18 de febrero de 2014

Evocando a Ingmar Bergman (3). La sagrada familia (Rodrigo Fresán)

La década de los '70 comenzaría con "Beröringen" (El toque), su primera película rodada íntegramente en inglés y también, quizás, uno de las más flojas e inconexas de su carrera. Producida puramente para el mercado hollywoodense, supuso uno de sus mayores fracasos de crítica. Pero luego llegaría "Viskningar och rop" (Gritos y susurros), una obra preciosista y atormentada, de intachable fotografía y escaso diálogo, que se encumbraría entre las más aplaudidas del director sueco. Durante 1971 y 1972, mientras rodaba y ajustaba este film, escribió un texto que es en cierto sen­tido su libreto. En forma similar a lo que hiciera con otros films, Bergman redactó una versión preliminar en la que figuran la anécdota y solamente algunos de los diálogos, pero sin ninguna indi­cación de técnica cinematográfica: ni primeros planos, ni fundidos, ni movi­mientos de cámara. Sólo hay algunas explicaciones incidentales sobre los personajes y la acción. Estas obsesiones, a veces poéticas y a veces truculentas, fueron la materia prima con la que Bergman dio forma a sus films más sentidos, films en los que en la vida interior de los personajes se alternan el pasado, el infierno, el amor, la búsqueda de Dios y, a veces, el toque grotesco o cómico de una pesadilla re­cordada en la lucidez. De todas maneras, esto constituyó tan sólo un costado de Bergman. Hubo otra vertiente en la que un Bergman profesional, or­denado y metódico, trabajó sus obsesiones y las convirtió en relatos cinema­tográficos para consumo ajeno. Sus mejores films nacieron de esa armonización. A la inversa, también realizó films en los que las obsesiones no estaban todavía manejadas por una competencia profesional y derivaban a relatos irre­gulares, con baches, asperezas y excesos, y otros films que, en el otro extremo, parecieron hechos por un artesano sin suficiente inspiración, como un juguete o como una concesión a poderosos mecanismos comerciales.
En perspectiva, puede afirmarse que "Gritos y susurros" integra la mejor parte de la obra de Bergman. "A través de tres décadas de cine -escribió el crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet (1922-2005) en la revista 'Filmar y Ver' nº 2 de septiembre de 1973-, Bergman ha mantenido una fidelidad consigo mismo de la que sería difícil encontrar parangón en todo el cine. En su propio texto descriptivo sobre 'Gritos y susurros' se adelanta a advertir que temas, intérpretes y per­sonajes son con escasas variantes los mismos de siempre ('sólo que ahora somos todos un poco más viejos') y efectivamente sería fácil enlazar las ideas de este asunto con las de varios precedentes del mismo Bergman. Eso es cierto en el detalle de las secuencias pero mucho más cierto en la temática general y en las inquietudes que transporta a su espectador. Con obstinación que supone un fundamento, Bergman se niega a tratar problemas sociales o eco­nómicos, ni historias de acción o de suspenso. Su mundo propio es el de las relaciones humanas, en términos de padres e hijos, maridos y esposas, pa­trones y sirvientes, más las inquietudes sobre Dios, el nacimiento, la muerte o el infierno, que conforman todo un cos­tado metafísico. Esa obstinación ha conquistado para Bergman el rechazo de algunos observadores por no ser bastante moderno: la simple respuesta es que la obra de Bergman no necesita ser actual porque ha llegado a ser permanente".
La década se completó con "Scener ur ett äktenskap" (Escenas de la vida conyugal), uno de los mejores ahondamientos en las relaciones de pareja llevados a la pantalla; "Trollflöjten" (La flauta mágica), en la que la ópera de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) es convertida en una fábula moral con ecos de la dramaturgia escénica teatral entremezclados con el lenguaje fílmico; "Ansikte mot ansikte" (Cara a cara), una película de una crudeza brutal y sumamente onírica en la que ahondó de la forma más oscura en la psique de una protagonista perturbada; "Ormens ägg" (El huevo de la serpiente), un curioso análisis del nazismo ambientado en el Berlín de los años '20; y "Höstsonaten" (Sonata de otoño), un film en el que exploró la relación filial sin edulcorantes, un conflicto entre una madre y una hija signado por un alto voltaje de amor y de odio, de cariño y al mismo tiempo rencor por viejas cuentas del pasado no saldadas.
Ya en los años '80, Bergman anunciaría su intención de retirarse de la pantalla grande para dedicarse exclusivamente al teatro. Alcanza a filmar "Aus dem leben der marionetten" (De la vida de las marionetas), un retrato complejo y estremecedor de un psicópata cuyas vicisitudes son narradas en forma semidocumental con diálogos deliberadamente inverosímiles y el uso de planos cortos y frontales; y, en 1982, presentó el que tal vez sea su film más autobiográfico, "Fanny och Alexander" (Fanny y Alexander), en el que aclaró retrospectivamente los grandes temas de su obra. De ella el mismo autor comentó: "Por fin quiero dar forma a la alegría que, a pesar de todo, llevo dentro de mí y a la que tan rara vez y tan vagamente doy vida en mi trabajo". Para entonces Bergman -ese "pequeño esqueleto con una nariz grande y roja" como anotó con decepción la madre en su diario pocos días después del parto- había llegado a convertirse en un realizador esencial de la historia del cine y en la más valiosa carta de presentación ante el mundo que tuvo su país durante décadas. Desde algo más de medio siglo, cuando su obra empezó a tener difusión internacional, Bergman se transformó en sinónimo de Suecia.
Rodrigo Fresán (1963), narrador y periodista argentino, participó en el homenaje que el diario "Página/12" realizara a Bergman tras su fallecimiento con un artículo titulado "La sagrada familia". Nacido en Buenos Aires y radicado en Barcelona desde 1999, obtuvo un cierto reconocimiento literario en los medios culturales argentinos merced a sus frecuentes colaboraciones publicadas en distintos diarios y revistas a partir de 1984, escribiendo sobre los más variados temas: música, cine, gastronomía y crítica literaria. Ha publicado los libros de cuentos "Historia Argentina", "Vidas de santos" y "Trabajos manuales"; y las novelas "Esperanto", "La velocidad de las cosas", "Mantra", "Jardines de Kensington", "El fondo del cielo" y "La parte inventada". Escribe regularmente crónicas para el diario argentino "Página/12", y textos de crítica literaria en la revista "Letras Libres" y en el suplemento cultural del periódico "ABC" de España. También ha prologado y traducido obras de los escritores norteamericanos John Cheever (1912-1982) y Carson McCullers (1917-1967), entre otros. Buena parte de su obra ha sido traducida a múltiples lenguas y muchos de sus cuentos han aparecido en diferentes antologías en Argentina, España, México e Inglaterra.

