5 de noviembre de 2017

Edgar Allan Poe por Julio Cortázar. El bostoniano maldito según el cronopio trujamán (IV)

“Le tour du monde en quatre-vingts jours” (La vuelta al mundo en ochenta días) es una novela que el escritor francés Julio Verne (1828-1905) publicó por entregas en el diario parisino “Le Temps” entre el 7 de noviembre y el 22 de diciembre de 1872, para aparecer finalmente en forma de libro a comienzos del año siguiente. Cortázar, fanático de Verne desde niño, le contó a la escritora y periodista mexicana Elena Poniatowska (1932) en una entrevista publicada en la revista “Plural” de mayo de 1975, que en su niñez devoraba con pasión al escritor francés. “Leí a Verne como loco y lo que quería era repetir las aventuras de sus personajes, embarcarme, llegar al polo, chocar contra los glaciares… Pero ya ves, no fui marino, fui maestro”. “Me acuerdo -continúa Cortázar-: a los once años presté a un camarada ‘El secreto de Wilhelm Storitz’, donde Julio Verne me proponía como siempre un comienzo natural y entrañable con una realidad nada desemejante a la cotidiana. Mi amigo me devolvió el libro: ‘No lo terminé, es demasiado fantástico’. Jamás renunciaré a la sorpresa escandalizada de ese minuto. ¿Fantástica la invisibilidad de un hombre? Entonces, ¿sólo en el fútbol, en el café con leche, en las primeras coincidencias sexuales podíamos encontrarnos?”.
Haciendo un juego de palabras con el título del libro de Verne, Cortázar publicó en 1967 “La vuelta al día en ochenta mundos”, un collage de textos agrupados en dos volúmenes. En uno de esos textos, el titulado “Del sentimiento de no estar del todo”, resumió su adición a lo fantástico en el mundo cotidiano, la dualidad en su postura ante la vida, su actitud oscilante entre el niño con visión de adulto y el adulto con visión de niño. Esa duplicidad lo llevaría a la conclusión de que hay “una coexistencia pocas veces pacífica de por lo menos dos aperturas al mundo”, y que esa yuxtaposición “se manifiesta en el sentimiento de no estar del todo en cualquiera de las estructuras, de las telas que arma la vida y en las que somos a la vez araña y mosca”.
Esta idea de Cortázar sobre la dualidad expresa una suerte de mutación de las categorías espacio-temporales. El destino de cada hombre, sin que lo sepa, estaría unido -en el tiempo y en el espacio- al destino de otros hombres o figuras en una serie infinita de concatenaciones. Para el autor de “Manuscrito hallado en un bolsillo” los personajes dobles “son una de las constantes del espíritu humano como proyección del inconsciente convertido en mito, en leyenda. El hombre no se acepta como unidad sino que, de alguna manera, tiene el sentimiento de que simultáneamente podría estar proyectado en otra entidad que él conoce o no conoce pero existe”. Estos complejos entramados del alma humana, que tanto Sigmund Freud (1856-1939) como Carl Jung (1875-1961) en su momento indagaran en profundidad, es un tema recurrente que numerosísimos autores han tratado desde la antigüedad. Desde Plauto en el siglo III a.C. hasta Saramago en el siglo XXI, pasando por Molière, Cervantes, Hoffmann, Stevenson, James, Maupassant, Calvino, García Márquez, Benedetti, Borges, Bioy Casares… la lista es interminable. Por supuesto, también lo hicieron Poe y Cortázar. El autor de “Berenice” es probablemente uno de los primeros escritores modernos en cuestionar el ancestral imperio del “yo” único e indivisible. Y en la obra de Cortázar es frecuente encontrar en sus personajes un trastocamiento entre una y otra personalidad, entre su realidad y la posibilidad de otra realidad para intercambiar sus identidades. En las ficciones de ambos escritores, la intrusión de una objetividad en otra y el paso de lo real a lo fantástico se producen con frecuencia, transfigurando la identidad personal de los protagonistas. Este proceder puede verse, por ejemplo, en los cuentos “William Wilson” y “Ligeia”, de Poe, y en “Lejana” y “Una flor amarilla”, de Cortázar.


