.
En 1877 fueron encontradas mil tabletas con signos sumerios, y en 1889 se hallaron otras treinta mil en Nippur, centro cultural de ese pue­blo. Gracias a esos descubrimientos fue posible re­llenar importantes espacios en blanco de la his­toria y conocer con todo detalle nada menos que el surgimiento y desarrollo de la escritura. Fueron halladas también tabletas con símbolos picto­gráficos dibujados en 3.100 a.C., que en su ma­yoría representaban vacas, ovejas, cereales y números. Los primeros intentos formales de es­critura (luego que los sumerios habían convertido los pictogramas en ideogramas cuneifor­mes, en una búsqueda simultánea de comodi­dad para trazar sobre la arcilla y de mayor pre­cisión de la lengua escrita), fueron visibles en pie­dras sagradas, jarrones, estatuas y otros objetos que llevaban nombres y relaciones de sucesos. Más tarde aparecieron contratos de tierras y, por último, enormes tablas con listas de pala­bras que utilizaron los estudiantes en las escue­las posteriores al 2.300 a.C., cuyos programas eran amplios y severos. Para esas fechas cada signo tenía un valor específico que nadie podía modificar, lo cual indica ya una organización de la escritura como sistema de comunicación.
Una vez que los eruditos estuvieron en con­diciones de precisar el desarrollo del sistema sumerio, resultó sencillo rastrear los orígenes de otros tipos de escritura. El egipcio, por ejem­plo, fue una invención original totalmente acorde con la lengua y pensamiento nacionales. Co­mo el sumerio, había nacido de la escritura pic­tórica: dibujos de animales y plantas que des­pués evolucionaron para representar vocablos y más tarde sonidos. Cuando el sistema estuvo desarrollado contó con setenta y ocho signos fo­néticos.
Gracias a una pequeña inscripción hecha en 1.700 a.C. por los habitantes de la península de Sinaí, quienes trabajaban en las minas de los faraones, se sabe que dieciocho signos egip­cios fueron incorporados a los sistemas semíti­cos -fenicio, árabe, arameo, etíope- y for­maron un silabario de veintidós símbolos. Esta escritura se propagó con rapidez entre los pueblos semitas y fue utilizada ampliamen­te durante más de dos siglos con los caracteres cuneiformes de Siria y Fenicia. Ocho o nueve siglos más tarde surgiría de ellos el primer alfabeto moderno, el griego, y merced a su influen­cia el hebreo, romano, brahmí, siríaco y arábi­go.
Mucho antes de que eso sucediera, sin em­bargo, la escritura y los pocos que tenían acceso a ella habían alcanzado un rango social muy alto. En Sumeria, al igual que en Creta y Egipto, los únicos privilegiados eran los sacerdotes, los primeros letrados. Ellos se encargaron de orga­nizar el pensamiento en base a la tradición oral y las creencias primitivas. De esa forma, la escritura no sólo fue conce­bida como "madre de la elocuencia y padre de artistas" (proverbio babilonio), sino también como un "don de los dioses". Tal conocimien­to, al que se confería un carácter sagrado, estu­vo vinculado durante muchos siglos sólo a las clases dirigentes. De todas maneras, gracias a la escritu­ra se unificaron las culturas urbanas y se sentaron las bases del pensamiento reflexivo sobre al acopio seguro de datos. Empero, las primeras creaciones de la escri­tura fueron tradiciones literarias. Estas llega­ron hasta hoy inscritas en múltiples materia­les. Los documentos cuneiformes de Mesopotamia, que abarcan del año 2.000 al 800 a.C., se grabaron sobre arcilla blanda que luego sería cocida.
Las colecciones egipcias de matemáti­cas, astronomía, medicina, religión e historia quedaron estampadas en los muros de las pirá­mides, en grandes tabletas de arcilla y poste­riormente -hacia el siglo XIII a.C.- sobre papiro, espe­cie de papel tosco fabricado con la planta del mismo nombre. Por su parte, los chinos empe­zaron con el tallado en hueso y bronces, siguie­ron con la escritura sobre seda, bambú y madera, para finalmente trabajar sobre el papel por ellos inventado.
Con los siglos fueron estableciéndose nume­rosos "centros del saber" en todo el Oriente Cercano. Asiria, ubicada en el valle superior del Tigris, fue el corazón de la cultura de 900 a 600 a.C., con su gran biblioteca de Nínive; al tiempo que Siria, Fenicia y Palestina, ciuda­des surgidas frente a Mesopotamia, Creta y Egipto ensancharon sus confines bajo la tutela de los faraones y la influencia babilónica. El crecimiento de las ciudades propició la ex­pansión de la escritura a otros grupos sociales. Cortesanos, comerciantes e incluso jefes mili­tares tuvieron cargos de escribas y fueron, asimismo, responsables de la transformación de muchos sistemas, como el simplificar los caracteres cuneiformes. Comenzaron a aparecer diccionarios en sumerio, acadio y heteo, así como listas de sinóni­mos en varias lenguas. En China, sin embargo, la escritura -que se desarrolló con total independencia- fue utilizada únicamente con fines políticos hasta el siglo VII a.C. Tan importante era ese aspecto que un antiguo texto reza: '' Los hombres santos de remotísimos tiempos anu­daron cuerdecitas con el fin de gobernar”.