Por un lado están las películas que nos gustan mucho y, por otro -pero no muy lejos- están las películas que decidimos poseer y hacer nuestras. Tanto en sentido espiritual como físico, la revolución tecnológica en lo doméstico que venimos disfrutando en los últimos años (y padeciendo como una suerte de carrera armamentística imposible de concluir) nos ha dado la oportunidad de ir construyendo nuestra propia cinemateca como hermana siamesa de la biblioteca. Y, de acuerdo, todavía es más mecánicamente complejo ojear una película que hojear un libro; pero aún así ahí están todas imágenes, dormidas o en trance, esas cajitas zombis dispuestas a que las resucitemos electrizándolas cuando se nos antoje.
Dicho esto, confesaré sin problemas que la única película que tengo en casa de Ingmar Bergman es "Fanny y Alexander". Dos veces. En dos versiones. La que se estrenó en los cines del mundo (de 188 minutos, que puede definirse como un "bildungsroman", y que Bergman desarmó armando "con dificultad, como si cortara los nervios de su cuerpo"), y la que se emitió como miniserie por la televisión sueca (de 312 minutos y que crece a barroco retrato de familia). Ambas editadas y corregidas y aumentadas con abundante material extra por la nunca del todo bien ponderada "The Criterion Collection". Y otra confesión: no las vi nunca en esta presente y nueva encarnación aunque sí vi hace tiempo ambas versiones de "Fanny y Alexander". La cinematográfica, en el momento del estreno internacional, en una sala de la calle Carlos Pellegrini cuyo nombre no recuerdo y que -en su momento- se enorgullecía de sus proyectores última generación. La televisiva, en un DVD que me compré en Londres a finales del 2003 y que vi de regreso en Barcelona una noche fría de enero del 2004.
Y cosas que recuerdo (y que nunca olvidaré) de "Fanny y Alexander" sin necesidad de volver a verla: el teatro en miniatura y el traje de marinerito de Alexander, los ojos de quien se sabe demasiado pequeña para sentir tanto miedo de Fanny, la larga intro navideña donde se baila recorriendo toda la mansión del clan Ekdahl, los pedos flamígeros del tío Carl (consulto nombres de personajes en el cuadernillo de 35 páginas), la visita de los fantasmas de parientes fallecidos, la sirvienta embarazada, la torpe puesta en escena de Shakespeare a cargo de la compañía familiar (toque genial: los Ekdahl son, todos, muy malos actores sobre las tablas pero excelentes intérpretes de sus propias existencias), la muerte del padre, las malas palabras como mecanismo de defensa durante la procesión funeraria, las paredes desnudas en la casa del vampírico obispo Vergerus y sus monstruosas hermanas dignas de "fairy tale", la tienda de antigüedades del amigo judío y cabalista Isak Jacobi, y el hermafrodita Ismael y la momia viviente que allí moran, Dios materializándose en una marioneta, la mágica operación rescate de los niños, la terrible muerte del malo y los dos bautismos finales que cierran el círculo con otro gran jolgorio tribal.


