10 de enero de 2014

Homero Alsina Thevenet. Personalidades del cine (10). Cecil B. DeMille (III)

El interés de DeMille por los temas religiosos y la actuación los heredó de su padre, quien fuera pastor de una iglesia episcopal y probara suerte como actor y escritor de varias obras representadas en el Madison Square Theater de Nueva York, y de su madre, la que, tras la muerte de su esposo, fundó una escuela para niñas y una compañía de teatro para mantener a sus hijos. Pero DeMille fue más allá y mezcló la religiosidad con el mercantilismo en sus gigantescas películas, con miles de extras, efectos especiales nunca vistos, escenarios monumentales y una voracidad descomunal por los beneficios económicos, un aspecto que tal vez proviniese de su paso por el directorio del Bank of Los Angeles (que más tarde se convertiría en el Bank of América), un puesto que le sirvió para vincularse con los grandes financistas de la industria cinematográfica.
Durante los años '20, la industria del cine en Estados Unidos tuvo un éxito arrollador. Miles de espectadores acudían a las salas para disfrutar del espectáculo. Pero, a partir de la Gran Depresión del año 1929, la industria hollywoodiense se encontró ante un dilema: habiendo invertido importantes sumas de dinero en sus producciones, comenzó a notar que las salas se vaciaban debido a la crisis económica que asolaba al país. Según DeMille, uno de los pioneros de Hollywood, los norteamericanos sólo sentían atracción por el sexo y el dinero, y Hollywood reaccionó en consecuencia. Para ellos, el cine era una industria pensada para ganar dinero, así que los directores recurrieron al sexo, la violencia, el adulterio o las drogas para volver a llenar las salas. Semejante despliegue en las pantallas pronto habría de chocar con el puritanismo del pueblo estadounidense. La cada vez más atrevida producción cinematográfica hollywoodiense iba paulatinamente ignorando, e incluso muchas veces contradiciendo, los principios morales tradicionales. DeMille, un vanguardista en la materia, en "Manslaughter" (El homicida) de 1922, filmó el primer beso del cine entre dos lesbianas. Y cinco años después, en "Rey de reyes", una sensualísima Jacqueline Logan (1901-1983), en el papel de María Magdalena, enloquecía a los espectadores. Y fue más lejos aún en "El signo de la cruz de" 1932, en la que Claudette Colbert (1903-1996) destilaba erotismo y se bañaba con leche de cabra.
La llegada de la censura fue un hecho para nada inesperado, aún para los propios estudios los que, temerosos de que el gobierno interviniera para salvaguardar los tan mentados principios morales, crearon la Asociación de Productores y Distribuidores de Cine de América (MPPDA) para ser ellos mismos los que se ocupasen de esta tarea. Así fue como nació el denominado Código Hays, un código de producción cinematográfico que determinaba con una serie de reglas restrictivas qué se podía y qué no ver en las películas. Tomó el nombre del primer presidente de la MPPDA, William Hays (1879-1954), un ultra conservador perteneciente al Partido Republicano que ostentaba en su haber una "moral intachable" y un pasado como diácono presbiteriano. A DeMille poco le importó este código y se las ingenió, utilizando los relatos bíblicos, para mostrar mujeres de pechos exuberantes, diálogos lascivos, escenas lujuriosas, orgías, crímenes y lenguajes descarnados.
Los dueños de los Estudios Paramount consideraban que los filmes bíblicos eran un pésimo negocio y, por eso, no quisieron financiar "Sansón y Dalila". Sin embargo DeMille puso en la primera escena a Hedy Lamarr (1914-2000) sentada en un muro con las piernas abiertas con la excusa de que era una escena del Antiguo Testamento, lo que embaucó a los censores, y asunto solucionado. El film se convirtió en el más taquillero del año 1950. Algo similar ocurrió con "Los diez mandamientos" seis años después, cuando dio a las exuberantes Anne Baxter (1923-1985) e Yvonne De Carlo (1922-2007) dos papeles destacados en el film cuyo rodaje concluyó el 13 de agosto de 1955 y, luego del trabajo de montaje que le llevó hasta febrero de 1956, fue estrenado el 9 de noviembre de ese año. "Los diez mandamientos" batió todos los récords de taquilla y se convirtió en la segunda película más popular de la historia del cine hasta entonces, tan sólo por detrás de "Gone with the wind" (Lo que el viento se llevó) que había sido estrenada en 1939.
"Críticos tercos" es el título de la nota que Alsina Thevenet publicó en "El País" en julio de 1958, para cerrar el extenso artículo que escribió en ocasión del estreno en Uruguay de "Los diez man­damientos".

