24 de julio de 2015

Atahualpa Yupanqui: "La distancia, así como purifica y sublima la voz del hombre, también lo hace con los recuerdos, con los paisajes, con todo lo que uno trae en la retina y en el corazón" (3)

Mientras alternaba su residencia entre Buenos Aires y Cerro Colorado, provincia de Córdoba, Yupanqui realizó giras por Colombia, Egipto, España, Israel, Italia, Japón y Marruecos. Luego, durante la dictadura militar, sus presentaciones en el país se espaciaron, quedándose la mayor parte del tiempo en Francia. Su salud ya no era buena. En diciembre de 1991 ofreció su último concierto en Buenos Aires, y el 23 de mayo del año siguiente falleció en Nimes, una pequeña localidad situada a 800 kilómetros de París, adonde había ido para dar un concierto. Por su expreso deseo, sus restos fueron repatriados y descansan en Cerro Colorado. Registró un total de trescientas veinticinco canciones repartidas en algo más de sesenta discos, aunque compuso más de mil. Además publicó una docena de libros entre los que figuran "Piedra Sola", "Aires Indios", "Cerro Bayo", "Guitarra", "Del algarrobo al ombú", "Confesiones de un payador", "La palabra sagrada", "La Capataza" y "El payador perseguido". A continuación, la tercera parte de "Una larga conversación", la extensa charla entre Yupanqui y Tcherkaski.


La guitarra tiene cuerpo de mujer…

Bueno... eso sí. Eso lo consagró Rubén Darío en sus mocedades. Escribió por ahí un elogio de la guitarra: "Tiene talle y caderas como una mujer".

No sabía. Lo digo por la forma. Es sensual la guitarra...

No creo, no creo. No creo que sea sensual. Pienso que es otro su mundo; es otra su manera de ser. No creo que lo sensual sea el despertar del espíritu sino del instinto. Un puma en celo, si no ha sido bueno antes, es menos bueno cuando está en celo... creo yo. La guitarra es otra cosa. El arpa, por ejemplo, parece una niña que siempre estuviera sonriendo, conversando entre sonrisa y sonrisa; parece un instrumento sin dolor. Siempre tiene algo que ver con la mañana. El arpa es como el despertar de la música, de la sinfonía sideral. Esa es la sensación que yo tengo. La guitarra, en cambio, es más grave, más seria... Fíjese que yo tengo mucho sentido del humor; me gusta escuchar chistes, los festejo, los aplaudo, los gozo. Lo hago además por necesidad. Los hombres, como los pueblos, cuando quieren aliviarse de algo que les pesa mucho, hacen chistes, oyen chistes, inventan chistes... ríen y hasta lloran con sus chistes. Es por la necesidad de alegrarse un poco, aunque sea tontamente. Yo tengo ese sentido del humor. Y no es porque sea gracioso. Pero usted me pone una guitarra cerca, oigo sonar un La menor o un Re mayor, un acorde peinado, un arpegio en Mi mayor... y se me acabó el chiste, se me acabó la broma. Es como si dijera: "Atención, que están volviendo del fondo del tiempo todos los abuelos en tropilla, y bien montados". Una sensación así es la que tengo. Y se me acaba toda la broma; y me entra un profundo respeto por la guitarra, por su sonido, por su mundo circundante y también por el otro, el profundo y cósmico, que a veces la guitarra lo manifiesta y a veces lo esconde hasta que uno, en lo hondo de la noche y solo, puede encontrar la punta del hilo. De ninguna manera, a lo largo de los años, he encontrado en la guitarra esa sensualidad que usted dice. Aunque la guitarra tenga forma de mujer, que la tienen también otros instrumentos. No creo que sea muy feliz esa definición suya. Así lo pienso...

Puede ser por la sensación.

No, es otro asunto.

¿Cómo es el asunto, a ver? Cuéntemelo más claro. ¿Le pro­duce miedo la guitarra?