En la entrevista con González Bermejo antes mencionada, Cortázar habla precisamente de esta recurrencia temática: “Sí, hay en mí una especie de obsesión del doble. ¿Viene de la lectura temprana de ‘Dr. Jekyll and Mr. Hyde’ de Stevenson; de ‘William Wilson’ de Edgar Allan Poe o de la literatura alemana que está habitada por el tema del doble?”. También, el escritor argentino se refiere a la importancia que la obra de Poe tuvo en su vida como experiencia personal: “Desde muy niño tuve que aceptar mi soledad en ese terreno ambiguo donde el miedo y la atracción morbosa componían mi mundo de la noche. Puedo fijar hoy un hito seguro: la lectura clandestina, a los ocho o nueve años, de los cuentos de Edgar Allan Poe. Allí lo real y lo fantástico (digamos la rue Morgue y Berenice, el gato negro y lady Madeline Usher), se fundieron en un horror, unívoco, que literalmente me enfermó durante meses y del que no me he curado jamás del todo”. Y más adelante aseguraba que la lectura de los cuentos de Poe le abrió las puertas al mundo de la literatura fantástica: “Sus cuentos tienen para nosotros la fascinación de los acuarios, de las bolas de cristal, donde, en el centro inalcanzable, hay una escena transparente y petrificada. Perfectas máquinas de producir efectos fulminantes, no quieren ser ese espejo que avanza por un camino, según vio Stendhal en la novela, sino esos espejos de tanto cuento de infancia que reflejan sólo lo extraño, lo insólito, lo fatal”.
Esa fascinación fue uno de los motivos que lo llevó a traducir los sesenta y siete relatos que Poe publicó a lo largo de su vida. En las notas que colocó al final de su trabajo, destacó lo expresado por Poe en una carta: “Al escribir estos cuentos uno por uno, a largos intervalos, mantuve siempre presente la unidad de un libro”. Por eso decidió ordenarlos de acuerdo con el “interés” de sus temas. Así, los agrupó en: 1. Cuentos de terror; 2. Sobrenaturales; 3. Metafísicos; 4. Analíticos; 5. De anticipación y retrospección; 6. De paisaje; y 7. Grotescos y satíricos.


De Mrs. Clemm es casi innecesario adelantar que fue en todo sentido el ángel guardián de Edgar, su verdadera madre (como habría de decirlo en un soneto), la “Muddie” de las horas negras y de los años tortuosos. Edgar se incorporó al mísero hogar que María Clemm sostenía con labores de aguja y la caridad de parientes y vecinos, sin aportar más que su juventud y sus esperanzas. «Muddie» lo aceptó desde el primer momento como si comprendiera que Edgar la necesitaba en más de un sentido, y se encariñó con él a un punto que el resto de este relato mostrará cabalmente. Gracias a la buhardilla que compartía con su hermano, tuberculoso en último grado, pudo Edgar escribir en paz y establecer relaciones con editores y críticos. Bien recomendado por John Neal, escritor muy conocido en esos días, “Al Aaraaf” encontró por fin editor, y apareció en unión de “Tamerlán” y los restantes poemas del ya olvidado primer volumen.
Satisfecho en este terreno, Edgar volvió a Richmond para esperar en casa de John Allan -que todavía era “su” casa- la hora del ingreso en West Point. Resultaba difícil imaginar la actitud de Allan en estas circunstancias; se había negado a financiar la edición de los poemas, pero los poemas aparecían a pesar suyo. Edgar hablaría, sin duda, de sus esperanzas literarias y distribuiría ejemplares del libro a sus amigos virginianos (que no entendieron palabra, incluso los de la Universidad). Por fin, alguna referencia de Allan a la “holgazanería” de Edgar provocó otra violenta querella. Pero en marzo de 1830, Poe fue aceptado en la academia militar; a fines de junio aprobaba sus exámenes y pronunciaba el juramento de ingreso. Huelga decir con qué tristeza debió de entrar en West Point, donde le esperaban actividades aún más penosas y desagradables para él que las simples tareas del soldado raso. Pero la alternativa era la misma que tres años antes: o la “carrera” o morirse de hambre. El prestigio pasajero de las galas militares había terminado con la adolescencia. Edgar sabía de sobra que no estaba hecho para ser soldado, ni siquiera en el orden físico, porque su excelente salud de los quince años empezaba a resentirse tempranamente, y el entrenamiento severísimo de los cadetes no tardó en resultarle penoso, casi insoportable.