No es fácil librarse de Cecil B. DeMille en una historia del cine. Con todas las observaciones de orden estético que su obra ha merecido a través de los años, sigue en pie el hecho de que parte de esos films han ejemplificado tendencias y han penetrado demostrablemente en los gus­tos de una abundante proporción del público. Con setenta y siete años de edad, cuarenta y cinco de carrera, la fundación misma de Hollywood, setenta títulos realizados, dos Oscars de la Academia e in­finidad de distinciones dentro y fuera del campo cinema­tográfico, DeMille ha sido una figura importante. Ahora mismo, cuando otros ancianos han declinado hasta el anonimato, él presenta un film que es uno de los más largos jamás realizados, uno de los más caros, uno de los más exitosos. Y no sólo realiza cosas con entusiasmo ju­venil sino que hasta ha salido a pelear con los críticos que se han burlado de él en ésta como en otras ocasiones. 
Con menos años, menos films, más fracasos, seguramente más talento, otros realizadores han hecho mucho más por la estética del cine. Hace ya más de cuarenta años que David W. Griffith desarrolló el primer plano y el montaje co­mo medios de expresión cinematográfica; después Chaplin reunió extremos de patetismo y comicidad en una fórmu­la incansablemente imitada, mientras Erich von Stroheim elaboró un minucioso realismo de conducta y exploró el doblez de la psicología, cuando el cine de su alrededor ma­nejaba todavía muy primarios elementos dramáticos.
Aun­que DeMille fue contemporáneo de esas figuras, ninguno de sus primeros títulos ha aportado nada parecido. Y aunque perduró en el cine hasta hoy, ninguno de sus films modernos se ha acercado al lenguaje dramático que obtuvieron William Wyler, George Stevens o Elia Kazan. Como films de acción, los suyos tienen menos suspenso, menos dominio del tiempo cinematográfico, menos com­plejidad de percepción que lo que en el género han obte­nido John Ford, Fred Zinnemann o Anthony Mann. Y aunque no abundan en el cine americano los ejemplos de buen cine religioso, alcanza comparar los grandes frescos bíblicos de DeMille (los primeros "Diez mandamientos", "Rey de reyes", "Sansón y Dalila"), con films modernos de Jean Delannoy, Leo Joannon y especialmente Robert Bresson, para poder valorar la diferencia entre la religión co­mo pretexto espectacular y la religión como materia sen­tida e íntima. En el conjunto, y valorado con rigor, Cecil B. DeMille ha aportado poco o nada al cine. Él cree sin embargo que ha aportado mucho. Cuando le pidieron ele­gir los diez mejores films del mundo incluyó cuatro pro­pios en la lista; cuando le critican "Los diez mandamientos" con diversas burlas, ha editorializado pidiendo una crítica cinematográfica más seria, más enterada, más analítica, más respetuosa. La piedra de toque para ese editorial ha sido la crónica de "Time" sobre "Los diez mandamientos", donde uno de los tantos chistes verbales alegaba que el Éxodo del film era un "Séxodo".


Lo primero que debe saberse sobre el punto es que el cronista de "Time", durante los últimos años ha confundido reiteradamente la verdad con el ingenio, una acusación de la que sólo se libran los periodistas más aburridos. Con afán humorístico, superficialidad de análisis, consideración casi exclusiva de los argumentos y no de las formas, "Time" ha pronunciado diversas inepcias, algunas veces contra films respetables como "Juventud divino tesoro" de Ingmar Bergman (8 de noviembre de 1954), "El mundo silencioso" de Jacques Yves Cousteau (1 de octubre de 1956), "Todos somos asesinos" de André Cayatte (4 de marzo de 1957). Un resultado es que la crónica de ese semanario americano es cada día más inútil para el aficionado serio; otro resultado es que su página de lectores ha albergado ocasionalmente la protes­ta de William Wyler (19 noviembre de 1956) o de Billy Wilder ("me hallo crecientemente nauseado", 16 junio de 1958). Pero la crónica de "Time" sobre "Los diez mandamientos" (12 noviembre de 1956) es un poco más enterada, más descriptiva, más informada e informativa, más concentrada en lo im­portante de lo que Cecil B. DeMille quisiera hacer creer. El director finge sostener que no trae a colación esa cró­nica para refutarla "porque el film mismo se ocupa de eso", pero el caso real es que muchas otras críticas han dicho conceptos similares en otras partes del mundo. Y no se trata, como DeMille quisiera creer, de jóvenes inge­niosos que hacen un deporte de la crítica cinematográfica sin molestarse en ver bastante cine previo ni molestarse en valorar sus infinitos problemas de producción. El hecho cierto es que DeMille ha tenido la crítica en contra desde sus comienzos en el cine, justamente porque se ha dirigido a explotar los atractivos más vulgares y extendidos de la emoción pública: acción, sexo, espectáculo, religión. Esa crítica en contra ha sido firmada por estudiosos del cine.