Y descubro que recuerdo muchos más momentos de "Fanny y Alexander" que aquello que sucedió en una olvidable película que vi ayer. Y hasta es probable que recuerde cosas que nunca estuvieron allí pero es como si estuvieran y supongo que ése es uno de los signos inequívocos del Gran Arte: seguir creciendo, creando sobre sí mismo valiéndose de nuestros sueños despiertos, negarse a ir a dormir para seguir jugando un rato más.
Dije antes que "Fanny y Alexander" -considerada por muchos y por su mismo creador la summa creativa de una carrera al punto de que, luego de ganar el Oscar, el Golden Globe y el Bafta Award, Bergman anunciara su adiós al cine ("mi amante") para regresar al teatro ("mi esposa")- es la única película que tengo del director sueco y es más que probable que esta situación no vaya a modificarse. Me explico: comprendo y respeto el talento de Bergman, pero siempre lo he sentido como algo ajeno y generacional. Tal vez porque el nombre Bergman resonó tanto como el de Coca-Cola durante mi infancia y por eso lo perciba como algo que "no se toca" por considerarlo propiedad de mis padres y de sus amigos (que iban a ver a Bergman como quien va a recibir instrucciones para solucionar o complicar su vida, mejor, como quien va al psicoanalista) y cuyos códigos de conducta todavía hoy no consigo entender del todo. He visto buena parte de sus películas, sí, pero siempre como desde afuera. Distantes me resultan sus interiores matrimoniales que presagian la uniformidad supuestamente personal del Mondo Ikea, Liv Ullmann nunca me movió un pelo, siempre me irritaron sus primeros planos donde comulgan frentes y perfiles (truco que se robarían los millonarios de Abba para sus muy pobres videos), y jamás le perdonaré la nefasta influencia (aunque no sea su culpa) ejercida sobre Woody Allen.
Tal vez tenga que decir que -ya desde entonces- yo era más de Fellini. Y ahora se me ocurre que tal vez "Fanny y Alexander" sea y funcione como el "Amarcord" de Bergman compartiendo con el cineasta italiano las mismas intenciones: proponer a la sagrada familia como entidad indestructible y sublimar lo autobiográfico (se sabe que el padre de Bergman fue un estricto clérigo que alcanzó la posición de capellán de la Corona) hasta que alcance las alturas de lo mítico y lo mágico y, sí, lo popular. De ahí que muchos acólitos, en su momento, le reprocharon a "Fanny y Alexander" su "accesibilidad" y cierta "clara necesidad de agradar al gran público". Lo siento (poco) por ellos y por sus exigencias autoflagelantes dignas de Vergerus. Lo que a mí más me gusta de "Fanny y Alexander" es, justamente, el modo en que Bergman se las arregla para congeniar su mundo personal con la gran tradición universal: ahí están Shakespeare (varias tramas de la trama pueden entenderse como variaciones sobre "Hamlet"), Ibsen, Dinesen, Strindberg, Walser, Kafka, Mann, Dickens, Schulz, Von Kleist, pero también (o al menos así lo sentí yo) Irving y Millhauser y Bradbury y Davies y hasta esa formidable novela sobre el bombardeo al núcleo de la sangre compartida que es "El resplandor" de King con, para mí, una perdonable pero inexplicable imperfección: la ausencia de Max von Sydow -que hubiera sido un gran Jacobi- en su robusto reparto.
Y El Tema, claro: la infancia como territorio liminar y frontera de absolutamente todo y el modo en que la imaginación desbordante de un niño acabará -luego de múltiples penurias y aventuras- encarrilándose hacia una recta vocación artística por más que a la autoridad no le cause la menor gracia y sí un inconfesable temor hacia todo aquello que no puede gobernar y someter aplicando la doctrina de rezos y mandamientos.


"El hacer películas tiene para mí sus raíces en el mundo de la niñez, el piso más bajo de mi taller", escribió Bergman en un artículo de 1954. Tiempo después, a propósito de la planificación de "Fanny y Alexander", apuntó: "Jugando puedo superar la angustia, aflojar las tensiones y triunfar sobre toda destrucción. Finalmente quiero enseñar el gozo que llevo dentro de mí a pesar de todo. Un gozo al que en tan pocas ocasiones y tan pobremente le he dado espacio en mi obra. Poder retratar esa energía e impulso, esa capacidad de vivir, esa amabilidad... No estaría mal conseguirlo no más sea por una vez".
De ser así, "Fanny y Alexander" es el deseo concedido. Es sótano pero también recámaras y altillo y pararrayos y todos esos relámpagos. Pensar en "Fanny y Alexander" -viaje extático a la pérdida de un paraíso por el sólo placer de recuperarlo luego de una temporada en el infierno- como en la combada cúpula del universo, estrellas pintadas de dorado, algo inmenso pero que al mismo tiempo cabe en las manos de un niño. Un niño que juega y ordena y desordena y, sí, dirige, como un pequeño pero poderoso dios, las piezas de una diminuta escenografía inmensamente detallada mientras, ahí, al fondo de un pasillo de una casa donde se preparan los festejos de una larga noche, de pronto y sin aviso, una estatua decide moverse. Y -ahora presiono "play", ahí está, vuelvo a verla- se mueve por amor al arte.