No, al contrario. Me produce una infinita paz. Me ayuda mucho... Por ejemplo: yo soy un hombre que no tengo nostalgias; es decir, no sufro de nostalgia. No soy un empecinado del paisaje nacional, mío, de mi tierra. ¿Y por qué no lo soy? Yo no tengo esa especie de nostalgia enfermiza que dice: "¡No puedo más, quiero volver, tengo necesidad de volver!". Eso se lo he escuchado a mucha gente. Pero da la casualidad que se lo he escuchado a gente que no sabe tocar la guitarra. Se lo he escuchado a abogados, ingenieros, arquitectos. Gente que tiene unas nostalgias bárbaras. Yo no. Aunque yo, a veces, sienta nostalgias de Tucumán... Entonces me doy una ducha, me siento en este sillón que usted ve, me toco cinco zambas, dos vidalas, una chacarera... ¡y nadie sale más tucumano que yo de mi casa para comprar el diario de la tarde, o el pan y el pedazo de queso para la noche! Y si extraño Santiago del Estero, si me empiezan las saudades de Loreto o de Suncho Corral, me despacho vidalas y chacareras... seis o siete, y de paso practico y estudio un poco la guitarra y lo que hago sobre todo es sentir, sentirme yo, como si otro tocara. Y es posible que sea otro el que toque. Es el otro, el nostálgico. Yo no. Yo estoy apaciguando mis urgencias espirituales internas. Las estoy apaciguando como diciéndome: "Sí, ya sé; usted está acá, pero tiene que cumplir trabajos, tiene que hacer y tiene que cantar las cosas argentinas. No empiece a sufrir de Argentina, que no le empiece a doler la Argentina; tenga paz, paz en su alma". Y la tengo. Y la siento. Y salgo contento, y muy santiagueño salgo a la esquina a buscar el diario... Como no fumo ni bebo alcohol (yo bebo leche y agua mineral), no traigo botellas de vino ni esas cosas tan folklóricas y tan hermosas que alguna vez fueron para mí una delicia. Tenía que decirles adiós y les dije adiós. Por esa necesidad de portarse bien, sin que nadie me lo decretara. Me lo decretó mi propia conciencia. La aspereza del camino no se puede limpiar con escobas prestadas. Mejor es uno. Uno debe ser su propia escoba. Y empezar a quitar la maleza de su camino, y buscar el sendero de la serenidad, de la buena representación. Se sepa o no se sepa, trascienda o no trascienda. Eso no importa. Hay mucha gente que anda detrás de que se sepa que está haciendo esto, que está haciendo lo otro o que va a hacer otra cosa. Eso no va conmigo; como tampoco va la avaricia, el apretar las cosas, ese egoísmo... Yo podría ser, económicamente, un hombre de muy buen pasar. Podría ser, pero... tengo una desgracia que me viene de muy lejos. ¡Qué abuelo habrá sido el mío! Yo creo que entre los tantos abuelos que he tenido, enterrados todos en mi tierra, debe haber habido uno más rico que el Aga Khan. O si no, pobre y loco. Más pobre y loco que el Quijote.

¿Por qué?

Porque no me dura lo que gano. Lo gasto, me gusta comprar libros, me gusta invitar amigos, y no uno: dos, tres amigos... a veces no muy amigos. Me gusta darme. Cuando yo era muchacho, en mi casa, alguien me dijo que el más hermoso de los verbos es el verbo dar. ¡Pa’ qué lo habrá dicho! No se imagina lo que me ha costado. Me ha dado muchas alegrías, sí, pero a veces me ha hecho cavilar como diciendo... y ahora, ¿cómo cambio estos zapatos?

Eso que usted cuenta de su abuelo, que podría haber sido el Aga Khan, tiene algo que ver con el criollo, con el hombre de campo...

No sé ahora, pero en mi tiempo sí. Cuando yo tenía trece o catorce años lo he oído en el campo, de la mujer de un capataz. Era en una estancia de Maipú, donde había una laguna grande que llamaban la Mar Chiquita... El capataz era un hombre grande, y yo era amigo de sus hijos. Una vez estábamos comiendo y yo sentí algo que no era muy parejo en el matrimonio. No alcanzaba a entenderlo, porque el sentido nuestro del campo, de respetar, me llevaba a no escuchar. Además yo siempre fui un poco ingenuo y romanticón. No era de los muchachos vivos... Tonto no era, pero es posible que hubiera en mí una gran cuota de timidez; me inhibían entonces un montón de cosas. Pero, con todo, escuché algo que le decía la señora a su marido. "Yo lo pasaría mucho mejor -le decía-; yo sé que no faltas a la casa ni a la familia, ni a mí; pero, ¡cómo me gustaría ser tu amante en lugar de ser tu esposa!". Él le dice en seguida: "¿Qué bolazos estás diciendo? ¿Por qué decís esas cosas?". Y ella: "Porque entonces viviría más regalada; porque vos, con los amigos, todo". Ahí se cortó el discurso y llegó la fuente con papas hervidas, mucho perejil y buen aceite de oliva... ¡Los banquetes que nos dábamos nosotros! Tumbas y papas hervidas...

Y vino...

No; yo hablo de mis trece años.

¿En qué año escribió "El payador perseguido"?

Fue después. Lo empecé a escribir cuando tenía espolones ya: a los treinta y cinco años, más o menos.

¿Cuánto tardó en escribirlo?

Unos dos años. Lo escribía sin apuro, porque lo hacía para mí. No tenía ninguna idea ni de cantarlo ni de publicarlo. A la manera de ésa, tengo muchas cosas más... Relatos.

¿Con música?

No, sin música. Relatos, escritos. Tengo muchos.

Hay un libro suyo de relatos...