Mientras todo ello sucedía en Oriente, la gran cultura griega se gestaba en el suroeste de Euro­pa, frente al Mar Egeo. Simultáneamente a la proliferación de centros del saber, los griegos ya estaban organizados en tantos Estados como islas había en sus dominios. Hacia el siglo VII a.C. mantenían estrecho contacto con Meso­potamia, Egipto y Siria a través de los comer­ciantes y marinos de esos pueblos. Fue alrededor del siglo VIII a.C. cuando apa­reció el alfabeto griego, padre del que hoy se utili­za en Occidente. El hombre había registra­do una nueva victoria con ese abecedario que conquistaría a la civilización. Por aquel tiempo ese progreso permitió a sus creadores sistemati­zar conocimientos, tarea que no habían podido realizar con la escritura micénica anterior. Según comprueban diversas inscripciones, los griegos imitaron algunos aspectos de la escritu­ra fenicia que los condujeron a la invención de las vocales. Los pueblos semitas señalaban es­tos sonidos con signos diacríticos (que cumplían la misma función que la diéresis actual), y al eliminarlos la cultura helénica dio con el pri­mer sistema fonográfico del mundo. A partir de entonces proliferaron los alfabe­tos locales en Grecia (aunque los más impor­tantes fueron el occidental y el oriental), y la escritura se hizo indispensable. En el siglo V a.C. ya se habían introducido los rollos de per­gamino que contenían códigos legales, guías pa­ra viajeros, obras literarias, filosóficas o incluso médicas.
La enseñanza de los antiguos griegos tuvo tal trascendencia que en la actualidad, y con excepción de las escrituras primitivas de Amé­rica y Africa más el pequeño grupo asiático derivado del chino (como el japonés), todos los sistemas en uso provienen del alfabeto semítico-griego, que dio origen a tres tipos básicos divi­didos en cientos de alfabetos. Cada uno nació conforme a las necesidades de la lengua que se deseaba transcribir. El hebreo y el árabe, por ejemplo, tomaron los sig­nos vocálicos griegos pero, en lugar de escribir­los junto a las consonantes, colocaron puntos, líneas y círculos equivalentes arriba o abajo de ellas. Después de Mahoma (570-632), los musulmanes desarrollaron la caligrafía con la idea de que era la forma artística más elevada, pues Alá había creado la escritura para transmitir su mensaje divino. Otro tipo de alfabeto es el que sirve para el indio y el etíope. La escritura (que en la actuali­dad sólo añade pequeños trazos vocálicos a las consonantes) llegó a la India desde Occidente a través de los alfabetos arameo y fenicio; pri­mero, durante el siglo III a.C., sirvió para fines mercantiles y sólo después fue adoptada por los intelectuales. Sin embargo, los libros, que antes se habían escrito en hojas de palmera, se generali­zaron hacía el siglo I a.C. y únicamente entre la clase sacerdotal. En realidad la India es uno de los pocos países donde el uso de la escritura no ha menoscabado la fuerza de la tradición oral.
Con todo, el sistema más sencillo y quizá por eso el más extendido en Occidente, es el que derivó del griego. Si se compara el alfabeto ruso con el latino o con el armenio será difícil concluir que descienden directamente del que in­ventaran los jónicos. Pero así es: los romanos tomaron su alfabeto, que después se extendería por toda Europa, del que los etruscos habían aprendido de los griegos de Cumas, la primera colonia de ese origen establecida en Italia. Los rusos, en cambio, adoptaron el suyo, con treinta y tres letras actualmente, del que compusiera Costantino (826-869) en Bizancio con elementos griegos y hebreos. De tales alfabetos, el más común fue el romano, de cuya lengua latina nació el idioma español. Primero con la expansión del Imperio y des­pués con la difusión del cristianismo, la caligra­fía del alfabeto latino fue diversificándose en Francia, Italia, España, Inglaterra y Alemania. Las cursivas del habla hispana son herencia de los primitivos tipos romanos, y en general las grafías que se impusieron en Occidente fueron un invento de los monjes irlandeses, quienes en el silencio de sus celdas se dedicaron a trazar sig­nos que buscaban la lectura fácil y no halagar la vista.
La escritura se consolidó definitiva­mente con la aparición del libro. Como en tan­tas otras cosas, fueron los chinos los primeros en elaborar algo aproximado a él. En Europa los primeros libros fueron pergaminos escritos a mano, los mismos que los religiosos adornaban con preciosos caracteres. Después de 1440 el libro se convirtió en un auténtico difusor de ideas gracias a la imprenta de tipos móviles inventada por el orfebre alemán Johannes Gutenberg (1398-1468), lo que transformaría la civilización occidental al posibilitar al aprendizaje organizado colectivamente. Cuatrocientos años después, el médico ruso Ludwik Lejzer Zamenhof (1859-1917) dio forma al más ambi­cioso proyecto de escritura universal: el esperanto, un alfabeto compuesto de veintiocho letras, de las cuales cinco son vocales, una semivocal y veintidós consonantes.
Como señaló el semiólogo francés Roland Barthes (1915-1980) en “Le degré zéro de l'écriture” (El grado cero de la escritura), ésta ha significado una revolución en el lenguaje y en el psiquismo y, con ello, en la misma evolución humana, ya que es una "segunda memoria" para el ser humano además de la biológica ubicada en el cerebro. Antes de la escritura sólo existía la tradición oral. La lengua oral, constituida por una "sustancia fónica", tiene en tal sustancia un soporte efímero y requiere que el emisor y el receptor coincidan en el tiempo (y antes de la invención de las telecomunicaciones, también era necesaria la coincidencia en el lugar). En cambio con la lengua escrita siempre es posible establecer una comunicación con mensajes diferidos, la praxis escritural hace que el mensaje pueda ser realizado en ausencia del receptor y conservado a través del tiempo.