Pero su cuerpo obedecía en gran medida al desgano, a la tristeza que lo invadía en un ambiente donde pocos minutos diarios podían consagrarse a pensar (a pensar fuera de los textos, es decir, a pensar poesía, a pensar literatura) y a escribir. John Allan, por su parte, iba a seguir la misma línea de conducta que en la etapa universitaria; pronto descubrió Edgar que no recibiría dinero ni para sus gastos más indispensables. Inútil quejarse por carta, mostrar que estaba haciendo el ridículo ante sus camaradas, provistos de fondos.
Edgar se refugió entonces en el prestigio que le daba el ser un “viejo” al lado de sus bisoños compañeros, y en su facilidad para mentir imaginarios viajes, aventuras novelescas que muchos creyeron y que plagarían medio siglo después tantas biografías del poeta. Su orgullo, su humor sardónico, lo ayudaron no poco, pero estos rasgos tienen sus desventajas, y él lo supo pronto. Ahogado por la atmósfera vulgar, ramplona, carente hasta la náusea de imaginación y capacidad creadora, se defendió encerrándose, meditando ya los elementos de su futura poética (con gran ayuda de Coleridge). Entretanto, le llegaron desde “casa” noticias del segundo matrimonio de John Allan y comprendió, ya sin sombra de engaño, que toda esperanza de una futura protección debía ser abandonada. No se equivocaba: Allan habría de tener los hijos legítimos que deseaba, y la nueva Mrs. Allan se mostró desde el primer día hostil hacia el desconocido “hijo de actores” que estudiaba en West Point.
Edgar había calculado cumplir el curso en seis meses, confiando en su preparación universitaria y militar precedentes. Pero, una vez en la academia, descubrió que ello era imposible por razones administrativas. No debió de vacilar mucho. Escéptico por lo que concernía a Allan, poco podía importarle que éste se disgustara o no de su decisión, y decidió hacerse expulsar, única forma posible de salir de West Point sin violar el juramento pronunciado. Fue muy simple; como era alumno brillante, eligió la parte disciplinaria para ponerse en falta. Sucesivas y deliberadas desobediencias, tales como no concurrir a clase o a los servicios religiosos, le valieron una expulsión en regla. Pero antes, y dando una de sus raras muestras de auténtico humor, Poe había conseguido, con ayuda de un coronel, que los cadetes costearan por suscripción su nuevo libro de versos, compuesto durante la breve permanencia en West Point. Todo el mundo imaginaba un librito lleno de versos satíricos y divertidos acerca de la academia; se encontraron en cambio con “Israfel”, “A Helena” y “Lenore”. Pueden inferirse los comentarios.
La ruptura con Allan parecía definitiva y se complicó por un grave error de Edgar, quien, en un momento de ofuscación, había escrito a uno de sus acreedores excusándose por no pagar a causa de la tacañería de su tutor, y agregando que éste estaba pocas veces sobrio. La afirmación, indudablemente calumniosa, llegó a manos de Allan. Su carta a Edgar se ha perdido, pero debió de ser terrible. Edgar le contestó ratificando su aseveración y vertiendo por fin toda su amargura, sus reproches y su desesperanza. El 19 de febrero de 1831 se embarcaba, envuelto en su capa de cadete, que lo acompañó hasta el fin de sus días, rumbo a Nueva York y a sí mismo.
En marzo, hambriento y angustiado, pensó en engancharse como soldado en el ejército de Polonia, sublevada contra Rusia. Su solicitud no tuvo éxito, y entretanto apareció su primer libro importante de poemas, “respetuosamente dedicado al colegio de cadetes”. Edgar Poe está ya allí de cuerpo entero. En esos versos (que sufrirán más adelante infinitas modificaciones) los rasgos centrales de su genio poético brillan inequívocos -salvo para los escasos críticos que se ocuparon entonces del volumen-. La magia verbal donde, por lo menos en lo que a su poesía se refiere, se ahínca lo más asombroso de su genio, irrumpe como portadora de un oscuro mensaje lírico, sea el de los poemas amorosos en que desfilan las sombras de Helen o de Elmira, sea el de los cantos metafísicos y casi cosmogónicos. Cuando Edgar Poe volvió a Baltimore perseguido por el hambre y se refugió por segunda vez en casa de Mrs. Clemm, llevaba en el bolsillo la prueba palpable de que su decisión había sido justa y de que, al margen de todas las debilidades, los vicios y las flaquezas, había sido y era “fiel a sí mismo”, por más caras que fuesen las consecuencias presentes y futuras.


A poco de llegar a Baltimore, murió su hermano mayor, y Edgar pudo instalarse y trabajar con relativa comodidad en la buhardilla que había compartido con el enfermo. Su atención, hasta entonces dedicada íntegramente a la poesía, va a volverse hacia el cuento, género más “vendible” -lo cual en esos momentos constituía un argumento capital-, y que interesaba además como género literario al joven escritor. Poe advirtió muy pronto que su talento poético, debidamente encauzado, podía crear en el cuento una atmósfera especialísima subyugadora, que él debió de atisbar el primero con irreprimible emoción. Todo estaba en no confundir cuento con poema en prosa, y sobre todo no confundir cuento con fragmento novelesco. No era Edgar hombre de incurrir en esos fáciles errores, y su primer relato publicado, “Metzengerstein”, nació como Palas armado de punta en blanco con todas las cualidades que habrían de alcanzar perfección unos años después.
La miseria y Mrs. Clemm se conocían de antiguo. “Muddie” pedía prestado, salía con una cesta donde sus amigas ponían siempre alguna legumbre, huevos, fruta. Edgar no encontraba manera de publicar, y los pocos dólares ganados aquí y allá desaparecían en seguida. Se sabe que en todo este período se condujo sobriamente, y que hizo lo posible por ayudar a su tía. Pero una vieja deuda (quizá su hermano) surgió de pronto, con la consiguiente amenaza de arresto y prisión. Edgar escribió a John Allan con el tono más angustiado y lamentable que cabe imaginar. “Por el amor de Cristo, no me dejes perecer por una suma de dinero cuya falta ni siquiera notarás...”. Allan intervino de manera indirecta -y por última vez-; el peligro de prisión quedó descartado. Al criticar la formación literaria y cultural de Poe no debería olvidarse que en los años 1831 y 1832, cuando su carrera de escritor quedó definitivamente sellada, Edgar trabajaba acosado por el hambre, la miseria y el temor; el hecho de que pudiera seguir adelante y remontar día a día nuevos peldaños hacia su propia perfección literaria prueba toda la fuerza que habitaba en ese gran débil.