Sí, pero relatos en verso. En octosílabos, sextinas, coplas, décimas y romancillos... Son viajes, carreras... Por ejemplo: cómo corríamos un burro bagualo que hacía mucho daño en la montaña y que se burlaba de nosotros. El burro le encelaba las yeguas al dueño de la estancia; él buscaba potrillos lindos... y le salían unas mulitas muy lindas. El burro les echaba a perder el vientre a las yeguas. Entonces el dueño del campo ofreció 500 pesos al que lo pialara y lo castrara. Era un burro que se aparecía en la manada y arrebataba al yegüerío. ¡Si lo habremos corrido para ver si ganábamos los 500 pesos! Nos juntábamos quince o veinte paisanos bien montados; yo tenía un zaino negro, grande, muy ligero, de muy buena rienda, que se llamaba el Extraño. Una boquita de seda tenía... ¡Si habré saltado alambres y cercos con ese caballo! ¡Pero el burro, cuando salíamos a enlazarlo, se nos reía! Me hacía acordar a Carlitos Chaplín. Nos veía en una loma y nosotros nos abríamos en abanico despacito, despacito... sin hacer barullo. Cuando estábamos a 200 metros él empezaba a caminar despacito también, y miraba para atrás, y a medida que nos acercábamos caminaba más ligero, y caminaba más... y se nos metía en el monte. Un monte de garabatales, uñas de tigre... unas espinas así. Y no podíamos entrar. Solamente hubiera sido posible con perros, pero ya el burro se había ido para adentro. Andaba lleno de cicatrices y lastimaduras, mirándonos a la distancia... pero no lo pudimos agarrar. Yo hago un relato con eso. Y también con excursiones, viajes a caballo... todo en el campo. "El payador perseguido", como le digo, lo empecé a hacer para mí, como esos trabajos. Contando qué veo, qué pasó, cómo fue. "El payador…" es en cierto modo autobiográfico, pero no son cosas que me pasaron solamente a mí. También lo que me han contado otros paisanos, gente que yo he tratado en las provincias, en los ingenios azucareros de Tucumán... Yo he vivido mucho tiempo, años, en Tucumán. He estado allí en contacto directo con esa gente, con los peladores de caña, los reyes de la zamba, los tocadores de guitarra con los dedos, los de bombo. Esa gente tiene la facultad de cantar, de bailar, de pensar... de pensar en zambas y en vidalas. La gente criolla en general, los mendocinos por ejemplo, no todos tocan la guitarra, pero casi todos tienen en la memo­ria, frescas, veinte o treinta tonadas y una docena de cuecas. No son profesionales, ni siquiera guitarreros. Son cuyanos. Así cumplen y reverencian sus tradiciones, cosa que me gusta. Los entrerrianos son iguales; no todos son guitarreros, pero conocen eso. La copla es así; la copla condensa. Como decíamos al comienzo de esta conversación: "Así se escribe la historia, de nuestra tierra, paisanos". Efectivamente, hay dos maneras de escribir la historia: una en los libros, y la otra cuando el pueblo cuenta su historia cantando. Eso lo hace el pueblo por intermedio de lo que se llama los trovadores, los payadores, los improvisadores. ¿Qué era el payador de la pampa? Era el periodista. Esto que usted está haciendo ahora aquí, lo hacían ellos hace ciento cincuenta años. Y lo hacían con una guitarra ordinaria, de cuerdas gastadas; una guitarra que recibía chubascos, fríos, humedad... A veces, con el diapasón torcido en falsa escuadra. Pero se acercaban a ese misterio de los demás paisanos, porque esos payadores tenían algo que contar. Un hombre que contaba iba de Nueve de Julio a Trenque Lauquen; paraba en carreras de caballos o en partidos de pelota; relataba inundaciones y sequías... acontecimientos importantes para el paisano ocurridos a unas 60 leguas más allá. Porque él venía de Chivilcoy, o de Bragado, o de Chacabuco o Mercedes, e iba siempre montado a caballo. Y en las estancias, como había muchos caballos, por ahí se acercaban al caballo del payador, que estaba cansado y viejo, y le decían: "¿No quiere mudar?". El payador contestaría: "Y... si le parece". Entonces le encerraban los animales en el corral: "Vaya y elija". El hombre se estaba tres o cuatro días en cada estancia. Y estaba en la cocina de los peones, que era toda una sala, la sala de conciertos, de tradiciones, de cuentos, de historias y chascarrillos. En una tarde se reunían treinta o cuarenta peones armando su cigarrito, tomando mate amargo en seis o siete mates, algunos de guampa, hasta las 8 o 10 de la noche cuando alguien de más autoridad decía: "Yo creo que habrá que descansar, ¿no?". Con decir eso no ordenaba a nadie, pero tenía autoridad; y esa gente dura, fuerte y rústica, se levantaba con el hilo de la última copla o de la última décima escuchada de ese hombre, al cual le iban a regalar un caballo e iba a dejar el de él para seguir a contar en otra parte sus sucedidos. El payador era el cronista, el periodista de entonces. Iba de estancia en estancia, de pueblo en pueblo contando sus cosas, sus crónicas verseadas e improvisadas. Eso era muy importante. Además, estaban los ciegos y los mendigos de la pampa...