Simon Harcourt Smith toma "Sansón y Dalila" como pretexto para seis páginas de análisis demoledor so­bre DeMille, a cuya obra llama "absurda parodia de la obra de Griffith" en el libro "Shots in the dark" de 1951. En el mismo libro, Paul Dehn, A. Jympson Harman y Paul Holt comen­tan el mismo film y acusan a DeMille de haber rees­crito la Biblia, embellecido y vestido a los protagonistas, descuidado la verosimilitud de su narraciónEn 1929 Paul Rotha escribe en "The film till now", lo que sería una historia del cine mudo y se pronuncia así sobre DeMille: "Aun­que su obra no puede ser aceptada con sinceridad es, sin embargo, una curiosidad. Brevemente, cabe pensar en DeMille como en un pseudo-artista con una preferencia por lo espectacular y lo tremendo, con un astuto sentido del mal gusto del tipo inferior de su público, ante el cual se inclina, y con una estima­ción por lo atrevido, lo vulgar y lo pretencioso". En 1937, en "Histoire du ci­nema", Maurice Bardeche y Robert Brasillach escriben: "En Cecil B. DeMille encontramos un hombre con otras preocupaciones, más cercanamente vincula­do con el arte. En esta figura pueden notarse los orígenes de mucho de lo que habría de orientar al cine hacia una brillante mediocridad". En 1939 Lewis Jacobs dedica en "The rise of the american film" ocho páginas al direc­tor, con un análisis de su extensa obra, para concluir que sus films poseen artísticamente poco valorEn 1948, en la reedición de "The film till now", Richard Griffith analiza veinte años de cine sonoro y señala que, en la obra DeMille, "nada en su enfoque o en su sentido de los valores se ha alte­rado en lo más mínimo. Durante los últimos quince años no hizo esfuerzo alguno para actualizar su téc­nica o sus temas, y hace tiempo que ha dejado de ejercer la influencia de sus comienzos. Y sin embargo las  recaudaciones fenomenales de sus films demuestran concluyentemente que existe un vasto público para temas pseudo-religiosos y patrióticos, por anti­cuados que parezcan a otros directores". En junio de 1952, Theodore Huff escribe en "Films in review": "Las escenas de ma­sas de DeMille carecen de un centro de interés y son invariablemente confusas; sus orgías consisten casi siempre de extras apretados que agitan sus brazos al unísono".


Todas las historias del cine tienen varias páginas so­bre DeMille. Es probablemente significativo que los libros puramente teóricos, más atentos a la estética que a la historia, prescindan de ese nombre; es el caso de Bela Balasz, en "Der film" y de Ernest Lindgren en "The art of the film". En un libro dedicado al mon­taje, "The technique of film editing", Karel Reisz sólo menciona una vez el nombre del director para señalar que "el decorador puede ser la figura clave en un film épico de DeMille". Crónicas más recientes sobre un film probablemente titulado "El espectáculo más grande del mundo" y sobre "Los diez mandamientos" ratifican la escasa vinculación que los críticos han encontrado entre DeMille y el arte cinematográfico. Comentando este último film dice "Time" en crónica famosa: "Es imposible evitar la impresión de que el realizador, sin duda involuntaria­mente, ha invocado el nombre del Señor en vano".
"Me pregunto si nunca se les ocurre a los críticos pre­guntarse por qué sus crónicas tienen tan poca relación con el éxito o el fracaso público de un film", escribe DeMille en un reciente manifiesto sobre la crítica cinematográfica. La respuesta es que los críticos se han planteado esa cues­tión. Algunas explicaciones son de su propia órbita: escri­ben en publicaciones de poco tiraje, o sufren de ignorancia, de largueza, de mala gramática, de pereza mental. Otras explicaciones más importantes: el cine llega a más público que las crónicas; el cine es un espectáculo directo, mientras las crónicas requieren una operación intelectiva a la que llega me­nos gente; hay propaganda para llevar gente al cine, pero no la hay para hacer leer crónicas; y aún con una crítica óptima y bien difundida, la con­sideración de calidad es sólo uno de los factores que deciden la concurrencia pública al cine.
Cuando DeMille pide críticas serias, honradas, construc­tivas, enteradas, está insinuando que si la hubiera (y la hay) sus films habrían sido más elogiados. Es una suposición errónea. La mejor crítica posible ha castigado a DeMille durante muchos años, pero críticos y realizador se están dirigiendo a públicos distintos; la obvia verdad es que DeMille no tiene interés en hacer obras de arte ni se siente inspirado por exigencias formales, sino que prefiere ex­plotar la credulidad, la simpleza y la más vulgar sensibilidad de un vasto público al que vende grandiosidad como si fuera grandeza. El que no entienda eso no sirve para crítico cinematográfico. Pero no hay que discutir con DeMille en vano.